
|
¿Preguntas? ¡Preguntas!
por Eduardo Moga
Pasaje de la muerte niña es el penúltimo libro publicado
por Francisco Pino. Sus diecisiete poemas articulan —o, más bien, descomponen— un
insólito canto a la feminidad, en su doble vertiente creadora y destructora. El libro es, pues,
una invocación de eros y tánatos, del amor y la muerte, del sexo y la anulación. Y aunque luego
las piezas se internan por parajes desconcertantes, y hasta abstrusos, este propósito resulta
diáfano en el texto introductorio ("la mujer que se ahonda en cada quien, diosa, reina, celestina,
prostituta, polvo y especialmente carne, carne virgen y madre...") y en el primer y brevísimo
poema:
¿Mujer? ¿Estoy cerca de ti? ¿lo fuiste? ¿alguna vez? ¿entre qué zarzas?.
También después aflora con nitidez la dicotomía, que en realidad responde a una unidad profunda.
Así, en el poema 10 leemos:
¿dónde el rey godo Leovigildo fuera a parar con dos doncellas de la mano? ¿Una? ¿la
muerte niña? ¿y otra la virgen que dejara de serlo? ¿cierta noche?".
De la naturaleza femenina así concebida surgen las dos poderosas corrientes que atraviesan el
libro: el erotismo y la muerte. El primero es perceptible en la selección léxica —sujetadores,
bragas, culos, muslos, pezones, clítoris, menstruaciones, senos— y en las seis
ilustraciones —poeturas las llama su autor—, en las cuales reconocemos siluetas
genitales y polícromas eyaculaciones. "Hablo de sexo", afirma Pino en el poema 9, en el que juega
con el doble sentido del término "virgen" —religioso y fisiológico— y subraya la íntima
fusión entre tiempo —es decir, muerte— y génesis; entre el transcurrir de la vida,
que desemboca en la desaparición, y el permanecer de la vida, congelada e hirviente en el
instante eterno de la unión amorosa:
Cuando hablo del tiempo hablo de cama, lecho, hablo de almohada, verde de corazón pasado,
entrelazado; suceso todo, curso, sucedido, sin tiempo, de un instante no, muy no, que
acoge cuanto pasa...
La muerte, por su parte, encarna en esa niña del título, que hilvana, con su inquietante
recurrencia, todas las composiciones del libro; esa niña a la que acompaña un vocabulario
funeral —tumbas, camposantos—, sustentado sobre todo en la repetición de un término
obsesivo: muerte.
Hora de estupro y de pónense, pubis, o de la muerte, niña...
leemos en el ya citado poema 10; y también:
la muerte que es niña y no se muere
Pero las dos corrientes, como caras especulares de una poderosa jano, se abrazan, se enredan
como hiedra, y acreditan, con su conmixtión, la indisociable realidad del acabamiento y del
renacimiento, de la energía de la materia y de la caducidad de la materia. En numerosos
pasajes del libro las hallamos a ambas imbricadas, como en copulación:
¿o Himalayas, bonsais
(sic), las dos tetitas de la muerte pequeña?",
dice el poema 8; y el 10:
¿ensuciadas? ¿por niñas muertas? de pipas y cenizas, con sus novios, la blanca estupidez
eyaculando...
La formalización del poemario responde a un vanguardismo indeclinable, cuya llama ha mantenido
Francisco Pino encendida a lo largo del pasado siglo XX, incluso en las duras décadas del realismo
social, o en estos tiempos nuestros, en que los nietos del realismo social se permiten afirmar que
las vanguardias son una anécdota ya fenecida. En todo Pasaje de la muerte niña, salvo en el poema
9, los versos aparecen entre signos de interrogación. Es un procedimiento infrecuente, pero no
desconocido. Juan Gelman salpica sus versos de barras, y el dominicano José Mármol ha publicado
libros, como La invención del día, en que la separación versal y los signos de puntuación
se transforman en puntos, de modo que el texto aparece sistemáticamente interrumpido por una
yuxtaposición feroz. Pino pregunta. O, al menos, eso se diría en un primer momento. Sin embargo, su interrogación no es puramente gramatical, sino filosófica y metapoética, casi existencial. Sus preguntas no pretenden obtener una respuesta, sino suscitar una duda, abrir un paréntesis en nuestra comprensión del lenguaje y, por lo tanto, del mundo. Los sintagmas quedan cuestionados, suspendidos en su propio e incierto ser. Y, escépticos, parecen inquirir por su existencia y nuestra percepción. ¿Es real eso que el poeta dice? ¿Existe, más allá de su forma de tinta, de su apariencia peculiar? ¿Y existe algo que los una, algo que recorra su arbitrario mostrarse ante nuestros ojos?
