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Sobre El Orden Dórico

por Antonio Pérez


"Florencia... es la Wall Street del siglo XV"
apud Lévi-Strauss, en Tristes trópicos

Hacia la salvación por el neo-bizantinismo (artístico)

"Kiko, el 'Miguel Ángel' de la Almudena". Así de categórico clamaba en la primavera del 2004 el titular de un diario español informando sobre la apertura al público de la nueva decoración que lucía el templo Virgen de la Almudena, aséptica catedral de Madrid. Estupenda analogía. Vertiginosa comparanza. Pese a la sorna que planeaba sobre el titular, Buonarroti resucitado en la capital de todas las Españas. Las Sibilas y los Profetas alternando con majas y chulapos a dos pasos del Palacio Real de Oriente. De nuevo, el Imperio donde no se ponía el Sol. El fin de la Historia vía su tirabuzón; o, por lo menos, el acabóse.

Sea como fuere, el caso es que, hasta fecha tan señalada -28 de abril del 2004-, naide ni ningún habían tenido tiempo para pintar tan moderna basílica o no se habían atrevido o, simplemente, se habían olvidado de los frescos y otros aderezos habituales en tales fábricas de fé. En esas estábamos, con la catedral desnuda y los feligreses de ojos pelados, cuando apareció el nombrado Kiko y, en dos o tres meses, embadurnó de punta a cabo los entrepaños del ábside. Y, de propina, compuso las vidrieras al mismo tiempo que se esmeraba en alguna ornamentación menor.

¿Es el susodicho Kiko un afamado pintor y un eximio cristalero? Si hemos de creer a la historia del arte contemporáneo español, ni una cosa ni otra. Pero si confiamos en la palabra de sus acólitos o en la del arzobispado madrileño, es un genio dominador de ambos primores... y de muchos más. Conozcamos un poco más a tan ínclito como pío Héroe Decorador:

Francisco José Gómez de Argüello Wirtz (León, España, 1939), más conocido como Kiko Argüello, vástago de una acomodada familia provinciana, comenzó en Madrid su vida pública como músico, actor, agente cultural y artista polifacético: en suma, un redivivo hombre del Renacimiento. Al parecer, se especializó en la pintura de iconos bizantinoides, faceta de su proteica actividad que le ganó gran éxito entre la burguesía madrileña -lo cual, a la vista de su última obra, dice mucho de los refinados gustos de la élite franquista capitalina-. Pero, a la edad de 25 años, mientras escuchaba música sacra en casa de un amigo, sufrió una crisis mística: "entré en mi cuarto, me hinqué de rodillas y le grité a Dios que me salvara". Todo indica que el Señor le oyó -quizá por los gritos-, ordenándole, además, que abandonara la molicie cortesana -no sabemos si también le prohibió la música sacra y las casas de los amigos-.

Según hoy lo explica en sus roncos y sincopados sermones, antes de la revelación, "estaba perdido, sin rumbo, adicto a Sartre y rodeado de comunistas. Demasiado narcisista. Pensando en quitarme la vida: por el absurdo. Leyendo a Sartre". Para escapar a tan nocivas influencias, dice su biografía autorizada que emigró a Palomeras Altas, un barrio obrero de la periferia madrileña adonde, por lo visto, habían llegado la libertad, la igualdad y la fraternidad en versión cánida pero no el disoluto afrancesamiento. "En aquella barraca infecta, compartí la vida con las ratas, y los perros vagabundos me daban calor. Me fui allí no para ayudar, no para hacer obras sociales, sino para ponerme a los pies de Cristo. Con la Biblia, con una guitarra. Con frío, con muchísimo frío. Allí encontré a Cristo crucificado" (véanse, docenas de páginas web y El País, 9.II.1997 y 16.XI.03).

Así pues, en lugar de ayudar, primero predicó en Cursillos de Cristiandad y, una vez conseguida la evangelización de unos cuantos proletarios irredentos, fundó su obra imperecedera: el Camino Neocatecumenal. Hoy, sus discípulos -los kikos, casi dos millones de fundamentalistas católicos-, están presentes en más de un centenar de países, sus comunidades se cuentan por muchos miles y, para remate, tienen 53 seminarios e incluso algunas universidades -por ejemplo, la de San Antonio, en Murcia, España-. Por su parte, Kiko ha cambiado la barraca infecta por un palacio en Roma, metrópoli poco sartriana donde dícese que su contraparte según el enfoque de género -Carmen Hernández-, es la única persona sin pasaporte del Estado Vaticano que tiene acceso irrestricto a los aposentos privados del Sumo Pontífice.

