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Esa maldita costumbre de morir
[Juan Manuel Roca. Bogotá. Alfaguara. 2003. 263 páginas.]
por Samuel Serrano
Fabrico espejos:
al horror agrego más horror,
más belleza a la belleza.
Llevo por la calle la luna de azogue:
el cielo se refleja en el espejo
y los tejados bailan
como un cuadro de Chagall.
Juan Manuel Roca
En su primera novela, Esa maldita costumbre de morir, Juan Manuel Roca prosigue la tarea de fabricar espejos que había emprendido en su poesía, pero el reflejo de su prosa, a diferencia de la síntesis que exige el poema, no es en esta oportunidad una instantánea de la vida fluctuante y huidiza, sino un extenso tapiz en el que se entrelazan en una misma urdimbre la saga fantasmal de una familia y la historia de un país, entrevistos a través de las obsesiones y anhelos de dos hermanos que escriben con plumas diferentes en un mismo cuaderno de bitácora el diario de sus lecturas y sus días.
El espejo surcado por imágenes cambiantes y huidizas, y la poesía que intenta detenerlas en su fuga por medio de signos accidentales y arbitrarios son los elementos análogos que Roca coloca frente a frente en esta novela para forjar un memorial del tiempo que abarca la historia y la literatura de Colombia del pasado siglo y en el que aparecen, transmutados por el prisma del humor y la ironía, sus fobias y apetitos más íntimos junto con los sobresaltos y crisis que resquebrajan su mundo. Un memorial del tiempo basado en las obsesiones de dos hermanos enfrentados y díscolos; Camilo, empeñado en rescatar las imágenes y las claves de una familia que mora en el fondo de una galería de espejos, y Fabricio, entregado a la empresa no menos quimérica de establecer un epistolario de misivas febriles con criaturas surgidas del mundo de la literatura y de los sueños por medio de las cuales se fuga a un espacio de reflejos más elocuente y significativo que la mezquina realidad que lo rodea.
En la vieja casona fantasmal donde moran los hermanos ensimismados en su particular enajenación el tiempo parece detenido en los cristales y en los libros mientras cada uno se entrega en solitario a su ceremonia de fuga y de rescate, confiando en la eficacia de su método para exorcizar el tiempo ominoso que los cerca. Por un lado Camilo extrae del viejo espejo familiar, como de un álbum de ausencias, las imágenes de sus muertos más queridos: la madre que canta mientras cose aferrada al pedal de la Singer, el tío burlón y levantisco que emprende una aventura ferrorevolucionaria y disparatada a bordo de los viejos trenes del país, la bisabuela que se vistió de hombre para poder estar al lado de Bolívar en la convención de Ocaña, etc. Por otro Fabricio escribe cartas demenciales a criaturas que sólo habitan en los libros en un esfuerzo desesperado por interrogarse a sí mismo y a su tiempo, cartas que dirige a un solitario coronel jubilado de las guerras civiles que en el ardiente trópico espera eternamente una misiva a la orilla del río, a la pequeña Alicia y sus incursiones libertarias por el mundo de los sueños, al flautista de Hamelin y su música profiláctica, a Gregorio Samsa antes de sufrir una monstruosa mutación, etc., artificio que crea un juego de voces contrapuestas que le sirven al narrador para desdoblarse y narrar desde las múltiples perspectivas del arte y de la vida las imágenes de un mundo que se encuentra desintegrado y que sólo puede ser descrito desde su desintegración. Un mundo fragmentado al que, sin embargo, la presencia casi palpable de las ciudades de Medellín y Bogotá, donde transcurre la mayor parte de la acción, contribuye a dotar de materialidad transmitiéndole ese sabor de lo vivido y lo degustado que lo llena de carnalidad, a pesar del ambiente onírico y a veces delirante de algunos de sus episodios.
