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El ombligo que no cesa
(A propósito de las exposiciones de Gauguin en Madrid)

por Diego Moya


Las cosas del arte transcurren hoy día entre la confusión total y las reacciones comprensibles de establecer puntos firmes de referencia. No hace falta ser muy entendido para apreciar estos dos polos, pues somos acosados sistemáticamente por ellos a través de Ferias Internacionales y otras actividades expositivas más locales. Desde luego, la parte correspondiente a la confusión es la más evidente, pues incluso dentro del "todo vale" imperante, también valen los intentos más integristas del extremo opuesto, que se ven así, entre el rechinar de dientes de más de uno de sus defensores, envueltos en el totum revolutum actual.

Afortunadamente para los artistas, el nivel de libertad no conoce mejor momento, aunque cada vez se parece más al papel asignado a las creencias por nuestras sociedades modernas: al de la pura privacidad, dependiendo de factores azarosos el que aparezca o no el padrino que sepa colocar su "producto" en el nuevo y verdadero sancta sanctorum del arte: el mercado.

Así estaban las cosas hasta anteayer, antes del quiebro de una cierta esquina que ya se venía anunciando desde que Jean Hubert Martin montó a finales de los ochenta "Magiciens de la terre". Desde entonces (y para que la confusión no decaiga) un nuevo tema se ha ido abriendo camino a través de una realidad no controlable, pero anunciada: la globalización y sus corolarios migratorios, que han puesto patas arriba nuestras concepciones cerradas de la identidad, nuestros equilibrios sociales y demográficos, etc., etc.




Manao Tupapau

"Magiciens de la Terre" fue una intuición genial de un comisario desesperado por encontrar los fundamentos planetarios del arte, bajando hasta los rituales mágicos de los que seguramente arrancaron siempre: cuanto más creemos saber, más hacia atrás tenemos que mirar. La exposición desencadenó ya en su momento furiosas repulsas y amores entregados, amén de posteriormente estudios sistemáticos, y más recientemente alguna tesis, la última de ellas, que yo sepa, de un colega español metido también en estas tierras movedizas, José Freixanes.

Lo que señaló Martin en su discutida exposición fue en realidad el camino de vuelta, el bucle circular en el tiempo de un viaje memorable a los orígenes, el más valiente de ellos, en el que se dejó la vida Paul Gauguin. Coincidió casi un siglo más tarde de la salida de este hacia la Martinica, e insisto, volvió a señalar una gran incógnita y el sentido del viaje: la respuesta a las crisis creativas (¿cómo salir del naturalismo, por una parte, y de la evanescencia impresionista, por otra, en finales del XIX?, pero también de algunas contemporáneas) se encuentra en las "otras orillas", está en "los más allá". Referente metafísico muy querido por nuestra tradición filosófica, pero ahora, en los siglos del conocimiento materialista, traído a lo más real, aunque visto como sumamente peligroso: otros "más allá" con entidad propia, otras culturas densas aunque probablemente en riesgo de extinción, como muy pronto percibió Gauguin, nada ingenuo, por otra parte, ya a partir de su primer viaje.

Desde los años 90 del pasado siglo (del XX naturalmente), la oleada migratoria desde los llamados países del tercer mundo, es incesante. Los que hemos vivido el fenómeno desde la otra orilla (bien por nuestros viajes constantes a esos países, bien como otros que hemos incluso establecido bases más estables, como vivienda o hijos...), hemos podido apreciar el desconcierto, el recelo y la desconfianza crecientes en Europa ante tal fenómeno. Afortunadamente, y a pesar de la actitud reaccionaria de los que no quieren saber nada y echan tierra encima de hechos y escándalos evidentes, el debate se ha ido abriendo por pura necesidad, y nos encontramos ahora empezando a interesarnos por otras culturas, no ya como viajeros interesados y fascinados, sino como huéspedes obligados de la diferencia.




Jinetes en la Playa

Es innegable que el arte de estos últimos años ha estado atravesado por estas tensiones, sin que hoy en día, y a pesar de los intentos un tanto estrambóticos de, por ejemplo, la última Documenta, sigue en estado de conflicto, al que se le pueden dar respuestas desde muy diversos ángulos. Lo que no se puede hacer es ignorarlo.

