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De cazadores de cabezas a cazadores de sueños: la amazonía en la literatura de viajes

por Antonio Pérez
(Fundación Kuramai)



PRIMERA PARTE

Doce tipos de RAVA
Breve comentario sobre los RAVA

SEGUNDA PARTE
[próximo número de Babab]

Dos libros finiseculares
La naturaleza amazónica
Los Jíbaro
Racismo, paternalismo y neorracismo
La corrección política (PC)

CONCLUSIÓN EN BRUTO
[próximo número de Babab]

NOTAS

BIBLIOGRAFÍA

Nada menos que en 1993, se publicó en España una reedición de una obra aparecida en el Reino Unido 122 años atrás [1]. Lo que, en 1871, según una definición eufemística no pasaba de ser una novela de aventuras para niños y, según críticas menos complacientes, era un rudimentario panfleto rebosante de moralina imperialista, por virtud de la reedición se convertía en un verídico relato de viajes por el Amazonas. Lo que en sus orígenes era delirante ficción racista, más de un siglo después adquiría tintes de verosimilitud autobiográfica; el público a quien estaba dirigida, dejaba de ser la infancia victoriana para transmutarse en los adultos de la posmodernidad española.

Más que deriva, un episodio así nos parece naufragio en letras grandes. Doble naufragio: el de la ciencia americanista (amazonista) española porque no ha sabido llegar hasta las casas editoriales y el de alguna de éstas porque todavía se dedica a recoger los restos de un naufragio ajeno y podrido -el del Imperio británico-. No de otra manera cabe conceptuar el lanzamiento al mercado de un deleznable subproducto cuyas últimas palabras retratan fielmente su aviesa intención:

"Espero que la historia de mis aventuras anime a los misioneros a emprender el viaje por el Amazonas y sus riberas, con objeto de difundir la verdadera fe entre sus salvajes moradores".

¿Estamos hablando de un caso aislado?: ojalá. Ojalá se tratara de la excepción que confirmara una regla según la cual España está al día en la lectura de los Relatos Autobiográficos de Viajes Amazónicos (RAVA). Pero mucho nos tememos que el caso del victoriano corruptor de menores sea nada más que el extremo de un panorama manifiestamente deplorable. Para comprobar la verdad de este aserto, primero hemos cartografiar el campo de la literatura asequible al público occidental en general y español en particular (Primera Parte); después, utilizaremos el análisis de un par de obras referidas a los Jíbaro (Segunda Parte) para avanzar en la hipótesis de que el último siglo no ha supuesto ningún gran progreso no sólo en los RAVA —lo cual, viéndolo desde el punto de vista literario, no tendría nada de extraño—, sino tampoco en la percepción etnográfica y naturalista del Amazonas.


PRIMERA PARTE

Doce tipos de RAVA

El estudio de los RAVA es casi tan amplio como el de la conquista del Amazonas. Pocos son los occidentales —entre los que, a estos efectos, incluimos a los latinoamericanos—, que hayan pasado por aquellas selvas y no hayan cedido a la tentación de memoriar esa parte de su existencia. La nómina incluye desde científicos puros hasta artistas de toda condición pasando, ¡ay!, por los inevitables aventureros. Dada la amplitud de la panoplia, intentar categorizar los RAVA es empeño arbitrario y, por lo tanto, abocado al fracaso. No obstante, dedicando más atención a los relatos más engañosos, sugeriremos una clasificación provisional, nada exhaustiva [2] y, desde luego, necesariamente farragosa:

        a) las Crónicas de los primeros descubrimientos —que, en el Amazonas, son tan posteriores a los caribeños y continentales que todavía no han terminado—, y las descubiertas y viagem científicas. Por mor de mantenernos dentro de los últimos tres siglos y mencionando sólo aquellos de destacada calidad literaria, empezaríamos con el gran Alexandre Rodrigues Ferreira y su Diário da Viagem Philosophica pela Capitanía de Sao-José do Rio Negro, más conocido como Viagem Filosófica ao Rio Negro (1783-1792; publicado entre 1885 y 1888 y reeditado varias veces, siendo una muy notable la facsimilar del Museo Goeldi de 1983). Otros científicos no demasiado conocidos en España serían el zoólogo Johann Baptiste von Spix y el botánico C.F. Ph. von Martius, abreviadamente Spix-Martius, minuciosos autores del Reise in Brasilien (1817-1820, editado en alemán en 1823; primera edición en portugués, en 1938; reeditado por Ed. Itatiaia en 1981). Asimismo, el Hércules Florence Viagem Fluvial do Tietê ao Amazonas (1825-1829, publicado parcialmente en 1875-76 y 1941 e íntegramente en una excelente edición del Museu de Arte de Sao Paulo Assis Chateaubriand 1977).

Y, obviamente, no podemos olvidar a los muy conocidos Alexander von Humboldt, Aimé Bonpland —de todos los exploradores, científicos o legos, del Amazonas, Bonpland es quien ofrece la personalidad más enigmática y las peripecias biográficas más apasionantes—, Henry Allan Bates, Richard Spruce [3] y Alfred Russel Wallace de quien quizá se pueda decir que, si no hubiera sido por el naufragio del Helen —el barco que le llevaba de vuelta a Europa—, hoy hablaríamos de wallacianismo en lugar de darwinismo [4]. El último de estos grandes naturalistas viajeros sería el contemporáneo Richard Evans Schultes, uno de los fundadores de la Etnobotánica, humanista y guía en el uso de los productos psicoactivos para buena parte de la intelligentsia llamada contracultural.

