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La gripe del pollo y nuestras circunstancias, ¿quién pagará los patos rotos?
por Samuel Serrano S.
La escalofriante novela de García Márquez en la que un hombre sentenciado por dos hermanos sanguinarios y un pueblo indolente que no se digna a mover un dedo para impedirlo se levanta la víspera de su muerte con la incómoda sensación de "hallarse salpicado por completo de cagada de pájaros" y su madre, a pesar de los dones adivinatorios que caracterizan a las matronas de Macondo, no consigue descifrar en su sueño ninguna señal funesta vuelve a ser actualidad en nuestros días, no porque su título contundente —que ha terminado por convertirse en un cliché de los mass media para rotular con la celeridad y el entusiasmo que los caracteriza a cualquier tragedia anunciada— se preste para hablar de nuevo de algún crimen político o un desastre natural causado por la lluvia o la sequía, sino porque las aves, y sobre todo las de corral, se han convertido de repente en una de las principales amenazas de nuestros días.
No se trata, claro está, de que, como sucede en la película de Hitchcock, debamos enfrentarnos con marejadas de pájaros que pretenden sepultar el mundo con sus alas, ni que tengamos que estar pendientes, como las huestes del Cid Campeador, de si la corneja estaba a la diestra o a la siniestra, sino de una amenaza pedestre que no por eso deja de ser menos ominosa; se trata, claro está, de la llamada gripe aviar o del pollo que nunca antes, y valga la redundancia, había sido tan cacareada como ahora. En efecto, la prensa y la televisión no cesan de bombardearnos cada día con imágenes siniestras de gallinas, pavos y patos confinados en galpones que parecen urdir nuestra desgracia con su lánguido cacareo, pero ¿estamos en realidad ante el peligro de una pandemia de alcance planetario que pueda ocasionar una mortandad cercana a las ocho cifras como pronostican los más pesimistas o se trata simplemente de uno más de esos rumores que cada tanto echan a rodar los medios para excitar nuestra imaginación abúlica, de seres hipercivilizados y garantizar de esta manera la sintonía de los noticieros con amenazas apocalípticas?
Las autoridades sanitarias de la UE intentan minimizar el riesgo con mensajes tranquilizadores y nos dicen que las cifras aún no son alarmantes, pues hasta ahora la cepa h5 n1 del virus, que es la más ponzoñosa, ha atacado tan solo en 117 ocasiones al hombre, causando únicamente la muerte de sesenta personas en Asia y todavía no se ha detectado ningún ser humano afectado por el virus en los países miembros de la Unión. Pero el peligro ya empieza a despuntar en las fronteras y se cree que justo esta semana ha dado el salto a Grecia donde amenaza con extenderse como un reguero de pólvora: primero fue Turquía, donde cientos de pavos que medraban tranquilamente en las granjas situadas a orillas del Bósforo tuvieron que adelantar su suerte de terminar convertidos en festín navideño y debieron ser sacrificados de golpe y sin contemplaciones por los veterinarios para tratar de reprimir el primer brote de la enfermedad; luego fue Rumania, donde miles de sus congéneres, los patos que nadaban placidamente en las aguas del delta del Danubio, siguieron igual suerte tras detectarse que dos de ellos habían sido contagiados por el virus letal. Ahora los pavos y las ocas aguardan su turno para el degüello en las islas griegas y los granjeros —que como los oficinistas de Poeta en Nueva York saben que "debajo de las multiplicaciones/ hay una gota de sangre de pato"— se echan las manos a la cabeza y se preguntan angustiados ¿y ahora quién pagará los patos rotos?
Las autoridades de nuestro país continúan por su parte lanzando mensajes tranquilizadores en los que se alaba nuestra infraestructura hospitalaria y se exagera diciendo que tenemos suficientes vacunas almacenadas para inmunizar a todas nuestras aves de corral, desde las más grandes a las más pequeñas, vale decir desde los avestruces a las codornices pasando por los pavos, gansos, patos y gallinas. Pero lo cierto es que lo mejor sería confiar en que el capricho de las aves migratorias —que al parecer son las principales encargadas de extender el contagio— no terminara ocasionando que la enfermedad entrara en casa y el peligro terminara disolviéndose como esos huracanes terribles que al acercarse al litoral van amainando su fuerza hasta convertirse en una tolerable lluvia tropical.
Mientras pasa el peligro o arrecia la tormenta los biólogos vigilan la salud de las garzas, calamones, cercetas y demás palmípedas migratorias en el parque de la Albufera, el coto de Doñana, las salinas del Cabo de Gata y demás aguazales que sirven de morada temporal a estas viajeras, y los propietarios de granjas recluyen a sus aves en galpones aislados con impermeables que les dan una apariencia de leproserías y dotan a sus empleados de guantes y monos de hule para evitar el contagio al tiempo que repiten constantemente que la gripe en nuestro país se encuentra controlada y que los pollos y huevos de España son los más saludables de la Unión. Pero los que leímos en nuestra adolescencia La peste de Camus no nos hacemos ilusiones, pues sabemos muy bien que luego de aquellas ratas borrachas que salían a morir en todas partes en la horrible ciudad de Orán, empezaron a caer también los infelices humanos que no entendían que aquel siniestro desfile de roedores moribundos era el preludio de la danza de la muerte que volvía con distinta máscara para hermanar de nuevo al príncipe y al mendigo en una misma tragedia. Se me dirá que los tiempos han cambiado y que nada tiene que ver la inmunda factoría colonial de Orán descrita por Camus con nuestras asépticas ciudades europeas, en donde las basuras son recogidas cada día y depositadas en vertederos a miles de kilómetros para que no inficionen e el aire, pero los virus son nuestros enemigos más acérrimos y como las pesadillas también saben mutar de rostro y adaptarse a nuestras circunstancias.
Texto, Copyright © 2006 Samuel Serrano S.
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