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El turismo apacible

por Lourdes Vázquez


Asomándose al ventanal de la habitación, Laura Cepeda se percata que una mujer de pelo teñido de rojo cereza se aproxima al borde de la acera para tomar un taxi, otra con maletín en mano se sumerge por unas escaleras hacia la bóveda de trenes y un hombre con una gorra de béisbol y las manos en los bolsillos, estudia la calle sin decidirse a cruzarla. Laura Cepeda haló el ventanal, tomó del cerrojo e hizo girar la perilla, quedando a merced de los fantasmas del cuarto de un hotel. Aquellas energías que ha dejado el otro, las ronchas y sombras que se esconden debajo de la cama o que se desatan furiosas cuando vas abriendo armarios y roperos. A pocos pasos una pequeñísima habitación decorada con azulejos y lozas inmaculadas y sin sospecha de contaminantes la invita a tomar un baño. Ahora Laura Cepeda abre el grifo de la bañera, suelta sus prendas, y queda al fin como una calle de una albudena después de una gran guerra. Laura Cepeda se sumerge en el agua de la bañera, cerrando los ojos y apaciguando la mente, mientras el grifo permanece abierto. Pasan unos minutos en donde se escucha el ruido incesante del chorro de agua atropellando la loza, y es ese sonido inmenso y alegre de caída de catarata en algún río tropical que finalmente la conduce a una especie de adormilamiento. Luego de una media hora emerge de aquel lago para enfrentar a los enanos encantados y furiosos, a las hadas heridas, a los genios acostumbrados a que no se les desobedezca, al gran espectáculo del turismo dócil. Laura Cepeda es una ciudadana más que ha puesto un océano de por medio, para descubrir y digerir los códices encerrados en la piedra milenaria de un idioma secreto.

Con reverencia y parsimonia pasa la toalla blanquísima por la piel picoteada de gotitas de agua. Maja perdida en un mercado de botellas opacas, secando además el trastorno y la alucinación de los demonios con sus alas tupidas y púrpuras regadas por el oxígeno. Entre tanto, desde aquellas persianas un hombre con una cámara va tomando fotos al cuerpo de Laura Cepeda, para avanzada la noche hundirse atrapado, como un suicida desde un puente, entre el abismo de la superficie del papel, la imagen y la mezcla de líquidos. De frente al espejo del baño, Laura Cepeda torna su cuerpo, sin soltar la toalla y con el pelo todavía empapado y la piel impregnada de humedad en la parte superior de la espalda, escoje el ángulo que cree más le beneficia. Mirarse al espejo es abrir la maleta azul de los miedos divinos, porque los miedos vienen en colores. El miedo divino es el de la piel del Dios Vishnu o el azul índigo de los batones y turbantes de los Tuaregs en el desierto. Laura Cepeda se siente observada. Esa sensasión de que no está sola es anunciada por un escalofrío repentino que le recorre la espalda y los brazos. Se para en puntillas y se asoma por la claraboya a medio cerrar del baño para enfrentarse a decenas de persianas, ventanas y cristales y un sinnúmero de terrazas y balcones. 'Debe haber un par de ojos espiando los baños de este hotel', pensó. Lo que la hace sentirse halagada para concluir que no tiene nada que proteger, mas bien exponer y expone incautamente abriendo la claraboya completamente para continuar bailando su desnudez, figurándose ahora corista habanera.

Una vorágine inmensa de ruidos, como salidas de una sepultura se ha colado por el hueco de la claraboya, recordándole que ha arribado a Barcelona para volver a escuchar la luminusidad de las voces, el chasquido de los colchos de las cavas, la algarabía sospechosa de los cabezones y máscaras que se pierden en los baches de los libros de viaje. Para recuperar el color y la locura de las pajareras. Para espiar el silencio de los mimos y las fuentes con cascarones de huevos bailando en sus chorros, para tomar el té con shamanes indígenas perdidos entre callejuelas diminutas, para admirar un gato explayarse a la sombra de una tumba cóncava de barro. Para escuchar el quejido de las murallas,las ruinas y el llanto de las decoraciones incrustadas a las paredes. Mas sobre todo, para destruir la presencia ineludible de aquel que desea echar en el olvido y que el corazón se agigante ante los fragmentos de amor adosados al azogüe.