        b) Viajantes que toman a la ciencia como excusa para sus peregrinajes en busca de a saber qué —o científicos extensivos, valga la contradicción—. Los hay con pretensiones omnicomprehensivas como el mismísimo ex-presidente de los EEUU Theodore Roosevelt quien, en 1914, paseó por los contornos amazónicos; el título de su viaje fue Expediçao Científica Roosevelt-Rondon y su propósito oficial, coleccionar mamíferos y pájaros para el Museo de Historia Natural de Nueva York (cfr. Através do Sertao do Brasil, traducción brasileña, 1944)

También los hay sociologizantes como el Willard Price de The Amazing Amazon (1954, publicado en español en 1964 con el título El maravilloso Amazonas. Un mundo de riquezas sin límite), un irritante producto de la guerra fría, de la prepotencia norteamericana y del desarrollismo más deshumanizado —sólo habla de las riquezas que se pueden extraer del Amazonas, nunca de sus habitantes—. Y, con signo político opuesto, mencionaríamos los trabajos geográficos o de sociología extensiva del equipo dirigido en 1987 por el cubano Antonio Núñez Jiménez (En canoa del Amazonas al Caribe, 1992), apresurada expedición a la que, dicho sea de paso, asesoré entre laboral y oficialmente.

En esta misma categoría tendríamos que incluir la parte escrita y, en especial, la dibujada en cómic de las expediciones de pseudo divulgación científica del no tan inefable Cousteau —ningún comandante es inefable y menos quien ofrece una versión edulcorada de los conflictos biológicos y sociales—.

        c) Los relatos sobre los Yanomami. Por su sobreabundancia, constituyen un reino de taifa entre los RAVA. Entre ellos: Alain Gheerbrandt 1948-1950 (L'Expédition Orénoque Amazone, 1952), Alfonso Vinci 1953, 1955 (Visages secrets de l'Amazonie, 1956); y, entre los españoles, Luis Pancorbo 1979 y 1983 (Amazonas, último destino, 1990). El nudo hecho de la supervivencia física de tantísimos viajeros más o menos aficionados debería haber echado por tierra la imagen de pueblo feroz que el irresponsable N. Chagnon acuñó para los Yanomami —si son tan fierce people, ¿porqué no matan a todos los forasteros?—, pero, si algo ad hoc demuestra esa rama antropológica en la que se ha convertido la Yanomamología, es que las definiciones pseudoacadémicas perduran aunque tropiecen con el sentido común [5].

Íntimamente relacionado con los Yanomami, se encuentra el grupo de los relatos del único descubrimiento hyleo-amazónico importante del siglo XX: el de las fuentes del Orinoco (1951), descrito detalladamente por cinco de los expedicionarios entre cuyos relatos destacan los de Pablo J. Anduze (Shailili-ko, 1960) y René Lichy (Ya kú. Las fuentes del Orinoco, 1978).

        d) Novelas que tienen su origen en la minuciosa documentación de alto potencial literario que sólo quien ha pisado aquellas selvas puede reunir pero que no se reclaman del viaje autobiográfico: José Eustasio Rivera, La vorágine (1924) y Luis Sepúlveda, Un viejo que leía novelas de amor (1989) serían buenos ejemplos [6].

        e) Grandes reportajes sobre hechos reales como los de Germán Castro Caycedo Perdido en el Amazonas (1978) y Mi alma se la dejo al diablo (1982, publicado en España en 1997) o el de Claude Mossé, sobre declaraciones de Sebastiao Bastos Ma forêt au bord du Grand Fleuve (1976). Aunque son elaboraciones de terceros, no verdaderos relatos en primera persona, los incluimos por su valor documental.

        f) Casos especiales, meritorios en sí mismos pero que, además, han dado origen y pretexto a expediciones posteriores. El más espectacular de esta clase de misterios y el que hizo correr un caudal de tinta de proporciones realmente amazónicas, es el que tuvo por involuntario protagonista al Coronel Percy Harrison Fawcett, explorador de la cuenca amazónica y de sus contornos peruano-boliviano-brasileños entre 1906 y 1925.

Gracias a una recomendación de la Royal Geographical Society, el joven P.H. Fawcett es enviado a Bolivia para realizar unos trabajos topográficos; a partir de esa primera expedición y salvo cortos descansos en Europa, seguirá explorando en otras siete ocasiones hasta que su rastro se pierde después de que, con fecha 29 de mayo de 1925, escribiera una carta desde el Mato Grosso, quizá en o entre las cuencas de los ríos Paranatinga y Xingú.

Fawcett no responde al arquetipo del explorador de su época; no es el prepotente que maltrata a los indígenas y que, en justo castigo, pasa penalidades y/o fracasa en sus viajes. Por el contrario, como muestra la narrativa de sus siete expediciones —las anteriores a la última—, las dificultades que en ellas atraviesa le vienen dadas bien porque los elusivos indígenas no se dejan ver o incluso le atacan —es decir, porque defienden pasiva o activamente su territorio—, bien porque no cuenta con los medios materiales necesarios para enfrentarse a la Naturaleza. Pero todo indica que es fiable cuando no reseña huida o rebelión alguna de los indígenas, asalariados suyos u otros, con los que se encuentra. Este rasgo es excepcional entre la literatura de entonces... y de ahora.

Además, Fawcett toma claramente partido en la polémica más virulenta de su tiempo y denuncia sin paliativo alguno la extracción cauchera, la esclavitud y las matanzas de los indios y criollos pobres obligados a ser caucheros. Y la corrupción que genera; es decir, la complicidad de los gobiernos de allende y aquende el Atlántico (Fawcett: 71, 83-84 y 92). Más aún, se atreve a mencionar a Casement (ibid: 74), la bestia negra de los barones del caucho y, no menos, de la Inglaterra que, después de armarle caballero, no duda en ahorcarle por su participación en la lucha de los irlandeses (cfr. #k y nota 11).