El espejo es tanto un reflejo de la realidad como un proyecto de la imaginación y en la casa poblada por las fantasmagorías de los dos hermanos hay espejos que permiten atisbarlo todo: en el espejo familiar Camilo encuentra a sus muertos más queridos, en el del deseo ve a una hermosa mujer que se desnuda cada noche, en el espejo de los poetas observa las sombras rumorosas y distantes de José Asunción Silva y de su hermana Elvira entre un bosque de susurros y escucha la voz asordinada de Aurelio Arturo que fue uniendo su música de vientos y de aguas a esa música de alas, como también la mano irreverente de Luis Vidales que se robó los viejos aldabones para cambiarlos y hacer sonar los timbres vanguardistas, y poetas seudomalditos que juran su furia a las rosas y las lancean con sus cuchillos de hojalata y hasta el reflejo especular de un personaje inexistente llamado Gavioll que se siente con aires de monarca, pero al mirarse ante un espejo despiadado y jacobino sólo queda su imagen sin cabeza y sin corona. El espejo que había sido de un político es el más sobrecogedor de todos, pues asomarse a su luna es como entrar en una ronda goyesca formada por las sangrientas imágenes de la historia del país y su ristra de crímenes siniestros: sombras que arremeten a hachazos contra la cabeza de un viejo general inerme en una brumosa ciudad andina, hombres desmelenados con ruanas que arrastran un cadáver mientras arden los tranvías y las calles de Bogotá, etc. Fabricio, por su parte, se fuga en el reflejo de los libros por medio de misivas descabelladas que dirige al inventivo Ulises para que lo ayude a luchar contra la peste del olvido en su comarca de lotófagos, al flautista de Hamelin para que limpie su tierra de ratas y ratones, al capitán Ahab para que le ayude a arponear las noches del pasado, a la pequeña Alicia para que lo guíe en el sendero de los sueños, etc.
Esta forma de autismo que gobierna la existencia de ambos hermanos crea una enemistad entre ellos que parece en un principio insuperable y que se manifiesta en las constantes burlas que cada uno arroja sobre el otro. Fabricio se mofa de Camilo llamándolo "espantapájaros de cristal" y éste le responde con el mote de "polilla tragalibros". Pero estas diferencias comienzan a desvanecerse cuando, por arte de un oscuro escamoteador que se ha apoderado del país, empiezan a desaparecer en la ciudad los espejos y los hermanos, que hasta entonces habían evitado mirarse a la cara, se reconocen cada uno en la imagen del otro y descubren con asombro que las diferencias que los han mantenido alejados son tan solo aparentes, pues su afición a los espejos y a los libros son únicamente formas diferentes de forjarse una identidad única e irrecusable que les ha permitido mantenerse a salvo del aborregamiento colectivo que pretenden implantar los siniestros censores que sirven al poder.
A partir de este momento la novela, que parecía ser una alegoría del oficio del poeta como guardián de la memoria en una tierra avergonzada de su propio pasado, entra en el crescendo de una pesadilla orweliana que alude a la historia más reciente de Colombia y en la que los espejos y los libros como salvaguardias de la identidad son condenados por mandato del gran líder y empiezan a ser perseguidos sistemáticamente por censores furiosos dispuestos a exterminarlos de la faz de la tierra en una cacería de brujas sin cuartel que termina arrastrando en su hecatombe a los dos hermanos decididos a defender su reflejo hasta el último aliento de su vida.
Parábola de una sociedad obnubilada por el odio, que incapaz de asimilar las enseñanzas de
su propio pasado se deja dominar por la ira y los peores instintos, Esa maldita costumbre de
morir es también una novela contra el gregarismo de nuestros días que reivindica orgullosamente el derecho a la obsesión y la individualidad. El espejo del político que anula las conciencias para conseguir que todos nos identifiquemos con su tiránico reflejo es destructivo, pero el espejo íntimo y privado que arrastra cada hombre por el mundo, formado con sus lecturas y su vida, es el manantial de los deseos humanos, el venero donde se hunden las raíces del arte y de la personalidad.
Texto, Copyright © 2004 Samuel Serrano.
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