Pero volvamos a las entretelas de los entrepaños catedralicios. ¿Cuál es la teoría artística que propugna nuestro Héroe Decorador?. En términos generales, dice Él: "No cualquier curva es estética, porque en la estética hay un profundo secreto: el amor. El artista te enseña a ver la naturaleza: ves una maceta de girasoles y dices: 'Mira, se parecen a los girasoles de Van Gogh". Dicho en otras palabras, "la naturaleza imita al arte", viejo sofisma urbano, manido donde los haiga. Y, sobre los términos particulares del arte sacro o de campanario, el Héroe Búcaro añade: "La Iglesia de hoy no tiene ninguna estética. El Islam sabe hacer mezquitas doradas, hermosas. La estética es fundamental. Evita los suicidios. Hay que replantearse la estética de las iglesias. Se lo he dicho a cien obispos que se han reunido conmigo. Hay que hacer comunidades cristianas donde se exprese la belleza porque el hombre ha sido creado para ser amado". Es decir, el señor Argüello concibe las parroquias como bellos lugares para amar o quizá como lugares para amar bello. Teniendo en cuenta que, independientemente de su hipotético parecido con otros lugares de erotismo como pueden ser los prostíbulos o las suites nupciales de los hoteles, las iglesias también son sitios donde se veneran instrumentos de tortura -la cruz, las ruedas dentadas, las coronas de espinas-, hemos de colegir que, para el neocatecumenismo, "un buen morir toda la vida honra".

Más en la práctica, por lo que se refiere a las pinturas del ábside de la Almudena, a juicio de su eximio autor, forman "una corona mistérica, puesto que representan los misterios que se celebran en el altar"-la Transfiguración, la Crucifixión y el Pentecostés, entre otros-. Quizá convenga añadir que, pese a la extrema dificultad que entraña la materialización pictórica de tantos y tan insondables misterios, en palabras de don Kiko, "lo más difícil de hacer ha sido el rostro de Cristo. Puedes estar meses y no te sale, o te sale un churro, porque se trata de hacer el rostro de un hombre que es Dios. El que no tiene fe no lo comprende" (véanse, internet y ABC y El País, 29.IV.04). No sé, no sé... aquella alusión a la belleza de las mezquitas..., éste miedo a representar la cara de un dios... ¿no huele a islamismo? ¿o se trata sólo de una extrema, orientalizante y pseudoherética iconoclastia?

Remitámonos a las obras y no calumniemos: pese a sus reticencias teológico-artísticas, tras conseguir no sólo el nihil obstat sino hasta el alirón del mismísimo Papa Woytila -¿la infalibilidad papal llega a la estética?-, don Kiko ha pintado en Madrid la cara de su dios y también la de media corte celestial. El ábside de la Almudena se encuentra ahora atiborrado de gólgotas, sepulcros desafectados, ángeles y pantocrátores, vírgenes con ostentosas lágrimas y asambleas de santos estuporosos. Todas y todos en estilo neo-bizantino; es decir, con colores primarios fluorescentes, dibujo pueril y composición simple pero libre -libre de toda inspiración, habría que precisar-. Por si ello fuera poco, como el artista trata explícitamente de "aunar arte y palabra", en las vidrieras campea el término palabra escrito en sólo seis lenguas -por fortuna, no había más ventanas-. Para plasmar tan modesta glosolalia, Kiko ha elegido el grafismo de catequesis parroquial, esa caligrafía que se caracteriza por 'la extrema liberación de sus rasgos' -en otras palabras, pródiga en palotes desmesurados-. Para destacar la pureza del mensaje escrito, las letras resaltan sobre un fondo abstracto tan absolutamente abstracto que se aproxima a la nada; un trazo menos y desaparece hasta el cristal. Pero lo que puede interpretarse como inspiración en grado cero, es en realidad una eficacísima técnica alfabetizadora: bañados en la playa de la entelequia, los palotes se deletrean de corrido y así nadie corre el riesgo de distraerse regodeándose en la contemplación de la materia, una actitud impúdica perteneciente al negociado de Los Pecados Capitales, sección Pereza. No nos cabe duda de que tal ha sido la intención de Kiko: evangelizar con la escritura; de paso, ahuyenta a los feligreses de la tentación latente en toda hermosura. O de cómo Kiko entiende el analfabetismo como el peor enemigo de las religiones del Libro; en lo cual tiene más razón que un santo, dicho sea con independencia de que deberíamos estar hablando de arte y no de pedagogía.