Después de Fawcett, otros exploradores han seguido perdiéndose real o metafóricamente en el Amazonas... dando ocasión a que otros los encuentren. Tal es el caso de Loren McIntyre; este famoso fotógrafo, amazonólogo por excelencia de la National Geographic Society, se pierde en 1969 en el río Javarí. Pero el suyo es un extravío atípico puesto que se desorienta entre los Mayorunas (por mejor nombre, Matsé); para seguir con la confusión, lo que él presenta como prueba de su vuelta a la sensatez es justamente lo que otros vemos como desvarío definitivo pues no de otra manera podemos entender que diga haberse salvado gracias a haber descubierto que podía comunicarse telepáticamente con los indígenas (Popescu: 33-289) [7].

        g) Subproductos que sólo ofrecen una visión distorsionada y/o superficial y/o francamente tendenciosa del Amazonas. Constituyen, por supuesto, la gran mayoría del material publicado y comienzan a propagarse muy pronto —y, lo que es peor, a popularizarse—. Entre ellos, por su especial peligrosidad pedagógica y porque abarcan todo el siglo XX, seleccionaríamos a:

H.M. Tomlinson, The Sea and the Jungle, 1909-1910 (reeditado por Time-Life en 1964), memorias tropicales de un periodista londinense de 36 años quien escapa de la niebla para volver corriendo a ella; entre los anglosajones, un libro de fama injustificable. Le sigue en el tiempo el Peter Fleming de Brazilian Adventure (1933), un aventurero que viaja no sabemos si para mejorar su humor inglés o en busca del Coronel Fawcett. En cualquier caso, el misterio Fawcett dio lugar a una fiebre de expediciones que se alargaron hasta treinta años después de su desaparición; uno de sus últimos productos fue el de Kenneth Matthews, Brazilian Interior (1956).

Continúan esta triste procesión Arkady Fiedler, The River of Singing Fish (1951) y, poco después, un subproducto especialmente racista, el de Herbert Rittlinger (Ich Kam die Reissenden Flüsse Herab, traducción española de 1954). Al contrario que el resto de sus compañeros de viaje, Rittlinger es tan consciente de su enciclopédica formación [8] que nos dibuja el cuadro de sus antepasados intelectuales: así, dice este deplorable aventurero que sus clásicos son Humboldt, Bates, Raimondi y E.W. Middendorf mientras que cita entre sus inspiradores más recientes a Up de Graff, Domville-Fife, Flornoy, Werner Hopp y, especialmente, a Hans Reiser.

Habría que añadir a Tobias Schneebaum, Keep the River on Your Right, 1955 (publicado en 1969), explorador que dice haber vivido meses (¿cuántos?) con dos tribus de la Amazonía peruana. Este escribidor detenta el dudoso privilegio de inaugurar en el campo amazónico la funesta manía de, so pretexto de salvaguardar la intimidad de los indígenas, otorgar nombres ficticios a sus pueblos —Puiranga, Akarama, en su caso—; para ello se escuda en el proceder de Carlos Castaneda por lo que no es de extrañar que una cita de este otro escribidor abra este libro.

Y ya en el capítulo del puro disparate, mencionaríamos algún título del que, pasada su moda, sólo cabe calcular el daño que han podido hacer. Por ej., la otrora popularísima Evelyne Coquet (1976 ed. francesa, 1978 ed. española), recién casada que pretende cruzar la Amazonía ¡a caballo!. Y, por lo que respecta a los españoles, el Fernando Díaz-Plaja del Descubrimiento (particular) del Amazonas (1977), un diario escribido durante un corto crucero fluvial por un especialista del reportaje ligero y en el que la Amazonía es un borroso telón de fondo sobre el que sobreactúa el ego del redactor.

        h) Subproductos pretendidamente indigenistas. Desde que la ONU impuso la moda de las declaraciones humanitarias universales, estas grandilocuencias tardaron poco en llegar hasta los últimos grupos humanos —los indígenas—. Si en la región latinoamericana el indigenismo moderno nace oficialmente en Pátzcuaro 1940, podemos decir que al Amazonas llega antes (en 1910, cfr. #i) o llega después, con la creación en 1961 del Parque Xingú (Brasil). En todo caso, no se consolida hasta 1980, con el I Congreso Warao (Venezuela), mencionando en ambos casos dos áreas limítrofes ecológicamente con la hylea amazónica.

Este clima indigenista también se manifiesta en los RAVA, por ejemplo en el de Fournier-Aubry (cfr. op. cit.). Don Fernando reside entre 1935 y 1942 en la Amazonía peruana y regresa esporádicamente entre 1956 y 1971. En el prólogo hace toda una declaración más que indigenista, indigenófila rozando la indigenolatría:

"En cierta ocasión tuve la dicha de conocer, en plena selva, una tribu indígena inteligentemente protegida por un jefe hechicero. Todo, en esos hombres, me deslumbró: su belleza, la armonía natural de sus gestos, su nobleza, sus miradas limpias, sin mentira ni hipocresía (..) Me habría gustado ser indígena" (ibid: 13) [9].

Esos indios felices son los Asháninka —campas, en el texto—, y el hechicero se llama Kinchokré, personaje tan influyente que hasta matrimonia a una hermana suya con don Fernando. Tres años y dos hijos después, una perniciosa malaria obliga al francés a abandonar a su familia mestiza. Décadas más tarde, de regreso a la Amazonía, se entera de la horrible verdad: su amada Pangoaté, sus hijos y su hechizante cuñado han sido masacrados por los invasores (ibid: 454, 457). Tal hubiera sido el final más probable pero, incómoda excepción, en este caso la Historia desmiente la trama argumental explorador-blanco-casa-con-ninfa-amazónica-de-trágico-destino [10]: en 1986, Kinchokré todavía goza de buena salud o, al menos, se le ve muy saludable en la foto que abre la narración de su vida a un reconocido antropólogo (Fernández: 33-57).

