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El azar de las lecturas: Del asombro de vivir
por Rafael Fauquié
Chesterton dijo: "Voy a envejecer para todo. Para el amor. Para la mentira. Pero nunca envejeceré para el asombro. Siempre me seguirán asombrando las cosas elementales". Quevedo, por su parte, había argumentado algo parecido: "Nada me desengaña, /el mundo me ha hechizado". ¿Qué es el asombro sino una humanísima reacción de nuestra inteligencia ante las sorpresas que no cesa de depararnos el universo? El asombro puede conducirnos a entender o a tratar de entender el mundo a través de nuestros propios imaginarios. Puede, también, ser una forma de antídoto contra la gris homogeneidad o la insoportable rutina de lo cotidiano. El asombro nos conduce por entre medio de los rumbos de la vida y puede incitarnos, incluso, a tratar de expresar nuestras interminables perplejidades ante ella.
Convertir su asombro en arte es el destino de los más genuinos creadores. Esos asombros, expresados en la obra por ellos construida, los expresa. Los escritores, por ejemplo, son reflejados por palabras que, necesariamente, aluden al itinerario de sus sentimientos y memorias. El escritor escribe para entender, pero ese entender es, también y sobre todo, un entenderse dentro del mundo, una forma de autodescubrimiento, hallazgo o comprensión de certezas y convicciones que lo identifican y ubican dentro del tiempo común de todos los hombres.
El mundo es, de muchas maneras, la percepción que nos hacemos de él, la forma como lo dibujamos a través de nuestras propias representaciones. Todo ser humano vislumbra el universo a través de sus ideas: atalayas desde las cuales avizora o entiende la realidad por entre la distancia, la rutina, el vacío o la confusión. Ideas que lo llevan a ilustrar el mundo con colores familiares, cercanos. Ideas con las cuales alimentar o responder a sus inacabables sorpresas. La literatura podría entenderse como la palabra del escritor que se esfuerza por convertir esos dibujos de la vida que son las ideas, en imágenes que ilustren extrañezas, miedos, hallazgos, respuestas...
La imagen de la idea y la palabra como mediaciones naturales entre la conciencia y la realidad, construirá una de las más importantes metaforizaciones de la escritura borgiana: distinguir el universo como algo inseparable de esa voz humana que lo nombra; o, dicho de otra manera: las cosas son en cuanto que alguien las percibe; lo desconocido no existe para la comprensión humana, lo que se ignora es como si no fuese. Borges emblematizó esta visión en el dibujo de universos donde las cosas existían sólo en la medida en que unas voces las nombraban o unas miradas las percibían. "Las cosas —dice en su cuento "Tlön, Uqbar, Orbis tertius"— se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando las olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro". La mención a la filosofía de Berkeley permitió a Borges enunciar estas ideas de una forma mucho más directa: "Sólo existen las cosas en cuanto son advertidas ... Berkeley con esa escasa fórmula ... nos descubre que la realidad no es un acertijo lejano, huraño y trabajosamente descifrable, sino una cercanía íntima, fácil y de todos lados abierta."
Si la realidad es, sobre todo, la percepción que los hombres tenemos de ella; o si los hechos suceden, esencialmente, en el interior de una conciencia humana, entonces el dibujo de nuestras percepciones proyectado sobre una obra de arte, sobre un libro, sobre un poema, permitirá la más espiritual forma de contacto entre los hombres: la conciencia del artista, del escritor, en diálogo con la conciencia del espectador, del lector. En uno de sus ensayos, "El enigma de Edward Fitzgerald" (Otras inquisiciones), Borges metaforiza sobre este diálogo: Omar Khayam el persa, es traducido, siete siglos después de haber escrito su obra, por Edward Fitzgerald el inglés, y esa traducción dice Borges, estableció una perfecta y simétrica reunión de dos almas alrededor de un conjunto de textos. Era el espíritu de la palabra literaria o de la eternidad del espíritu que reunía, por encima de las edades, a dos seres humanos: diferentes y, sin embargo, hondamente semejantes.
El propio Borges, desde el comienzo de su aventura literaria, reiteraría una y otra vez su personal comunicación, su deuda, con autores a los que hubo de convertir en referencias constantes, o, más aún, en emblemas de su propia escritura. Escritores en los que, para él, encarnaba alguna faceta de la eternidad literaria. Escritores como Quevedo: emblema de una palabra arrolladora que, incluso en los momentos más banales, pareció apuntar hacia la perfección; o Cervantes: creador de una realidad literaria en todo sentido más verdadera que muchas de las realidades que puedan rodearnos; o Shakespeare, quien "a diferencia de nuestros ingenuos realistas, no ignoraba que el arte es siempre una ficción"; o Dante, quien con su Divina Comedia fue capaz de escribir "lo que fue, lo que es y lo que será, la historia del pasado y la del futuro, las cosas que he tenido y las que tendré..."; o Góngora: el primero en juzgar que un libro importante podía prescindir de un tema importante; o Whitman: una voz genésica que parecía describir el mundo humano con pureza y totalidad bíblica; o Mallarmé: autor de una alquimia literaria en cuyo producto final parecieran concluir todos los instantes de la vida; o Flaubert: "el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir"; o Wilde, escritor de las verdades más profundas pronunciadas siempre bajo el tono de la frívolidad o la ligereza. Y, ya más cercanamente en el tiempo al propio Borges, a Macedonio Fernández, quien "cometía el error generoso de atribuir su inteligencia a todos los hombres"; o Groussac y Alfonso Reyes, para quienes escribir pareció ser un fácil gesto realizado sin esfuerzo alguno; o Valéry: encarnación de una forma única de vivir literariamente e interminablemente escribir la vida.