Por la otra parte, los envidiosos de turno le acusan de auto-plagio pues dicen que ha duplicado las 'pinturas' que ya perpetró contra una iglesia sita en la República Dominicana. Pecado menor sería este de repetirse cual guiso de ajo pero hay más: ¿cómo puede haber plagio en el neo-bizantinismo, un estilo que lleva autoplagiándose desde hace quince siglos? Se necesitaría el genio de Teófanes para escapar sutilmente de unas convenciones más que milenarias pero todo indica que don Kiko no es el famoso Griego, menos aún ningún Andrei Roublev -al igual que Sáenz de Heredia no es Tarkovski y que, desde el empíreo, me perdone la comparación el excelso director ruso-. En todo caso, hay que reconocer que un hálito genialoide no le falta a don Kiko; lástima que su genialidad vaya a contracorriente de estos tiempos hedonistas y hasta concupiscentes porque, si viviéramos en época de espinosa laceración, aunque ésta solo fuera de ascesis estética, el planeta entero aplaudiría sus atrevidas innovaciones, a saber: a) el bizantinismo gozaba de los pliegues mojados. Kiko da un paso adelante y los plisa, plancha y hasta almidona; b) los de Bizancio simplificaron la perspectiva. Kiko la anula; c) en los iconos, los dioses detestan la sensiblería humana. Kiko los regresa a este mundo convirtiendo el Valle de Lágrimas en plató de culebrón; d) los iconos nos hacen creer que la bisutería es orfebrería. En un vuelco revolucionario, Kiko consigue lo opuesto: que el óleo parezca acrílico y el acrílico, pintura de pared; que el vidrio se transmute en metacrilato y el granito de la Almudena, en cartón piedra de Hollywood. Olé.


Visita indiscreta a la capilla Sixtina

Entre 1980 y 1989, el profesor Gianluigi Colalucci como restaurador y el artista de la moral Fabrizio Mancinelli como comisario encargado por el Vaticano para velar por la moral artística, limpiaron y abrillantaron los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina (750 m2). Entre 1990 y 1994, el mismo tandem se atacó a restaurar la pared que ostenta el archifamoso Juicio Final (180 m2). Semejantes encomiendas rozaban el sacrilegio laico puesto que Michelangelo Buonarroti es el Júpiter del Renacimiento y éste es el Paraíso de la modernidad y, como tal olimpo, literalmente intocable. Porque no cabe duda de que, en éstos nuestros días, Renacimiento + Mugre-de-Siglos significan para la gran cultura bastante más de lo que Lucy de Hadar y Cromagnon significan para los paleoantropólogos: la fontana de oro, el manantial de la eterna juventud, el origen de todo... y también una culminación donde el alfa lo pone el Renacimiento y la omega, la mugre plurisecular. Acercarse con la sombra del plumón de un colibrí polluelo a las obras de Miguel Ángel era (es) sospechoso de iconoclastia, grave afección que precede a la embarazosa acracia quien, como reconocen propios y extraños, a su vez es la madre de todas las desviaciones sociales. Sin embargo, obligados por el deterioro pentacentenario que sufrían los inmarcesibles frescos, Colalucci y Mancinelli cumplieron el mandao del Vaticano. Como era de prever, los resultados de sus trabajos despertaron una tormenta en vaso de agua: ¡profanación!, gritaron los más ariscos; ¡irreverencia!, se lamentaron los de enmedio; ¡torpeza!, adujeron los mansos; ¡maravilla!, se maravillaron los maravillosos.