El fabuloso Don Fernando, que tan decisivo se cree en la historia amazónica, apenas merece un párrafo en esta autobiografía (ibid: 42) y no hay mención alguna a la matanza de su hermana y sus sobrinos. Lo que sí abunda en el vívido relato del ahora transcrito Quinchoquer son las tretas con las que intentó evitar las gruesas exacciones que le inflingían los civilizados; y el desesperanzado final que tienen sus aspiraciones a la propiedad de la tierra:

"Hemos pedido también que haiga soluciones para todos los nativos campa, para que tengan su terreno ellos también, con los Títulos. Pero no hemos podido cumplir todavía con los Títulos (..) Yo he comprado ganado pero fracasé también. He comprado motorcito, una generadora; ha desaparecido. Acá todo era luz, ¡luz era...! ¡Ah...! Ahora, nada. Nada, así es. Así fracasé con mi café" (ibid: 57).

Entre tanta inconsciencia aventurera como se ha mostrado en el acápite anterior y la hemorragia de buenos sentimientos acabada de mostrar en éste, destaca la tibia objetividad no exenta de elitismo con la que don Fernando encara el problema de la desvirtuación de la aventura amazónica por su doble desaguadero de turismo y de caridad. En cuanto al primero:

"No tengo nada contra los turistas, pero una vez más compruebo que sólo son unos pobres neuróticos";

en cuanto a la segunda:

"Eso no era sino una parodia de la lucha contra el hambre. Estaba claro que los hombres de esa misión no habían conocido jamás el hambre... esos regalos provenientes de todos los países y que no pagaban derechos de aduana (porque la caridad está exenta de ellos), escondían una traición. Esos productos dormían allí para guardar las apariencias. Se distribuía lo justo. El resto o se pudría o se vendía";

en cuanto a ambos:

"Un escaso puñado de indios prósperos servían de monigotes para los turistas y la prensa" (Fournier-Aubry: 462, 464).

En los pagos españoles, la caridad todavía no es tema de los RAVA pero, desde los mismos tiempos de don Fernando, hay algunos que denuncian el turismo; como aquél viajero que, en Iquitos 1975, dibuja una situación bastante más prosaica que épica y que, por descontado, desde entonces no ha hecho sino acentuarse:

"Podríamos decir que las agencias turísticas ya tienen sus propios indios, se les avisa de que van a llegar visitas y aquellos se desvisten de indios, no se dejan sacar fotografías sin antes recibir el dinero, los indios engañan a los gringos, y las agencias a los gringos y a los indios" (Oteiza: 205).

        i) Teniendo en cuenta la creciente importancia que empezaban a adquirir las ilustraciones gráficas, tampoco son de desdeñar los folletines de finales del siglo XIX, esos que, a pesar de que ya existía la fotografía, seguían iluminándose con grabados. V. gr., los publicados en el Journal des Voyages, a saber: Louis Boussenard (Les évasions en Guyane, 1891); Henri Coudreau (Un hivernage sous l'Équateur, 11 octubre - 13 diciembre de 1891); José da Luz (Macouna, 1892).

El tremendismo exoticista es su denominador común y el imperialismo de sus protagonistas la ideología dominante. Para estos viajeros, el Amazonas es sólo un pretexto para hacer sentir la fuerza de sus sofisticadas armas a los atrasados indígenas; por ejemplo, en la portada de la primera entrega, un Coudreau con corbata y salacof se presenta a sus lectores bajo la leyenda "Je vais casqué, botté, prenant des notes, la carabine au bras" (énfasis nuestro).

        j) Los nuevos horizontes de la Amazonía prefiguran nuevos tipos de RAVA. En sentido figurado, estas nuevas perspectivas ofrecen pretextos que -todavía con obras menores-, han demostrado ser potencialmente muy fructíferos; entre ellos están la investigación genética, el salvamento de los 'últimos' indígenas, la lucha contra los megaproyectos y las alianzas entre nuevos actores sociales -seringueiros e indígenas, por ejemplo-. Por el contrario, otros pretextos en apariencia más atractivos como, v.gr., los proyectos de cooperación o el descubrimiento de drogas maravillosas, hasta la fecha sólo han producido frutos misérrimos; en todo caso, los viajeros ya no tienen porqué deambular por el mero hecho de deambular sino que tienen causas nobles o excitantes desafíos científicos en los que ampararse.

En sentido literal, aparecen nuevos biotopos como el dosel o cúpula arbórea; esa fábrica de tópicos —en ambos sentidos de la palabra, en el neutro de lugar y en el peyorativo de lugar común— que es el National Geographic ya ha ofrecido las primeras muestras de estos nuevos RAVA; esta vez, los peligros amazónicos ya no están encarnados por tribus caníbales o serpientes ponzoñosas —voluminosas ambas—, sino que el diablo se esconde en lo infinitamente pequeño. Ahora son los insectos y los microorganismos los que están en el corazón de las tinieblas; y ni siquiera son diabólicos los insectos simplemente molestos sino sólo los insidiosos, los que causan enfermedades tropicales como la leishmaniasis (Hallé y Gaillardé, op. cit.).

        k) Informes indigenistas y/o humanitarios. Allá donde la realidad supera siempre a la ficción, un mero informe que denuncie la crónica esclavitud de los indígenas y/o de los marginados, aunque carezca de pretensiones literarias, tiene mucho de narrativa trágica y heroica; además, es necesariamente autobiográfico porque muchos son los que turistean por la iniquidad sin verla pero sólo unos pocos entienden su denuncia como necesaria asumiéndola en consecuencia como causa universal y como ofensa propia. Uno de los primeros del siglo XX y, desde luego, todavía el más conocido en el mundo anglosajón es el informe de (ex Sir) Roger Casement sobre las atrocidades de los caucheros en el Putumayo [11]. Los últimos, se están redactando hoy mismo.