Ignorar todo este cúmulo inquietante de nuevos problemas es lo que han hecho las exposiciones de Madrid dedicadas al Paul Gauguin anterior a los viajes. ¡Qué interés tan empecinado en encontarle como el "gran precursor de las vanguardias"! ¡Qué bien montada la maniobra de contextualización con los jóvenes simbolistas de la época, y sus descendencias! Como parece que las famosas vanguardias son ya agua pasada, la nueva academia ya tiene un lugar donde encajar muchas cosas. Pero, ¿es que alguna vez estuvo Gauguin fuera de ellas?

En realidad, es como si se quisiera reivindicar un Gauguin al margen de Gauguin, como si en el fondo, la crítica y la historia del arte contemporáneo no le hubieran dado la suficiente importancia como ese gran precursor que, efectivamente, fue, y ahora se quisiera desagraviar su memoria.

Y para ello, una vez más, ha habido que ignorar al "otro", ha habido que acotar artificialmente su trayectoria en un antes y un después de salir hacia sus viajes que, sin embargo, constituyeron (estos últimos) y mal que les pese a los nuevos catalogadores, los momentos cumbre de su pintura y la realización de su propuesta radical.




Merahi Metua no Tehemana

¿Cómo se puede querer hacer pasar que lo mejor de Gauguin es lo correspondiente a su etapa parisina? ¡Qué obsesión por demostrar que "ya estaba todo ahí", sin aceptar que lo que pasó en Pont Aven y en París , al contrario, no fue más que el prólogo de una historia cuyo despliegue encontró todo su sentido en los viajes a las islas del Pacífico!

En su rapidísima evolución dentro de la pintura (a la que, como todo el mundo sabe, llegó ya crecido), la intuición de lo primitivo como viaje a los orígenes del arte fue fundamental, y en este sentido los Museos suministraron las ventanas que, desde occidente, le pusieron frente a las realizaciones precolombinas, egipcias, etc., que enseguida admiró. Por otra parte, y en París, hacía ya un tiempo que los pintores llamados orientalistas (Guillomet, Fromentin...) despertaron un interés especial tras sus respectivos viajes al Maghreb, y abrieron una ventana importante al habitual paisaje europeo. No quiero entrar en este fenómeno interesante, lleno de contradicciones y fantasías sobre el que ha hablado, de nuevo un siglo más tarde, Edward Saïd. Lo anoto sólo como punto de referencia de algo que existía ya y que desde luego problematizó la visión gaugueniana, animándole a dar el verdadero salto: la temática de lo exótico debía sustituirse por la actitud realmente primitiva, personal, del propio pintor. Una actitud sin referentes en el arte europeo, impensable para la mayoría del mundo de la cultura coetánea, como puede imaginarse. Y, en un alarde de coherencia más allá de toda seguridad personal, el corolario de esta pasión sólo se podía culminar en el "gran viaje" a lo más lejano posible, a los confines de una civilización casi desconocida para occidente: las islas llamadas Marquesas, como única forma de realizar la posibilidad del "otro arte", ya entrevisto, eso sí, en los retiros de Pont Aven y Arlés. Porque su convencimiento es más profundo que el del mundo formal (en eso también es precursor de estas últimas décadas nuestras), va directamente al acto creador: "pensad más en la creación que en el resultado, es el solo medio de subir hasta dios, haciendo como nuestro divino creador". Nada de bromas, la pintura como el acto del artista-medium, del chamán; terreno al que volvemos incesantemente cuando queremos despojar de impurezas nuestra actividad y darle sentido.

Allí, de nuevo, lo religioso y lo profano se encuentran, en un acto único que incluye la vida: la pintura no es una "disciplina" de un saber escolástico, sino la actividad que permite desarrollar el sentimiento de unión con el cosmos, entiéndase éste como se entienda.