La polémica giró en torno a dos ejes opuestos: sobre tecnicismos y sobre el respeto al original miguelangelesco. Esta disparidad temática resultaba sospechosa en sí misma y, en efeto, ocultaba un secreto a voces que desvelaremos más adelante. Por ahora, bástenos resaltar que el primero era un tema para contados especialistas mientras que el segundo era todo lo contrario: absolutamente popular. Sobre tecnicismos, nada podemos decir puesto que no sabemos nada de intonacos y disolvente AB 57 -un compuesto de bicarbonato de sodio, amonio, fungicidas y bactericidas-, ni tampoco de aguas destiladas y desionizadas. Pero sobre la apariencia inicial de los frescos originales, todos podemos tener una opinión aproximada pues todos tenemos derecho a imaginarnos la obra miguelangelesca según nuestro leal saber y entender. Dependerá en cada caso de cómo nos guste figurarnos la Roma y el Vaticano del siglo XVI. Por ejemplo, servidor se pregunta en primer lugar en homenaje a quién se llama la Sixtina a esa capilla; pues muy fácil: en honor al papa Sixto IV, promulgador de la fiesta de la Inmaculada Concepción y, además, el pontífice que autorizó a los Reyes Católicos a instaurar la Inquisición y el que nombró a su amigo Torquemada como primer torturador oficial -impolutas credenciales para lo que vino después-. En cuanto al parque temático Roma/Vaticano, servidor también recuerda que esos lugares santos de la Cristiandad eran en aquellos años un gigantesco burdel y no lo afirmamos enfebrecidos por prejuicios ideológicos sino porque, según consta en el censo del año 1490, de las 40.000 personas que entonces poblaban la Ciudad Eterna, 6.800 eran putas.

Podríamos decir que la Eternidad de Roma fue renacida con el sudor del 17% de sus habitantes, un porcentaje ciertamente histórico y memorable -a título de comparación, recordemos que, circa 1880, sólo había 1.200 putas en el East End, el populoso barrio londinense escenario por esas fechas de las fechorías del Príncipe de Gales y/o Jack el Destripador-. Es razonable suponer que, enmedio de semejante casino romano, proliferaran los desmanes de toda laya, incluidos los desprecios hacia las obras artísticas y hacia sus artífices. Por ello, en primer lugar, nos asombra que hoy profesemos tanta veneración para con el original miguelangelesco cuando Buonarroti no mostró respeto alguno por la obra de sus predecesores -¿otra manifestación de la terribilitá, marca registrada de este genio?-. Sería culpa de los efluvios del lenocinio, del bisbiseo intestinal causado por el vidrio molido frecuente en las orgías de los Borgia, del hedor de las conspiraciones vaticanas y señoriales o, simplificando, del signo de aquellos tiempos pero el dato fehaciente es que, al llegar a la Sixtina, Michelangelo destruyó las pinturas que la recubrían desde 1481, obra supuestamente insigne de Pietro Vannucci, el Perugino (circa 1445-1523), maestro que fue de Rafael de Urbino. Por lo tanto, prodigios perennes made in Perugia como, por ejemplo, el Cristo entregando las llaves a San Pedro duraron sólo 27 años. Más aún, Michelangelo realizó algunos frescos en la mismísima Sixtina a los que hizo correr parecida suerte.

La inmortalidad de Miguel Ángel comenzó, pues, fraguándose a costa de la matanza de sus predecesores e incluso de su propio suicidio -parcial-. Dicho de otra manera, el signo de aquellos tiempos no fue precisamente el de la eternidad, ni siquiera el de una duración limitada a un par de generaciones. Este edificante marco cotidiano de mancebías mitradas, saccos y conjuras, destrucciones, plagios y autoplagios, debería ser suficiente para convencernos de una vez por todas de que nunca sabremos cómo fue el original de Miguel Ángel. Idolatrarlo es perseguir una quimera.

Por si ello fuera poco, habría que añadir los "retoques" posteriores sufridos -o gozados- por la obra del eximio florentino -en puridad, aretino-. Son bien conocidos los nombres de Domenico Carnevali y de Daniele da Volterra, también conocido como Il Braghettone (= el pantalonero, el calzones), pudorosos artistas que vistieron algunas partes demasiado pudendas de los poderosos y hasta todopoderosos personajes de la santísima capilla. Lo que quizá no es tan celebrado -aunque haya acaecido ayer mismo- es que la restauración de los años 1988-1994 eliminó sólo 17 de los aproximadamente 40 taparrabos impuestos a los frescos sixtinos. O sea, que estamos comentando una restauración cuando menos píamente parcial.