        l) Diarios de campo de los antropólogos. Desde que empezó a tenerse en cuenta el viejo dictum científico de que el experimento es alterado por la mera presencia del experimentador, las impresiones subjetivas y el entorno histórico-político de los científicos sociales han pasado a interesar no sólo a la crítica sino, por lo que hoy nos atañe, también a la industria cultural. Los antropólogos no se han hecho de rogar y, a partir de 1966, fecha en la que su viuda publica el hoy famoso diario de Malinowski, los investigadores mismos han abierto la veda de sus propias intimidades. El género ha evolucionado tan velozmente que, hoy, del diario de campo se ha pasado a la Antropoética - como su mismo nombre indica, disciplina híbrida de la literatura y la antropología-. Está por ver si, como suele suceder en la Naturaleza cuando se miscegenan dos especies, aunque pertenezcan al mismo género, la resultante es estéril. Por lo pronto, los antropoetas corren el riesgo de quedarse a medio camino entre sus progenitores: hoy por hoy, lo habitual es que ni sus etnografías sean completas ni sus reflexiones antropológicas originales ni su calidad literaria suela sobrepasar de un discreto común. En cualquier caso, por ser obviamente los más próximos para el que suscribe, estos viejos y nuevos tipos de RAVA merecen ser trabajados en otra ocasión.


Breve comentario sobre los RAVA

No puede caber duda de que los RAVA fueron y siguen siendo la clave del arco del imaginario amazónico [12]; en un extremo, están las obras de ficción pura y en el otro, las mediciones. Pero, distinguiéndose en ello del resto de los imaginarios geográficos, equidistante de ambas no está la Historia de los historiadores sino las historias personales de los viajeros. Como no podía ser menos tratándose de un espacio pseudomítico, son las odiseas las que van marcando el territorio o llenando el vacío; la imaginería popular las atribuye -muchas veces sin mayor fundamento-, un heroísmo que resulta veraz sin necesidad de ejercitar esa imaginación que la ficción tanto otorga como reclama y una autenticidad que no acierta a valorar en los adustos datos físicos.

Si a la hora de clasificar los RAVA ya avisábamos que el resultado podía impugnarse por arbitrario y por incompleto, caracterizarlos en su conjunto es tarea igualmente arriesgada. No obstante, antes de pasar al análisis de caso, convendría señalar que hay dos rasgos comunes a todos los RAVA que merecen enunciarse:

     1) Al revés que en el común de la narrativa de viajes, la Amazonía no deja en sus odiseos esa

"punzante sensación de acabamiento que acomete a los viajeros cuando se hacen conscientes de que sus expectativas estaban por encima de lo que el mundo ofrece" (Rodríguez Rivero: 83).

Esta cita y las relaciones viajero-Amazonas admiten dos interpretaciones: que el sitio exótico era más pobre de lo imaginado y/o que los sueños del viajero eran superiores a sus fuerzas. En el primer caso, el acabamiento sobreviene por haber vencido al mundo alienígena más fácilmente de lo esperado —un mundo que, por lo tanto, demuestra estar plagado de barbaries pero no por barbaridades—. En el segundo caso, el viajero se siente más que acabado, accablé —ha sido derrotado en una batalla que creía fácil y ni siquiera sabe si sus vencedores son barbaries o barbaridades—. La decepción final puede parecer la misma pero sus causas son tan antinómicas como la soberbia y la humildad.

La Amazonía es un imaginario muy agradecido puesto que (todavía) no ha decepcionado a ningún odiseo; en los RAVA, el autor viajero jamás queda defraudado. Jamás conquista la selva, ni siquiera el minúsculo rincón que ha pateado pero (hasta la fecha) no porque se le haya quedado pequeño ni tampoco porque, en medio de Ella, le hayan fallado las fuerzas. Cada cual a su manera, todos llegan a una suerte de acuerdo o, por lo menos, a una tregua, armisticio o tratado de no agresión [13].

     2) En el Amazonas no hay caravanas de indígenas nómadas que se desplazan de un oasis a otro. Sin embargo, sí hay grupos sociales intrínsecamente viajeros; v.gr., los que, en Brasil, son llamados posseiros, garimpeiros y seringueiros. Es decir, los que ocupan tierras, los que buscan minerales preciosos y los que sangran los cauchales. Podríamos añadir grupos como los 'regatones' o abarroteros fluviales, las prostitutas e incluso los militares pero eso sería forzar las categorías porque estos últimos no son necesaria y perpetuamente viajeros sino que se desplazan de manera casual, ocasional y provisional -aunque, a muchas y a muchos, esta provisionalidad les dure toda la vida-. Pues bien: ninguno de los grupos de nómadas amazónicos escribe relatos de viajes [14]. Quienes escriben son otros, los fuereños, los arriba citados; sobre la resultante de una hipotética comparación entre los relatos de los de adentro y de los de afuera, evidentemente sólo caben especulaciones.