El caballo blanco

Los años pasados en las islas están llenos de datos interesantes al respecto, y demuestran un adentramiento sistemático, sin piedad, hacia sus objetivos: se embarca para Tahití, destino Papeete, pero pronto se da cuenta de que la cultura mahorí está allí bastante machacada ya en esas fechas, y que aquello no es más que una ciudad pequeño burguesa de las colonias. Así que se aleja a los pocos meses hacia Mataiea, frente al inmenso Pacífico, en una comunidad reducida de indígenas (ya cristianizados, por cierto, pero con el sincretismo tan habitual en estas latitudes, que le permite escudriñar entre sus nuevas creencias los rituales de mitos ancestrales). Es allí donde comienza su trabajo más etnográfico, al decir de Magali Melandri, estudioso del tema: apuntes sistemáticos en cuadernos, adquisición de pequeños fetiches, esculturas, bocetos de estudio para alcanzar la simplificación deseada desde hace tanto tiempo, pero transmisora ahora de verdad para el artista. Investigación en la mitología de las islas través de lecturas especializadas, que le lleva a detenerse en su tercer viaje en el Museo de Auckland (agosto de 1995), al que dedica todo un cuaderno de apuntes, y donde aprecia en toda su extensión la cultura de la Polinesia. Hace suyas las deidades vivas o muertas de aquella cultura, se adentra en su sentido, las muestra en los cuadros ("Te nave, nave", Tierra deliciosa,"Merahi metua no Tehamana", Tehamana tiene numerosos parientes...), en esculturas ("Oviri", la aniquiladora). En definitiva, está reinventando los orígenes a partir de los datos dispersos, fragmentarios que va encontrando de forma accidental. El mestizaje ya se ha producido: todo el imaginario primitivo de las islas es manejado por Gauguin como propio; ha entendido que ya que el paraíso no existe, hay que inventarlo, recrearlo, con los objetos dispersos que la vida va dejando aquí y allá, como objetos abandonados por la resaca del tiempo en las playas solitarias. Al fin y al cabo la tensión finalista que le corroe le permite observar las formas como meramente accidentales, y por tanto utilizables, siempre que se haya comprendido su sentido. No es un mero collage, evidentemente, sino un sincretismo de una gran fuerza espiritual, que se advierte también en la pintura de estos momentos: un tratamiento mucho menos esquemático que el de su etapa francesa, más armónico y pleno. Hecho este último que aboga, por si no estuviera claro todavía, por la superioridad de las obras de estos años de exilio voluntario.

Y adentrándose cada vez más en su deseo de alejamiento y pureza, finalmente se embarca de nuevo en 1895 desde Tahití a Hiva Oa, de las Marquesas, a un lugar siempre frente al océano, donde cree descubrir "el lugar más fascinante de la tierra, aunque también amenazante...", donde consigue construirse con las técnicas más tradicionales posibles su nueva y definitiva casa a la que llama "La casa del gozo", que resume bastante claramente la constante tensión del artista entre la religiosidad de sus objetivos radicales y su encarnación en hechos reales que le reconcilien con el universo, con la vida, más allá de la culpa. Allí sobrepasa también los temas típicamente maorís, y se enfrenta directamente con la naturaleza, con los caballos salvajes y playas, y accede a la pregunta definitiva "¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?", plasmada en ese cuadro-auto sacramental que hoy en día nos sigue dejando pasmados.

Y todo esto, como se sabe, rodeado permanentemente de dificultades, enfermedades que se curan mal en esas latitudes lejanas, problemas con las autoridades locales a las que odia profundamente como brazos ejecutores de una colonización sin límites... Conciencia política vivida como una denuncia ante el robo y el expolio, de la que tampoco se habla cuando se habla del pintor en esos años cruciales de su epopeya personal. Años de obras maestras, como no podía ser de otro modo, ("El caballo blanco"...) alejado de sus coetáneos, desobsesionado ya de su huella en occidente, manteniendo el hilo con la metrópoli sólo para su sustento a nivel material, y pendiente de alcanzar la síntesis finalista de ser y acto, la no escisión que permite el acto creador. Depuración trascendentalista que incluye (¿puede dudarse ya?) la propia vida, y en cuyo contexto, la enfermedad no es más que un elemento de desprendimiento.

Años donde sabemos que cada vez le costaba más pintar, sometido a la tensión definitiva que los cuadros tenían que manifestar y cuya consecución, probablemente, se escapaba ya al hecho artístico.

Que no quepa duda sobre la capacidad precursora de Gauguin, pero no en el estricto sentido que las recientes exposiciones le han querido dar, sino en algo que ya no podemos ver a estas alturas como "el viaje del último romántico", sino como el intenso buceo en otras culturas como metáfora, evidentemente, en su caso, de los orígenes, la fuente pura del acto creador. Una lección de cómo, desde una concepción típicamente occidental, se despierta la fascinación por el otro, que siendo sin duda todo un peligro (¿qué mayor peligro que la pérdida de la identidad?), se emprende el viaje a su encuentro, y de ahí surge el nuevo acto creador, por otra parte el de siempre, el que nos unifica como especie humana: tarea trascendental para un mundo como el de hoy en el que ya las fronteras han perdido gran parte de su sentido y en el que se está revelando, a nivel planetario, la nueva realidad interconectada, el flujo incesante de intercambios que nos colocan de verdad en otra visión, de la que fue un adelantado Paul Gauguin.




Texto, Copyright © 2005 Diego Moya.
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Última actualización: febrero 2005

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