"Paul Valéry -dice Borges- nos deja, al morir, el símbolo de un hombre infinitamente sensible a todo hecho y para el cual todo hecho es un estímulo que puede suscitar una infinita serie de pensamientos ... De un hombre que, en un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden". Personalmente, siempre he pensado que estas minuciosas identificaciones que Borges estableció en Valéry lo aludían muy principalmente a él mismo; por ejemplo, en el inconfundible y tantas veces proclamado horror de Borges por cualquier forma de desmesura: teorías demasiado vociferadas o vociferantes, dogmas escritos bajo el fanatismo y defendidos con exceso de grandilocuencia y estupidez, pasiones comunes gritadas en coro, idolatrías veneradas demasiado colectivamente...
Borges convirtió, también, determinadas metaforizaciones literarias en símbolos genuinamente propios. Identificó, así, su escritura con el tema del imposible anhelo por alcanzar una inaccesible página definitiva; tarea, según él, sólo permitida a Dios. "Nadie -dirá en El hacedor- puede escribir un libro. Para/ Que un libro sea verdaderamente,/ Se requieren la aurora y el poniente,/ Siglos, armas y el mar que une y separa". O, como dijera en El libro de los prólogos: "El concepto de texto definitivo, no corresponde sino a la religión o al cansancio". Ensayos, cuentos y poemas de Borges, juegan frecuentemente con la aspiración inaccesible del descubrimiento de una palabra que logre abarcar a todas las otras, que pueda compendiar todos los actos, todos los saberes y todas las memorias de los hombres. Fetichismo de una palabra total capaz de nombrar La Verdad: única y con mayúscula. De allí la causa de esas tan frecuentes evocaciones borgianas a la Biblia o a la Cábala: textos sagrados evocadores de una voz divina; palabra única, absoluta e inequívoca.
(Por cierto, en la Cábala, existe una imagen que es expresión máxima del poder del verbo y, por ello, sedujo totalmente a Borges. Me refiero al mito del Golem: imagen de un hombre que vive gracias a la palabra del Dios que lo nombra y alienta con su voz. La sugerencia, por demás fascinante, magistralmente resume la milenaria imaginería de nuestra tradición judeocristiana: un universo creado en la voluntad de un Dios que es, ante todo, la fuerza del Nombre).
Todas estas reiteradas alusiones a la existencia de la palabra ilimitada, parecieron acompañar la convicción de Borges de que ésta estaba fatalmente fuera del alcance de los hombres. Borges sabía bien que el lenguaje humano era, por sobre todo, falible, incapaz de nombrar lo esencial, eso que realmente cuenta; sabía que el hombre estaba limitado por la debilidad de una palabra condenada a ser insuficiente. Tal vez por eso alguna vez se había preguntado, convencido de la inaccesibilidad de su anhelo, por el hallazgo de voces perfectas para esa ocasión única en que fueran empleadas: "¿Por qué no crear —se interroga a sí mismo— una palabra, una sola, para la percepción conjunta de los cencerros insistiendo en la tarde y de la puesta de sol en la lejanía? ¿Por qué no inventar otra para el ruinoso y amenazador ademán que muestran en la madrugada las calles? ¿Y otra para la buena voluntad, conmovedora de puro ineficaz, del primer farol en el atardecer aún claro? ¿Y otra para la inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza?".
La palabra de la que se valió Borges fue una palabra amplia que parecía reunir en ella las más variadas argumentaciones e imágenes. Palabra poética que, como alguna vez dijo Octavio Paz, parecía llegar hasta nosotros, sus lectores, desde los tiempos del principio de la voz humana, del remotísimo comienzo de la poesía. Palabra atemporal siempre segura de su eficacia precisa y única. Ensayos, poemas y cuentos de Borges se asemejan siempre en la peculiar intensidad de una voz poética que lograba desvanecer los frágiles linderos que existen entre los géneros literarios. Alguna vez hubo de preguntarse Borges sobre la definición de la poesía, para terminar por reconocer en ella la misma imposible identificación que existe en la plenitud, la perfección o la belleza. "Yo tampoco sé lo que es la poesía aunque soy diestro en descubrirla en cualquier lugar ... Al cabo de los años, sospecho que ella está esencialmente en la entonación, en cierta respiración de la frase".
Un signo que, por sobre cualquier otro, logra identificar la palabra de Borges es el de la aparente sencillez, una sencillez junto a la cual nuestro idioma llegaría a alcanzar una de sus cimas más altas, un estilo de escritura que parecía rendir culto supremo a la concisión y a la exactitud de razonamientos que -sentimos- no podrían haber sido expresados sino con las puntuales palabras que su autor supo escoger.