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Notas:

1. Nos referimos al mamotreto de W.H.G. Kingston Viaje a lo largo del Amazonas (B&T Publicaciones, Madrid, 1993, 224 págs.); esta reedición es la traducción literal de F. de Casas, editada varias veces por Calpe y después por Espasa-Calpe desde 1921 y 1943 hasta la actualidad (Kingston: op. cit). Kingston (1814-1880), es uno de los más prolíficos escritores de los que se tenga noticia en tiempos modernos; dícese que escribió más de 170 obras, amén de dirigir colecciones y revistas. Hijo de un comerciante vinatero, nació en Oporto y allí pasó buena parte de su juventud; saltó a la fama en 1851 con la novela Peter the Whaler y desde esa fecha no dejó de adoctrinar a la infancia victoriana con sus digamos que novelas —en puridad, más religiosas y morales que de aventuras—. Veinte años después de su primer éxito, publicó On the Banks of the Amazon, or a boy's journal of his adventurers in the tropical wilds of South America, de cuya traducción versa este comentario.
De la enorme influencia que ejerció, pueden dar fe los siguientes versos: "La maravilla del viejo gusto / por ir con Kingston / o con el valiente Ballantyne / o con Cooper, y atravesar bosques y mares", poema inicial de La isla del tesoro (1882) de R.L. Stevenson (1850-1894).
Si, en lugar de versos prefieren sociología, añadiremos que una encuesta realizada en 1888 entre 790 muchachos ingleses, nos revela que sus preferencias eran: Dickens, 228; Kingston, 176, Walter Scott, 128 (cfr.) Para un estudio de la servidumbre de escribidores como Kingston o como su par Robert Michael Ballantyne (1825-1894), cfr. Laurence Kitzan, Victorian Writers and the Image of Empire. The Rose-Colored Vision, Westport (Conn.), Greenwood Press, 2001.

2. Sólo citamos los volúmenes existentes en nuestra biblioteca. Y somos conscientes de que, aunque no los enumeremos, también tendrían cabida los documentales audiovisuales, pensados o no para el consumo televisivo.

3. Cuya colección etnográfica de los famosos Kew Gardens de Londres, por increíble que parezca, terminé de ordenar en 1982.

4. ) Por cierto, Rafael Karsten, uno de los primeros etnógrafos de los Jíbaro, también naufragó perdiendo en el desastre las pruebas de su primera exploración ecuatoriana —entre colorados y cayapas—.
A veces, el encuentro de estos naturalistas con sus anfitriones indígenas hace aflorar curiosas contradicciones. Por ejemplo, Wallace cambió 180 grados su opinión sobre los indígenas cuando se encontró con los malayos: los amazónicos eran buenos casi sin excepción mientras que los malayos pasan a ser justo lo contrario. Dejando aparte esta anomalía, es más cierto que los naturalistas del siglo XIX —ingleses u otros—, fueron observadores fiables del mundo indígena; sus aportaciones etnográficas suelen ser utilísimas para el etnohistoriador amazónico —hablo también de mi pequeña experiencia en este campo—. A este respeto, todavía pueden consultarse estudios clásicos como el de Sampaio, op. cit. Como modelo de estudios más actualizados, una reciente biografía de Schultes (cfr. Davis op. cit.)

5. Recientemente, algún ex-admirador de Chagnon ha intentado demostrar (Tierney, op. cit.) que este antropólogo feroz cometió todo género de delitos contra la ciencia —amañamiento de datos— e incluso contra la sociedad —sobre todo, contra el pueblo yanomami—. Pero en su intencionadamente escandaloso libro no consigue probar todos los casos ni todos los extremos, aunque muchos de los que hemos conocido a los dramatis personae de esta tragedia tengamos la íntima —plausible pero indemostrable— sospecha de que Tierney se queda corto en el relato de los horrores. El contraataque de Chagnon no se hizo esperar: después de unas cortas vacilaciones, en septiembre de 2000, colgó en Internet sus alegaciones empezando —y esto es lo más significativo de todo el embrollo— por una tabla con la que pretendía demostrar que las sociedades sin Estado —los Jíbaro y los Yanomami en lugar destacado—, son más violentas que las estatalizadas. Ha esto le llamamos ir derecho y a la cabeza; pero, por suerte o por desgracia, resulta que una comparación así es imposible, tal es la distancia entre unas y otras sociedades y, sobre todo, entre las estadísticas a comparar. Para un ejemplo de la vaciedad de algunos de los datos sobre los Jíbaro en los que se basa Chagnon, cfr. nota 25 —sin olvidarnos de que son datos que considera irreprochables—; por lo que atañe a la diferencia entre los datos sobre los Yanomami que proporciona cada etnógrafo, se ha escrito tanto que no es necesario recordarlo aquí.

6. Aunque no consta que su autor viajara por el Amazonas, también nos gustaría añadir al Ramón J. Sender de La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (1964), magna obra que, si bien tiene poco de autobiográfica, es una de las escasas novelas que reflejan fielmente lo que pudo ser el descubrimiento del Amazonas en particular y la aventura de los Conquistadores en general.

7. Una gracia —¿o es disciplina?— tan elevada como la telepatía no se expresa coloquial ni profanamente sino que ultrapasa la más abstracta de las abstracciones lexicales; item más, grandes metafísicas pueden esperarse cuando, gracias a ella —¿o es Ella?—, se encuentran un gran fotógrafo gringo y un gran cacique Mayoruna —al que, dicho sea bajando a la tierra, McIntyre pone de mote Percebe—. El desafío promete ser colosal, trascendental, cósmico o, por lo menos, algo inteligible. Los Mayorunas (Matsé) no se andan con chiquitas: "Aquello sobre lo que han especulado los astrofísicos al observar la implosión de las estrellas —esto es, la reversibilidad del tiempo—, los Mayoruna lo proponían también aunque a menor escala" (Popescu: 217). Dirigiéndose telepáticamente a Percebe, McIntyre responde: "Espero que me entregues más pruebas de la existencia del continuum tiempo/espacio/pensamiento, no porque yo sea tan importante y tú no tengas mejor cosa que hacer, sino porque he llegado a los confines de tu manera de pensar (mode of operation). Y parte de este modus operandi ha llegado a pertenecerme" (ibid: 287; en ambos ejemplos, nuestra traducción). Por carecer del bagaje necesario en astrofísica, metafísica y malacología, no podemos terciar en este diálogo intercultural.