Parcialidades aparte, lo más significativo de la polémica suscitada por el trabajo de Colalucci y Mancinelli es lo que no se dijo. Lo que todo el mundo calló fue su desconcierto ante el original de Miguel Ángel. No quisieron dar crédito a sus ojos porque lo que renació no coincide con el gusto pictórico actual sino que se trata de un ostentoso cromo, grandilocuente y deslavazado. Pura pérdida. Por nuestra parte salvaríamos del desastre, si acaso, una anécdota y ello porque no fue descubierta hasta 1925: el autorretrato de Michelangelo que asoma en la piel colgante de san Bartolomé en el centro del Juicio Final -morisqueta pictórico/taxidermista de los cueros fláccidos-. Pero, yendo al grano, no nos engañemos: dejando a un lado la trillada temática catecúmena por ser de obligado y/o voluntario cumplimiento, los frescos miguelangelescos exhiben impúdicos unos colores chillones todavía más hirientes que el azul purísima de Murillo; unas luces sin sombras y viceversa -¿de qué le serviría al Buonarroti haber estudiado en el taller de los Ghirlandaio?-; unos cuerpos humanos monstruosos y asexuados regidos por el más vulgar de los estereotipos: el del volumen -grande para los viejos, pequeño para los niños-; un sentido de la perspectiva -más rudimentario que el propio de su tiempo- que se limita al escorzo humano y que quiere engañar facilonamente a través de pueriles coqueteos con la arquitectura de la capilla y de trampantojos (trompe-l'oeil) de catón. Todo ello articulado en una composición que no merece tal nombre puesto que son viñetas dispersas más propias de un dibujante alocado que de un pintor que quiere contar una historia sagrada. Vista sin esos prejuicios de la educación artística occidental -léase, evangelización estética- tan lerdos que consiguen mirar el paso de los siglos sin ver el autorretrato del genio idolatrado, la Sixtina es un monumento al kitsch. Tal y no otro es la cumbre del arte renacentista y, para bastantes euromaníacos, incluso del arte mundial.


Otra teoría del Renacimiento es imprescindible

La vigente idolatría del Renacimiento, esta lastimosa renacelatría, es una de las más groseras contradicciones que arrastra la muy zafia -por belicista- y contradictoria -por hipócrita- cultura occidental de nuestros días. Por un lado, Occidente padece un prurito de originalidad que se manifiesta en su culto a la innovación tecnológica, se degrada en la moda y se exacerba en el creacionismo intrínseco a su religión judeo-cristiana. Pero, por el lado opuesto, Occidente venera a sus muertos, detesta las alteraciones del status quo político y se ahoga en tantísimas referencias históricas y artísticas sobre sí mismo que consigue dar la impresión de que nunca fue creado sino que existió desde siempre. Sobra decir que la 'renacelatría' es una rama más de esta frondosa segunda tendencia. Pero es un raigón especialmente estéril; para el abajo firmante, su esterilidad es debida a dos motivos principales: lo espúreo de su nacimiento y lo acomodaticio de sus sucesivos renacimientos. Nació como puro acto volitivo -léase, elitesco-, no como necesidad de una nueva expresión plástica o social. En el fondo, queremos decir que nació como caución, canon y ornamento de esa forma de dominación política que, con el tiempo, terminó llamándose Estado. A los déspotas recién llegados les gustaba reflejarse en un pasado imperial y lo hicieron afectando una pose de, valga la paradoja, nostalgia futura: los nuevos señores de la guerra -los más crueles entre todos los crueles-, los mitrados de horca y cuchillo -contumaces pecadores-, los usureros y monopolistas -traficantes del lujo-, conscientes de su pequeñez, aspiraban a superarla glorificándose como Imperatores redivivos. Para conseguirlo, eligieron el camino del plagio sin parar mientes en que la falsedad de su empeño se transparentaba desde el mismo término de 'renacimiento': si no hay re-muerte, tampoco puede haber re-nacimiento.