Laura Cepeda sale del baño con su toalla envuelta en el cuerpo. Por pura curiosidad se asoma nuevamente por el ventanal y es sorprendida por una brisa agradable que cubre la cara y los hombros. Ahora se percata de una jardinera de cemento vacía y abandonada a su propia suerte que roza con uno de los extremos del ventanal. También le sorprende el decorado de las hileras de rosetones, vitrales, persianas, tragaluces y rejillas de frente, como pequeños escenarios ocultos en los cuales cualquier acción dará comienzo. Le llama la atención una terraza en el tope del edificio del frente, con barandas que se componen de piezas de hierro art noveau, que trepan y se enganchan unas a otras, como una fuerte enredadera que quiere estrangular a su oponente. Con la brisa del atardecer, unos girasoles sembrados en tiestos anchos y profundos, se abalanzan por las barandas de aquel edificio, como seres de otros planetas que se tiran al precipicio. En aquel espacio que se abre al cielo, hay mesas de estilo moderno con sombrillas sujetadas al centro. Es cuando Laura Cepeda advierte, que sobre uno de los costados de la baranda, se recuesta una sombrilla de mujer color rosa chamuscado, con mango de madera decorado en diseños de metal plateado, recordándole un tiempo pasado nouveaux-rich. Aquella sombrilla pudiera haber sido el complemento de un indolente sombrero de ala ancha, zapatos de charol con escote puntiagudo, cerrando coquetamente en lazos, junto a un traje ceñido en cuadros multicolores emitiendo destellos metálicos como aureolas de ángel, todo dispuesto para una mujer de labio pálido, de ojos claros e indecorosos, distracción y deseo en la larga paz disfrutada de aquella ciudad.

Posiblemente una extranjera de principios de siglo veinte huyendo de trópicos agresivos, apoyándose coquetamente en su sombrilla y recorriendo La Rambla. Disfruta de los artículos en las vitrinas, inspecciona y rebusca los interiores de las tiendas para adquirir medias de seda amarillas, rojas y plateadas, zapatos entretejidos con hilos de plata, jabones perfumados, abanicos valencianos pintados a mano y aguas de colonias francesas encerradas en atomizadores de cristal fino que cierran en tapa de metal labrado. ¿Cuándo comenzó a deslizarse aquel mundo? ¿Por qué finalizó como un hongo de guerra que crece y se expande, con su única flor irradiando desde el centro mismo del pecho?

La noche ya arropa la ciudad. Laura Cepeda se aleja del ventanal y decide abrir la maleta de ropa, de donde saca un inmaculado camisón blanco que introduce por la cabeza. Instala y conecta su laptop en la cama y toma el teléfono para ordenar un servicio de cava con un platillo de cerezas. Esperando por el servicio, hace inventario de la habitación que incluye: una cama demasiado grande, como necesitando que alguien más se acomode en ella, una butaca de cuero marrón curtido y magullado, una mesa de noche con su lámpara y un escritorio con un televisor pequeño en el centro. Ahora Laura Cepeda escribe:

Era la primera década del siglo veinte y no había nada que seduciera más a esta extranjera que los cafés y las tiendas de importación del grano con su variedad de cosechas traídas de Africa, Brazil y Puerto Rico. Una historia de seducción es aquella extranjera con el pelo tupido rizado, un perfil de mandíbulas delicadas y tres hileras de perlas encrespadas a su cuello. Sentada se encuentra ahora en el Café Torino, con su decoración modernista de líneas torcidas, hierros flexionados y columnas con diseños pintados de enredaderas y flores. Aquella extranjera con su torso y cuello delicados ahora enroscada a otro. Se abrazan, evitando así ser víctimas del tigre que no olvida. En la mesa de tope de mármol, hay dos copas de cristal martillado de un fino brocado de cuatro pulgadas de alto. Cilindros fálicos que presagian buenos tiempos. Al fondo de la escena una niña corre detrás de su padre en la acera del frente y un par de abejas disfruta las entrañas de la flora en una maceta de la acera. Todo es casi una pieza musical de película silente.