McIntyre narra su epopeya no a un amanuense cualquiera sino a uno de postín, Popescu. Es muy posible que las fantasías de uno hayan multiplicado las del otro pero, etnografías aparte, es de reconocer que el resultado, considerado exclusivamente desde el punto de vista literario, es muy aceptable. Este caso recuerda de lejos al de Thomas Whiffen, un excéntrico que visitó la Amazonía en busca de otro explorador perdido, el francés Robuchon; a pesar de su connivencia con los genocidas del Putumayo, las declaraciones de Whiffen fueron positivamente decisivas para que Casement comenzara su investigación sobre esos mismos genocidas (cfr. #k).

8. Decimos enciclopédica porque, evidentemente, toda su formación amazónica la obtuvo en una o dos enciclopedias; las cuales, a su vez, se han alimentado del trabajo de unos mal pagados redactores de voces quienes, en su apresuramiento, se han visto obligados a repetir los aciertos y, más a menudo, los errores de las enciclopedias precedentes.

9. Al igual que el fotógrafo McIntyre, don Fernando abunda en los poderes telepáticos de los indígenas: "Había descubierto, sobre todo, la grandeza indígena. Recordaba a los piros, silenciosos y desnudos (..) Ese silencio me había servido de alimento, inquietante a veces, pero sereno después. Sabía ahora que esos hombres, con su sensibilidad espontánea y natural, lo percibían todo mucho más rápida y limpiamente que los 'civilizados', que tenían que servirse de sus cerebros para poder actuar"; algún crítico minucioso puede entender que don Fernando insulta finamente a los Piro pero, líneas después, se aclara el posible malentendido: no los moteja de descerebrados sino que, sutil distinción, los entiende como "hombres puros, impregnados de clorofila" (Founier-Aubry: 283). Y, también como McIntyre, don Fernando dicta su epopeya a una pluma profesional, en este caso André Voisin.

10. Un motivo literario inaugurado con Rima, la heroína de Mansiones verdes, novela publicada en 1904 por W.H. Hudson (1841-1922) y continuado con Breginia, la peculiar deus ex machina indígena que salva a Up de Graff y que le enseña 'los secretos de la selva' (cfr. nota 25).

Rima es, probablemente, la única indígena amazónica que tiene una estatua pública en Europa —concretamente en Hyde Park (Londres), obra del reputado escultor Epstein—. Hudson nació y se crió en las Pampas argentinas donde su familia castellanizó el apellido convirtiéndolo en Usón —el cineasta argentino Manuel Antín realizó en 1977 una película, Allá lejos y hace tiempo, basada en sus memorias—. No puede decirse que fuera ningún indigenista; por el contrario, peleó contra los indios pamperos hasta que se trasladó a Inglaterra en 1874 —justo el año en el que los indígenas Kolla ganaron la batalla de Cochinoca, en Jujuy—. Aunque jamás pisó las Guayanas, durante décadas su novela definió popularmente la Amazonía aumentando su influencia cuando fue trasladada al cine (Mel Ferrer, 1959), a pesar de que Audrey Hepburn resultara absolutamente increíble en su papel de hada selvática.

11. Roger Casement (1864-1916) es una figura tan clave en la historia contemporánea del humanitarismo —o de la filantropía, como se decía hasta hace poco con mayor propiedad—, que sólo la recalcitrante censura del imperialismo inglés puede explicar su (relativo) desconocimiento hoy día. ¿Cómo es posible que no sea famoso un personaje que está en el origen del descubrimiento de uno de los mayores genocidios del siglo XX —el del Congo llamado belga—, de la denuncia de la aberración cauchera y de la independencia de Irlanda?: evidentemente por ser patriota irlandés. Por sus dos primeras celebérrimas causas, los ingleses le otorgaron el título de Caballero; por la tercera, en una cause célèbre, le descabalgaron —de ahí el ex Sir del texto principal— y hasta le ahorcaron.

Por si ello fuera poco, para aplacar las protestas que, a no dudarlo, iba a provocar su inicuo y premeditado asesinato dizque legal, la Corona inglesa utilizó vergonzantemente su presunta o real homosexualidad como un motivo clandestino para su ahorcamiento físico y para su enterramiento intelectual. Por lo que, aunque Casement nunca fue un activista del derecho a la intimidad, bien podría considerársele mártir de una cuarta causa, la de los derechos sexuales.

Pero, en puridad, fue un quinto factor el que causó sus gracias y su Desgracia: haberse convertido en una eficaz herramienta del Imperio británico, un martillo de aquellos esclavistas que estorbaban al Imperio de John Bull. Bien a su pesar, Casement fue utilizado en el Congo para obligar a Leopoldo II a que vendiera libremente su Estado Libre; en el Amazonas, para dar el tiro de gracia al caucho silvestre en beneficio del caucho de sus plantaciones asiáticas y, en el caso irlandés, para aterrorizar a los intelectuales progresistas —y, de paso, como un fringe benefit, a los homosexuales de toda nación—.

En su calidad de Cónsul británico, Casement denunció en 1904 que el llamado con sangrienta ironía Estado Libre del Congo era en realidad una empresa privada propiedad del rey Leopoldo II en la que se estaba cometiendo el peor de los genocidios de entonces so pretexto de la libertad de comercio y de la evangelización de sus naturales —motivos que todavía no han perdido su aura de modernidad—. Bertrand Russell consideraba fidedigna la estimación de H.H. Johnston según la cual, en 15 años, la población nativa se redujo de 20 a 9 millones. Dicho sea de paso, durante su viaje por el río Congo, se encontró con Joseph Conrad inspirándole para que escribiera Heart of Darkness, aunque no podemos culpar a Casement de que su magnífica idea fuera malbaratada por el anglo-polaco, a nuestro humilde parecer un escritor que no sobreviviría si le quitáramos los adjetivos —los que él emplea con excesiva prodigalidad y/o los hiperbólicamente encomiásticos que le adjudican sus adoradores—.