Pero, en términos de política internacional, la patraña fue mucho más allá de hacernos comulgar con la rueda de molino de la re-creación: llegó hasta el burdo manejo del arte como mero accesorio de la enésima Cruzada. No podemos entender el Renacimiento olvidándonos de la caída de Bizancio y de la fulgurante expansión del Imperio Otomano puesto que ese sí era Imperio de verdad y no la bagatela del pomposo Sacro Imperio Romano-Germánico -en realidad una componenda de Grandes Electores, es decir, de comineros políticos de campanario-. Los renacentistas querían "ser Califa en lugar del Califa" pero nunca se atrevieron a confesarlo. Por el contrario, la nueva Cruzada exigió eliminar de la Antigüedad greco-romana todo rastro de lo que entonces podía entenderse como 'otomanismo' y que hoy llamaríamos 'orientalismo'. Para ello, la cortesanía culta o intelectualidad orgánica de la época renacentista, se aplicó a diseñar una Grecia clásica surgida de repente y de la nada. Apareció una Atenas creada ex novo con un alfabeto, un olivo, una parra y una ciencia caídas directa y exclusivamente del Olimpo. Adiós hicsos, minoicos y otros pueblos pre-helénicos y ustedes, micénicos y aqueos, no se dejen ver demasiado... Se borró toda alusión a los antepasados egipcios, a los cultos de Mitra, Isis y Astarté, a las evidentísimas influencias mesopotámicas, en resumen, a la raíz oriental de la cultura llamada clásica.

Esta imagen del Renacimiento se ha mantenido incólume hasta nuestros días -una buena medida del nefasto peso de la 'tradición oral' en Occidente-. Y ha perdurado porque, en estos últimos cinco siglos, siempre ha habido una Cruzada que azuzar. La inmediatamente anterior a la Cruzada en curso ocurrió a principios del siglo XIX: hacia 1820, la guerra de independencia griega inflamó los ánimos helenófilos de los Byron, Humboldt y Shelley haciéndoles caer en los peores excesos helenólatras. Una vez más, ilustrísimas cabezas europeas se abandonaron al topicazo de la lucha entre civilización y barbarie -un tema caro a Occidente-. La erudita Hélade versus la zafia Sarracenía. La democracia enfrentada al despotismo. El piadoso ostracismo contra el vil empalamiento. Justo cuando, conquistadas las Américas, Europa se aprestaba a invadir Asia y no precisamente armada de pétalos de lis, la punta de lanza del eurocentrismo -forma derivada del helenismo y viceversa- no la constituyeron aquellos monarcas empeñados en desangrar Europa so pretexto de sus rencillas familiares ni tampoco esos tiburones de la industria que encadenaban niños a sus máquinas sino ¡los héroes románticos!. Que estos paladines de la diversidad nacional y cultural, supuestos valedores de los desheredados, bajo capa de clasicismo cayeran en la orientalofobia nos demuestra una obviedad no tan obvia: que muchos europeos son, antes que nada, europeos.

Visto lo visto, hoy no puede extrañarnos que los capitolios de Occidente -todos escandalosamente igualitos- sigan encubriendo armas de destrucción mas que masiva, planetaria, y que éstas continúen apuntando a los padres de la Grecia clásica: al Oriente Sarraceno. Gracias a las armas y a las malas mañas de la alianza objetiva entre papas y reyes -para que luego nos hablen de teocracias orientales-, y previo descrédito de la diversidad de las artes locales -últimas artes indígenas europeas-, el Renacimiento extendió por todo Occidente un manto de clasicismo ramplón, monocorde y de segunda mano... y así seguimos, imponiendo el Orden Dórico sobre propios y extraños.


Comparaciones odiosas

Sin embargo, hubo un momento casi contemporáneo en el que algunos occidentales, hastiados de tanto ordenancismo eurocéntrico, decidieron protestar contra el Orden Dórico sin por ello verse obligados a orientarse hacia La Meca. Nos referimos a las revueltas de los años 1960's -dicho en clásico, Dionisos contra Zeus-. La reacción de los renacentistas fue tan rápida que hasta fue simultánea. Desde este punto de vista, el 'fenómeno Kiko' puede leerse como la construcción propagandística de un peón más del ejército que ataca a 'los revolucionarios años sesenta' -trasunto subsidiario del pérfido agareno-. En este caso, los textos no mienten: según sus aduladores, el individuo Kiko "era uno de los prototipos contestatarios de los años sesenta". Según sus propias palabras, en los años sesenta, "todos mis amigos eran comunistas (..) Yo les decía: 'me gustaría que cuando hayáis creado un paraíso donde no haya injusticia, me gustaría entonces poner una bomba porque no tenéis derecho a vivir en un paraíso de ese tipo si no dais respuesta a todas las injusticias de la Historia, a los negros que fueron cogidos de África y llevados en barcos y muertos en las bodegas" ("La belleza que salva al mundo", ponencia presentada en el V Congreso Católicos y Vida Pública, Fundación Universitaria San Pablo-CEU, Madrid, 15 XI 2003). Confunde, confunde que algo queda: evangeliza de grado o por la fuerza a los negritos de hoy pero gime por los de ayer. Amenaza con las bombas propias y sataniza a las bombas ajenas. Exige justicia retroactiva mientras que asfixias en piélagos de caridad a la justicia de hoy. Esgrime del mismo plumazo el maximalismo para los otros y, para los tuyos, la teoría del mal menor -tan cristiana ella-. Pero, sobre todo, aparenta rebeldía, gasta algunas extravagancias, dátelas de provocador; en resumen, hazte pasar por sesentayochista.