El timbre de la puerta ha sonado y Laura Cepeda sale del espectro de la escritura, recibe al mozo con propina en mano, cierra la puerta y se sirve una copa de cava. Mientras disfruta de unas cerezas continua escribiendo:

El Passeig de Gracia con sus decoradas fantasías es el alimento luminoso producto de miles de trabajadores atados y en franca guerra con el poder. Licencia dramática que toma cualquier extranjero cuando quiere elevar la vista y quedar postrado a la alquimia poderosa de esa arquitectura que habla de mundos submarinos, de fitoplanctons solitarios y encantados, con su teca dispuesta a disparar líquidos venenosos. Recuerdos de barcos a la deriva y vientos sospechosos que presagian pulpos o calamares gigantescos con tentáculos que marchitan las embarcaciones con su mera presencia. Memorias de tierras ondulantes con caminos encrispados y plataformas enrizadas en espacios íntimos. Pilares, columnas y capiteles que terminan en grupos florales desconocidos, hablando de sudores de colonias tropicales con hombres y mujeres africanas de carnes frescas y a la merced del amo. El amo apretando su bestia hasta engancharla por las nalgas brillantes de sudor, rompiendo así las delicadas membranas y capilares. Aprieta el amo con furia y rabia, aprieta hasta que brota una esperma caliente y espesa. Ya el amo está satisfecho y tira su víctima contra los troncos de las cañas y los bejucos de las guajanas que se columpian al ritmo del calor de mediodía. Filí Melé extraviada en los cañaverales buscando a su amante ultrajado, gitana que habita las ruinas moriscas de un códice clandestino.

Laura Cepeda se incorpora, estira su cuerpo y camina por la habitación. Intrigada por unas luces en blanco y negro danzando en una de las paredes, sigue con la mirada el túnel de luz que brota desde el ventanal, para descubrir que se proyecta una película en blanco y negro en aquel balcón. Es un pietaje de una cinta desvencijada, desunida y quebrada, a juzgar por los cortes y rayados del celuloide y el sonido descuartizado por los años. Es Billie Holiday que interpeta una melodía para un nutrido grupo de hombres y mujeres jóvenes, bien vestidos e inmaculadamente peinados. Se les ve animados y con drinks en la mano conversar entre ellos Hay flirteo, sonrisas y carcajadas. Eros flota en aquel mirador. Un grupo de mozos con pantalón negro y camisa blanca se mantienen ocupados llevando y trayendo bandejas. La queja, el gemido, el clamor y el gran amor a la vida en el cual se desenvuelve el jazz y el blues es desatendida por un grupo de gente todavía enraizada en aquellos años noventa, en donde el producto-dinero-fácil era todo lo que se necesitaba. A nadie le interesa un pietaje fílmico donde sobresale la violencia, la crudeza y el horror personal de Billie confundido con los ruidos de carnaval y las luces de vaudeville de las múltiples lociones y aceites para bronceados, los vestidos ceñidos al cuerpo y las joyas de esa terraza. Entre tanto, en la pantalla, Billy interpreta una canción con admirable dicción en el escenario del Teatro Apollo. Billie que mobilizó miles de fanes por la forma personal de vocalizar su vida caótica. Prostituida por la pobreza, la calle, las palizas, el alcohol, la marihuana, el opio y la heroína y que ahora canta Strange Fruit ...Blood at the leaves and blood at the root, símbolo de la historia rota de aquel país. Nadie se ha enterado que en aquel gran balcón decorado con dos arcos, una línea de frisos pintada en azules y un pequeño nicho, donde habita algún dios olvidado de cuernos y ojos centelleantes, Billie se muere cantando una vez más. Nadie se entera a excepción de Laura Cepeda que observa por los cristales del ventanal de su habitación, curiosa y extrañada de encontrar a una negra abandonada a su suerte en una terraza catalana.