Cambiando de continente pero no de contenido, en 1910, el Cónsul Casement visita el río Putumayo y, dos años después, se publica su informe, una escalofriante requisitoria contra la inaudita crueldad de los barones del caucho amazónico. El diario de su viaje —la obra que interesa a los efectos del presente artículo—, ha conocido multitud de peripecias, entre ellas la supuesta o real invención, por parte de los servicios de inteligencia británicos, de unos Black Diaries paralelos en los que Casement manifiesta su heterodoxia sexual; cuando Casement fue detenido por su compromiso en la lucha irlandesa, estos Diarios Negros fueron difundidos casualmente entre los creadores de opinión para impedir su protesta. Teniendo en cuenta que a Casement le ensalzaban nada menos que Bernard Shaw, Conan Doyle, Yeats, Joyce y Alfred Noyes, es de reconocer que tan sucia conspiración tuvo éxito porque finalmente Casement fue ahorcado en el cadalso de Pentonville sin demasiadas protestas inmediatas.

Olvidando intimidades ajenas —pero no a los tan hábiles como perversos funcionarios ingleses—, es de señalar que, aunque abundan sus biografías y las ediciones más o menos piratas de sus diarios, hasta 1997 no se publicó una buena edición de su diario del Putumayo (cfr. Casement 1997, op. cit.), trabajo que todavía espera su traducción al castellano. Mientras ésta llega, habremos de conformarnos con alguna edición abreviada de su Informe oficial del Putumayo (cfr. Casement 1985, op. cit.) Y buena falta que nos hace a los castellano hablantes conocer mejor la figura de este irlandés a carta cabal porque, en definitiva, Casement es un Cónsul menos narcisista que el subvolcánico de Malcolm Lowry (1947) y, por ello, incomparablemente más trágico.

El informe del Putumayo ha inspirado infinidad de obras; por su fama, entre ellas quisiéramos recordar las que Michael Taussig publicó en Chicago 1984 y 1985. Desde un punto de vista más semiótico que antropológico, Taussig analiza la construcción de una culture of terror - space of death; dicho así, parece fascinante pero, según un avisado crítico, Taussig resulta atrapado en el "subjective mirror-cabinet of relative truth" y termina invirtiendo el genocidio en estética fría —llega a calificar a la tortura y el terror como "ritualized art forms"—, la cínica explotación en aventura filológica y la justicia en una nota a pie de página; así, el genocidio se convierte en una cómoda irrealidad, en un mero problema de narrativa. El problema "becomes ontologized, de-politized, and reduced to a matter of communication and intercultural understanding" (Hvalkof: 113).

12. Son escasos los trabajos sobre el imaginario popular amazónico. Pero alguno de ellos ha tenido la suerte de ser traducido al castellano; v. gr., Slater 97, op. cit., traducción de uno de los artículo del libro Uncommon Grounds (W. Cronon, ed., 1995), en el que, partiendo de la distinción entre relatos edénicos y relatos de 'después del Paraíso', reconoce que no toda la narrativa amazónica es edénica. Cfr. también, en inglés, Slater 2000, op. cit., un trabajo más descriptivo y menos doctrinal que el anterior; en ninguno de ellos tienen gran relevancia los RAVA.
Una primera aproximación antropológica a la literatura amazónica puede encontrarse en Preto-Rodas, op. cit.; pero los ejemplos que analiza son brasileños en su totalidad y, además, circunscritos a los finales del siglo XIX y principios del XX. Por lo que respecta a la imagen culta e incluso especializada de los indígenas, un trabajo excelente es el centrado en el caso yanomami, cfr. Ramos, op. cit.; en él, se diseccionan las imágenes de feroces, de eróticos y de intelectuales que les han caído encima a estos indígenas según hayan sido los antropólogos que las han elaborado, evaluando después cuánto les está costando el ser exóticos.

13. Por desgracia, no faltan los escribidores que retornan cual César de las Galias. Pero incluso éstos insensatos (cfr. #g) saben que tienen escondidos muchos episodios ridículos o, al menos, alguna anécdota que les sobrevuela recordándoles, cual esclavo en el carro del césar triunfante, que les ha salvado la suerte del novato.
Si guardáramos alguna pretensión de exhaustividad, también deberíamos incluir en esta pléyade de sub-RAVA a las narraciones de los turistas. Pero, hasta hoy, se puede decir que, a pesar de su ingente número, estos modernos pseudo-viajeros no han producido más que refritos de lugares comunes —escribidos, además, con un absoluto irrespeto por las más elementales normas estilísticas—. El único interés que puede tener esta sub-literatura es que aporta pruebas en contra de la supuesta ley de la transformación de la cantidad en calidad.

14. Hay notorias excepciones, v. gr., la diócesis de Roraima publicó en 1990 el diario de Adalberto da Silva Santos. Dice este garimpeiro: "8 de enero de 1989. En la ciudad... recordaré los árboles que derrumbé, los piojos que aplasté, el azogue que gasté, los tantos y tantos metros de tierra que cribé en el fondo del río, el agua sucia que bebí, la deforestación que provoqué. Me llaman destructor. Dicen que estoy matando la Naturaleza. Mato para no morir. Pero sé que con mis conquistas estoy cavando mi propia tumba y la sepultura del mundo, de la raza humana". Ante semejante clarividencia, sólo cabe lamentar que no se publiquen más piezas de esta literatura cruda.




Texto, Copyright © 2005 Antonio Pérez.
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Última actualización: febrero 2005

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