La escritura literaria —que es, por sobre todo, opción: una forma de decir eso que queremos decir o revivir con ella— puede ser o puede convertirse en una forma de evitar hablar o, en todo caso, de hacerlo en voz baja. Un hablar silencioso, mesurado, más pausado y definitivo, menos circunstancial que la palabra pronunciada en voz alta. Escribir se convertiría, así, —y es evidente que en eso se convirtió para Borges— en itinerario de descubrimientos hilvanados lentamente en medio del azar de los días, en laborioso esfuerzo exclusivamente deudor de la voluntad del escritor por llevarlo a cabo. El escritor descubre que ese esfuerzo nunca ha cesado de reflejarlo, que él evoca de mil maneras diferentes sus actos, sus gestos, sus miradas. Lo que es una opción de vida se convierte en una opción de escritura, una metaforización del tiempo vivido.
ÃEn suma, palabra literaria y existencia humana se parecen, se aluden. Y ambas tienen en la memoria del escritor un esencial nexo común. La memoria que recuerda, con lucidez, inteligencia y sensibilidad particulares, se encarga de dibujar los significados de la experiencia conocida. La memoria construye a su manera. Ella ordena, une, diversifica, borra, altera, reescribe. Pero la memoria puede confundir lo que nos ha sucedido con eso que alguna vez imaginamos, soñamos o leímos. El recuerdo puede hacer coincidir lo que efectivamente pasó con lo que sucedió sólo en nuestra imaginación o lo que sucedió a otros y éstos nos contaron. En el caso de Borges, y expresado por él, lo leído puede ser muchas veces más importante —y por lo tanto más recordable— que lo vivido. Lecturas, hechos reales, la anécdota de lo verdadero a la zaga de lo imaginado o soñado: en Borges todo pareció ir encontrándose en una escritura que describía el testimoniarse de un hombre desde sus sueños y vivencias, desde sus asombros y pensamientos, desde su erudición y fantasía.
En un artículo, "La nadería de la personalidad", aparecido en su primer libro Inquisiciones, del que, por cierto, tantas veces renegara el mismo Borges, se lee esta tajante certeza: la personalidad de los seres humanos está, esencialmente, hecha de momentos, y, como ellos, es algo cambiante, contradictorio, puntual. No existe, según Borges, nada capaz de definir a un individuo para siempre, porque cada quien es en esa construcción peculiar que el día a día le ha hecho ser, apenas una edificación parcial reflejo de las circunstancias vividas. Era la convicción de un Borges contundente y juvenil y, desde luego, como convicción, muy discutible. De hecho, él mismo pareció refutarla con su vida y con su escritura. Ciertas admiraciones que parecieron identificarlo por siempre, serían recogidas por una palabra literaria que las convirtió en inmodificables trazos de su rostro. Un rostro que envejeció inseparablemente unido a la palabra literaria que lo aludiría desde, por ejemplo, las descripciones de la eternidad del espíritu dándole un sentido a la historia, o desde el amor por Buenos Aires, o desde la identidad de la memoria, o desde el esfuerzo por escribir los sueños, o desde la minuciosa curiosidad por el gaucho, o desde la convicción de que la realidad literaria podía ser más contundente que la realidad real, o desde la certidumbre de un azar o un orden absoluto contradictoriamente hacedores ambos de las leyes del universo, o desde la obsesión de los espejos, o desde la admiración por los tigres, o desde la mitificación de la ceguera, o desde la certidumbre de las inabarcables posibilidades de los sucesos en el tiempo, o desde la devoción por El Quijote, La Divina Comedia o las Mil y una noches, o desde la convicción de que absolutamente nada en el universo podía no ser susceptible de servir de estímulo al pensamiento.
Una frase de Borges es muy frecuentemente recordada: "Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído". Tal vez por ella Borges y sus admiraciones y sus asombros han entrado a formar parte de esa ambigua superficie en la cual se quiebran los límites entre la verdad literaria y la verdad real. Borges, personaje humano, ha terminado, también, por convertirse en ícono literario. Alguna vez, Borges dijo de Macedonio Fernández que en éste el cuerpo era casi un pretexto para su espíritu. De igual manera, de Borges podría decirse que su existencia fue casi un pretexto para su escritura. En sus propias palabras "... yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica".
A la muerte de Borges, en seguida, comenzaron a circular numerosos textos apócrifos supuestamente escritos por él. Era la mejor metáfora de la literarización de un hombre y de una vida; conclusión que, en última instancia, dejaba abierta la continuidad de esa palabra que seguiría existiendo más allá del tiempo físico de su creador y que parecía destinada a eternizar un inconfundible rostro literario. Fue, quizá, el mejor, el más preciso epitafio para ese hombre que, tal vez hastiado de tanta realidad y consciente de su limitación para expresar toda su extrañeza frente a ese peculiar e, incluso, absurdo mundo que lo rodeaba, un día había dicho: "El tiempo es la sustancia de que estoy hecho ... El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges."
Texto, Copyright © 2005 Rafael Fauquié.
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