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Un lugar común

por Francisco Javier Gil Martín


Al comienzo de Las palabras y las cosas, un libro que ya figura entre los clásicos de la filosofía del pasado siglo XX, Michel Foucault rompe los esquemas al explicar e ilustrar qué es un lugar común. En la retórica antigua, lugares comunes son -dice el tópico del diccionario- cualesquiera "fórmulas o clichés fijos y admitidos en esquemas formales o conceptuales de que se sirvieron los escritores con frecuencia". En su actual uso coloquial por lugar común se entiende la expresión muy empleada, manida a fuer de quedar trivializado un sentido unívoco en el que coinciden los pensamientos amaestrados de una mayoría. En vez del cliché retórico o de la trivialidad, el lugar común es para Foucault un espacio de encuentro que reconduce lo plural y diverso a una unidad chocante:

"Sabemos lo que hay de desconcertante en la proximidad de los extremos o, sencillamente, en la cercanía súbita de cosas sin relación; ya la enumeración que las hace entrechocar posee por sí misma un poder de encantamiento: "Ya no estoy en ayuno", dice Eustenes. "Por eso se encontrarán con toda seguridad hoy en mi saliva: Áspides, Amfisbenas, Anerudutes, Abedesimones, Alartraces, Amobates, Apinaos, Alatrabanes, Aractes, Asteriones, Alcarates, Arges, Arañas, Ascalabes, Atelabes, Ascalabotes, Aemorroides...". Pero todos estos gusanos y serpientes, todos estos seres de podredumbre y viscosidad hormigueante, como las sílabas que los nombran, en la saliva de Eustenes, tienen allí su lugar común, como sobre la mesa de disección el paraguas y la máquina de coser". [1]

Una enumeración de tal guisa -caótica, pero con sentido- puede leerse en una obra maestra de la literatura universal, Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais. En el capítulo XIII del Libro primero, el dedicado a Gargantúa, este gigante relata su búsqueda del mejor limpiaculos.

"Una vez me limpié con el tapaboca de terciopelo de una señorita, y lo encontré bueno, pues la blandura de la seda me causaba una voluptuosidad muy grande en el trasero. Otra vez con una caperuza de señora y me ocurrió lo mismo; otra vez con una pañoleta; otra con unas orejeras de satén carmesí; pero unos bordados con abalorios de mierda que tenían me desollaron el trasero... El mal se me curó frotándome con un bonete de paje bien emplumado a la suiza".

Cinco objetos que sirven para cubrir la cabeza se transforman en limpiaculos, con lo que el cuerpo da una voltereta. A la sustitución del rostro por el trasero le sigue otra irreverencia:

"Después, al cagar detrás de un arbusto, encontré un gato y me limpié con él; pero con sus uñas me ulceró todo el periné. Para curarme me limpié al día siguiente con los guantes de mi madre bien perfumados de benjuí".

El trastorno de la utilidad de los objetos se continúa con un curso de botánica:

"Luego me limpié con sauce, hinojos, eneldos, mejorana, rosas, hojas de calabaza, de col, de beterraga, de pámpano, de malvavisco, de verdasco, de lechuga y espinacas, de mercurial, de persicaria, de ortigas, de consuelda".

Y en seguida a los vegetales (muchos comestibles) les siguen las ropas y otros materiales y otros animales:

"Luego tuve las almorranas, de las que me curé limpiándome con mi bragueta, con las sábanas, la colcha, las cortinas, un cojín, un tapiz, un mantel, una servilleta, un pañuelo... Con todo esto sentí tanto placer como sienten los que sufren de roña cuando se les rasca. Me he limpiado con heno, paja, estopa, borra de lana, de papel... Me limpié luego con una cofia, una almohada, una zapatilla, un saco, un cesto -¡desagradable limpiaculos!-, un sombrero. Y notad que en sombreros los hay lisos, peludos, de terciopelo, de tafetán y satén; los mejores son los peludos, porque hacen muy buena abstersión de la materia fecal. Después me limpié con una gallina, un gallo, un pollo, la piel de una ternera, de liebre, con un pichón, un cormorán, un capuchón de letrado, una toca, una cofia, un señuelo". [2]

Mijail Bajtin informa (en La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais) que este episodio es una de las innumerables expresiones con que Rabelais glorifica la carnavalización del mundo, del pensamiento y la palabra[3]. Rabelais es el heredero y la coronación de varios milenios de una cultura cómica popular que -durante la Edad Media y el Renacimiento- se manifestó, por ejemplo, en los festejos del carnaval, pero que ha existido desde siempre sin fusionarse nunca con una cultura oficial a la que aquella subvierte con el poder beatífico y corrosivo de la risa.

"Para concluir, yo digo y sostengo -porfiaba aún Gargantúa- que el mejor limpiaculos es un pollo de oca con muchas plumas, cogiéndole la cabeza entre las piernas. Creédmelo por mi honor: se siente en el ano un deleite mirífico, tanto por la suavidad del plumón como por el calor templado del animalito, que fácilmente se comunica a la morcilla cular y a los otros intestinos hasta llegar a las regiones del corazón y del cerebro. Y no creáis que la felicidad de los héroes y semidioses que viven en los Campos Elíseos esté en su asfodelo, en la ambrosía o en el néctar. Está, según mi opinión, en que se limpian el culo con un ansarón".

Estoy bien dispuesto a creer a Gargantúa (y más aún tras haber disfrutado en varias ocasiones de la película Gato negro, gato blanco, de Emir Kusturica) y a continuar, año tras año, regocijándome sin rebozo en el lugar común del carnaval.

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Notas:

1. Foucault, M., Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, Madrid, 1991, 21ª edición, pág. 2.

2. Rabelais, F., Gargantúa y Pantagruel, EDAF, Madrid, 1972, pág. 46-49.

3. Bajtin, M., La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Alianza, Madrid, 1987.




Texto, Copyright © 2004 Francisco Javier Gil Martín.
Todos los derechos reservados.


 


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Última actualización: viernes, 7 de mayo de 2004

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