Laura Cepeda se alejó del ventanal, verificó la hora, apagó la computadora y la luz del aposento y se desplomó en la cama para quedar dormida en un instante. La bandeja de cava a medio terminar y el platillo todavía con cerezas yacen en el parquet. Ahora Laura Cepeda sueña con tres mujeres de paso lento caminando las calles de Madrid, mientras evaluan clínicas de estética y comentan sobre cine y dietas vegetarianas. Por una tarde se mueren de la felicidad de estar compartiendo juntas este momento. I got you under my skin, Frank Sinatra les canta al oído desde un bar cercano un himno persuasivo y convincente, como un regalo que se confunde con el empapelado del cante jondo de un grupo de gitanos cantando sevillanas. La risa de la madre de Laura Cepeda se asoma a la escenografía con la fluidez de un idioma conocido, viejo y melancólico. La risa de su madre que se transporta como el gato de Chesire se mostraba en el centro del cielo. La risa de su madre se repite en el timbre de la voz de esos gitanos a por sevillanas.

Las tres mujeres descubren a Madrid a través de callejuelas larguísimas, pasadizos, plazas y escaleras que conducen a otros pasillos que como ombligos encaracolados y adosados a la piedra, a la tierra y a la corteza de muchos significados, comienzan o terminan en más plazillas sujetas a espectáculos religiosos o paganos. Como si se nutrieran de una inmensa caja morisca llena de racounteurs que solo cuentan sobre más caminos recónditos, parques apetecibles y cafés jubilosos en donde la gente procura cañas y más caña, vinos y cavas.

La fantasía del sueño tomó otro giro cuando Laura Cepeda se enfrenta al centro de una cueva y a una extraña enredadera dentro de una maleta. Es un escenario campestre sembrado de musgos húmedos y flores silvestres. Dan ganas de recostarse en el suelo y quedarse dormida dentro de este sueño. Mas la maleta de piel de vaca con aquella rara planta le produce una extraña fascinación, pero también miedo. A Laura Cepeda se le ve sudorosa corriendo por un pastizal de distintos matices de verdes con una mochila al hombro de cuero viejo, llena de rasgaduras y con los cierres inservibles. De súbito la enredadera se alarga y crece dentro de la mochila apropiándose del cuello de Laura Cepeda.

Precisamente con sudores Laura Cepeda abrió los ojos, tratando de recordar dónde se encontraba. Reconoció el ventanal a un costado y de inmediato dejó la cama dirigiéndose hacia este para tomar un poco de aire. Casi no puede respirar. Es posible todo haya sido producto del jet lag. Había leído en alguna revista de salud que el cambio de horario y la altura provocaban una alteración temporal de las neuronas creando sudores intensos, transtornos del estómago y malos sueños. Afuera unos cuantos balcones permanecían abiertos y a medio oscuras, con algún habitante fumando su último cigarillo o tratando de hacer alguna llamada por un celular. Curiosamente la jardinera (¿Será la misma jardinera que vio esta tarde?) ahora estaba sembrada con una tupida enredadera. Una miríada de estrellas se asomaba a la noche como pequeños ojitos de alguna ave apócrifa. En este hotel discreto, de estilo mínimo y tonos apagados, con su decoración monocromática y ventanales cubiertos de cortinas en colores recatados, los capítulos de la existencia se trastornan, como se alteró la presencia de la muerte de un rey rodeado de las pinturas de Hieronymus Bosch. A Laura Cepeda le pareció ver un hombre con la cara profundamente desfigurada, que parecía en cualquier momento podía sangrar por sus capilares por la poca piel que le quedaba.