Paradójicamente —porque la paradoja es uno de los principales reactivos poéticos—, la desconexión lógica que Pino impone a sus poemas —y que es su más íntima argamasa— hace que todos los elementos lingüísticos empleados adquieran una relevancia singular, brillen con desusada dureza y materialidad. El ojo acaba ignorando la omnipresencia de los signos de interrogación y percibe las palabras que acotan como entes puros y cerrados, repujados en la página, plenos de sentido y de sonido. Y desde esta individualidad, observa su arracimarse, su cristalización constante, como cuarzos ordenados por ecos muy sutiles. Los poemas de Pasaje de la muerte niña se constituyen en anárquicos fractales de realidades dichas, en cuya selvática geometría cabe todo, desde lo quevediano y soez —"se sacó la minina y orinó", "puta", "culo"— hasta lo anómalo, lo que el poeta se inventa, en un continuo forzamiento del vocabulario y la sintaxis con el que pretende ajustar un lenguaje insuficiente a sus propios impulsos emocionales: "dios indiós", "ombligas", "techos chagalles", "después de despueses". En este mismo sentido, como un juglar dodecafónico, Pino practica perturbadores juegos de palabras, que no buscan la mera sonrisa, sino la sacudida profunda que produce el desmantelamiento del lenguaje, o las estructuras del lenguaje que actúan como raíles del pensamiento —y, por lo tanto, lo domestican—. El brevísimo poema 11 se inicia así: "¿Qué detalle talla el talle? ¿tollo?", y luego compone un caligrama con términos que destilan olor a sexo: "tollo", "herramienta", "rabo". El 14 observa una disposición muy similar. Empieza con una paronomasia: "¿Castra el castro con cresta costra cresta?", y a continuación dibuja una figura en la página mediante permutaciones y reducciones de letras, al modo de otro gran poeta experimental, Juan Eduardo Cirlot. Y si antes, en el poema 11, se aludía a un gato, en éste aparece un perro. Estas imantaciones y fugas —en el sentido musical del término— revelan que, más allá de su fractura dialéctica y de su irracionalismo aparente, la poesía de Pasaje de la muerte niña alberga una razón profunda. No es obvia, desde luego: Pino ordena el poema desde su subsuelo. Pero, superada la fronda disruptiva del texto, advertimos reiteraciones, agrupamientos, coágulos multifacetados: una telaraña de ecos y vínculos fonéticos y semánticos. Y un chisporrotear de imágenes surreales, una eclosión de bellísimos objetos verbales corona este magma connotativo. El poema 3, por ejemplo, se inicia con una anáfora y una sucesión de desgarradas metáforas:
¿mujer? ¿Oh? ¿carne azul redonda que costean los frutos? ¿mujer? ¿Oh? ¿carne gris que
marginan los ángeles? ¿mujer? ¿carne sin carne apoyo de albas? (...) ¿mujer? ¿pura
impureza sobre pubertades? (...) ¿mujer? ¿mar tenebroso en vello bello? ¿mujer? ¿Oh?
¿Claridad de númenes y silfos?...
Y el soneto que conforma el "Inciso clásico" del poema 15 reitera en todos sus versos el
término "amor" —en una posición central: su sílaba tónica ocupa en todos los casos
la 4ª o 6ª sílaba métrica—, creando un vigoroso efecto sonoro y evocativo, por cuanto esa
repetición no remite a nada exterior al poema, sino a su propia obsesividad, a su estricta espesura
prosódica. Así acaba el soneto:
¿En estrechez, amor? ¿Jamás repara? ¿No aclara, amor, la cosa nunca clara? ¿de qué es la vida,
amor, de qué es la cosa?
¿la cosa, amor, la acción, la gana Gana? ¿de que no quiebre, amor, la
luz temprana? ¿y halle en lo oscuro, amor, la rosa? ¿rosa?".
Por último, Pasaje de la muerte niña aparece sembrada de nombres de literatos, y de
referencias históricas, mitológicas y artísticas. Ello ayuda a cimentar un vasto edificio de voces que
se multiplican y prolongan, en la búsqueda del sentido total que persigue el poemario: el hambre de
ser, el deseo de sangre y de luz y de vientre de alguien —que es Francisco Pino, pero también
cualquiera de nosotros— que se sabe cercado por la nada.
__________________
Bibliografía:
- Francisco Pino. Pasaje de la muerte niña. Madrid, Ave del Paraíso, 1999.
Texto, Copyright © 2004 Eduardo Moga.
Todos los derechos reservados.
|