Confusiones aparte, la peripecia personal de Kiko no deja lugar a dudas sobre su desaforado franquismo; mientras el laicismo español, condenado a la clandestinidad durante el nacional-catolicismo, asomaba temerariamente la cabeza durante esos mismos años sesenta, Kiko nos dice que "fundé un grupo de arte sacro que se llamó Gremio 62; hicimos una gran exposición en la Biblioteca Nacional, pagada por el Ministerio de Cultura [en la dictadura franquista no hubo tal 'ministerio de cultura', debe referirse al Ministerio de Información y Turismo, vulgo 'de propaganda y censura'] Después fui invitado a representar a España en una exposición internacional de arte sacro en Francia". Invitado significa en este caso designado por los jerarcas del franquismo-vaticanismo para apoyar a los pseudoartistas más retrógrados de la muy laica Galia. Y, de paso, para hacernos creer a los españoles que la otrora 'hija preferida del Papado', tras un breve aunque lamentable paréntesis ateo, había vuelto por los fueros milagrosos de Lourdes o, cuando menos, por los más hogareños de las monjitas citroen dos caballos -no menos milagrosos porque ya es milagro que nuestros oídos hayan sobrevivido a sus arpegios-.

Pero no hay franquismo sin militarismo -ni viceversa-; por ello, es en sus relaciones con 'el noble oficio de la espada' donde más se transparenta la vocación oculta de don Kiko. Dice a este respecto que "me tocó irme a África para hacer el servicio militar como alférez provisional". Pues bien, dentro de esta frase aparentemente anodina, en el uso del vocablo provisional chirría un lapsus harto significativo: 'alférez provisional' era el término oficial del franquismo para designar al universitario alistado en el bando fascista durante la guerra civil -para otros, revolución española-. En realidad, Kiko no pudo participar en la sublevación nacional-católica puesto que nació el mismo año en que ésta triunfó (1939); así pues, bien a su pesar, tuvo que conformarse con ser 'alférez de complemento', es decir, universitario prestando el servicio militar durante el franquismo. Resulta evidente que a Kiko le hubiera gustado matar ateos cómodamente blindado tras un uniforme de oficial combatiente. Hubiera sido la culminación de su existencia... que no desespere, quizá esté todavía a tiempo de matar con sus propias manos -ateos o moros, tanto da-.



El círculo se ha cerrado. El redactor del diario madrileño tenía razón: Kiko es, en efeto, el Miguel Ángel contemporáneo; que garrapatee en bizantino en lugar de en renacentista es una minucia debida a problemas técnicos y, sobre todo, a que quiere ser tan ortodoxo que se siente obligado a ver en Bizancio al verdadero Imperio clásico. Pero lo sustancial se mantiene: Buonarroti era un funcionario artístico del Papa y Kiko, también -aunque el arte sacro sea falso de toda falsedad-. El Renacimiento era un plagio y los iconos kikónicos, son el plagio beatificado -delitos ambos debidos en buena parte a sus respectivas dependencias de la Cristiandad-. Miguel Ángel no era pintor -él mismo lo reconocía- y Kiko, tampoco -aunque no lo reconozca-. Desde el punto de vista cívico, el florentino dedicó su vida a la propaganda de la fé so pretexto del arte y el español, igual, pero con más énfasis en el proselitismo diario que en las Musas. El renacentista era un alto mercenario en la batalla contra el Sultán y el contemporáneo, un alto voluntario contra el Imán frustrado por la frialdad (¿) de la contienda. En cuanto al producto material de sus respectivos trabajos, lo consideramos como hidras pelonas del látigo de siete colas con el que nos flagela el Orden Dórico. O sea, que tenemos motivos para que no nos guste. Pese a lo mucho que sobre gustos (dóricos) se ha escrito.




Texto, Copyright © 2004 Antonio Pérez.
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Última actualización: enero 2005

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