'Porque las penas no se esconden ni se reparten', se dijo, porque Laura Cepeda está aquí para amigarse con el insomnio del que hablan las sagas de Islandia, para que los dioses Aesir y Vanir le brinden la gracia y delicadeza de los movimientos de los Elfos. 'Por eso no tiene sentido esta pesadilla', se repitió o preferiria pensar que no tiene sentido. Laura Cepeda se tornó hacia su habitación topándose con la bandeja de cava y cerezas, entonces decidió echarse al parquet y en plena oscuridad cogió la botella de cava. Bebió y bebió hasta tragarse todo el espumante. Se sintió relajada y hasta sensual y en definitiva estaba algo borracha y por ende lista para caer en los brazos de Morfeo. Y en efecto Laura Cepeda se echó a la cama y durmió tranquilamente por unas horas, despertando de golpe gracias a un hilo de luz que se había introducido a la habitación. '¡Qué extraño!', pensó.

De inmedito oyó una respiración honda y lenta junto a un quejido como de cachorro herido muy cerca a ella. Se quedó quieta, es decir con la respiracion y la mirada como piedras adosadas a una cantera. Se preguntó cuán cerca estaba ella de esa presencia y quiso morirse allí mismo cuando concluyó que quién quiera que fuese estaba solo a unas pulgadas. Se imaginó que realmente no había despertado, de tal forma que ahora mismo era protagonista de otra pesadilla. Mas aquella presencia absorbió y expelió el aire con tal agudeza que sintió el calor de su rebuzno en el cuello. Ahora sintió como la cama se estremecía al vaivén del movimiento de aquella persona y de inmediato le llegaron unos escalofríos profundos, seguidos de sofocones y sudores. Sintió unos pasos secos en el parquet como suelas de goma moviéndose rápidamente. En seguida, un hombre con ropa elegantemente casual se presentó delante de ella, dándole las buenas noches, mientras le agarraba los brazos y le hundía una de las piernas en el pecho. Esta vez Laura Cepeda entendió que no estaba soñando, mas fue muy poco lo que acertó a entender o tal vez entendió demasiado ya que se desmayó en el acto. El hombre le quitó el camisón y la volteó. Tal vez prefiriendo no sentir, Laura Cepeda trasladó su mente a un túnel diamantino lleno de sombras. Dentro de ese resplandor ella estaba pero no estaba, mas tampoco parecía ubicarse en su inconsciencia. El hombre abrió su bragueta, sacó el miembro poderoso e intenso y lo penetró en el centro de las nalgas de Laura Cepeda. Arqueando el cuerpo y echando su frente hacia atrás trotó y trotó encima de la yegua caliente. Una vez sincerado y abastecido, sacó el músculo ahora flácido y pequeño, pasó su lengua por las nalgas de Laura Cepeda e introdujo los boquetes de la nariz por la rajadura. El hombre tomó ahora una mochila chamuscada por el uso y con los cierres inservibles y sacó una cámara.

No existe una noche más radiante que la primera noche de una turista apacible. En la calle, los pocos transeúntes continuaban su paseo nocturno a la par que los balcones se fueron apagando. En el pasillo se escuchaba el abrir y cerrar de puertas y la algarabía de otros huéspedes. Una mujer que recién llegaba de la juerga nocturna se asomó a su terraza y le pareció ver la silueta de un hombre que se movía de forma extraña en aquella pieza de hotel. Al enfocar la vista llegó a la conclusión que se trataba de un fotógrafo profesional, a juzgar por el trípode, una cámara, dos focos a ambos extremos de la habitación y el flash automático que disparaba con celeridad.




Texto, Copyright © 2006 Lourdes Vázquez.
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Última actualización: julio 2006

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