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El arce emigrador.

por Luis Miguel Madrid


Le creció en la garganta el nudo de la indecisión en una madrugada de vientos retorcidos y lluvia de medio pelo. Su piel de madera, las manchas con forma de ojos y el azucar de su corteza se revelaron en la misma hora que sus hojas lobuladas y las espigas de sus flores también miraban al horizonte más distante.

Tenía nombre de gente pero su sensación era puramente vegetal. Eran muchos los detalles que le despistaban cuando trataba de explicarse el mundo desde aquel rinconcito de su parque humilde. En algún punto de su memoria genética decía que aquella forma contradictoria de reflexionar había sido heredada de varias generaciones de familiares aún más indecisos e igualmente viajeros. Sus dudas viscerales se transformaban siempre en largas caminatas. Del sur de los Grandes Lagos a Quebec y de nuevo al este de Norteamérica y otra vez a Canadá y así hasta 1725, cuando la familia, en un extraño despiste geográfico, apareció por unos montes en cuyos suelos hablaban, al parecer, gallego.

El abuelo Isaac se pasó de largo, hizo luego tres cabriolas, atravesó llanos, cruzó ciudades, subió una meseta y en el justo centro, se instaló con otros once primos entre los cuatro setos del barranco de Jacolquinto cuando aquello no era más que un solar a las afueras de aquella capital en obras, propensa a los motines, guerras y descalabros.


Aquella madrugada que los vientos le retorcieron las ramas altas volviéndolas como si fueran las varillas de un paraguas, se sintió estático y pesado. Se miró la corteza plateada con destellos grises que tanto habían caminado cuesta arriba respondiendo al instinto de crecer. Miró después a la derecha, donde los chopos silbaban sin temor a la tormenta, se notó el temblor de las hojas y pensó en sus raíces sin fundamento.

Cuando se apagó la lluvia y los aires se fueron por el camino del sur, imaginó caminos desembocando en un mar redondo. Durmió a ratos entre sueños de viajes adornados por los cariños de un piano y voces dulces que crecían con el avance de sus pasos.

Su decisión causó sonrisas. Ni el roble ni el abeto contestaron. Los pinos hicieron algún gesto de escuchar, pero cuando los primeros soles comenzaron el reparto, volvieron su ramaje contra lo absurdo del proyecto. La noticia corrió, sin embargo, sobre la hierba de la cuesta, aunque por venir de aquel arce parlanchín, no causó demasiada sensación. Estaban acostumbrados a sus monólogos dramáticos, a sus extrañas conversaciones con los perros y a sus cantos gregorianos. También a otras manías con gracia: lo de llamarse Osvaldo, lo de saber francés. Y lo de florecer a destiempo y lo de tener frío. Era un arce plateado, vulgar pero simpático, al que nunca criticaron lo excéntrico de su carácter.

Otra cosa es que le creyeran.

Osvaldo escuchó violas y pianos mientras los demás oían a los repartidores del "Butano". Eran las diez de la mañana y sobraba agua, luz y tiempo. Pero aquella primavera arisca a la arboleda vestía de ese comedimiento que impide plantearse cosas tan simples como el movimiento.

Para el arce, la vida era una apuesta en la que la cobardía era el hacha que callaba los conciertos. Era el mismo riesgo el que le hacía escuchar los cantos con que la tierra regala los buenos tratos o tener clara la ecuación que le permitiría trasladarse hasta el mismo borde de una playa de Cádiz.

Ponía cara de repollo cuando tenía jugada y callaba oyendo cuando le pillaban el farol. Perder no era importante, nunca lo fue. Lo que sí, hacer trampas, como su personaje más mejor de dibujos animados.

Él también hubiera querido hacer su viaje con un perro que riera como un carburador roto, que fuera más falso que una sota de picas y que se llamara Patán. Claro que, lo que algunos troncos decían auténtico, para Osvaldo era pura farsa, un membrete con venta fija. En lo falso estaba la magia, en la imitación, el riesgo. La aventura, para Osvaldo, era provocar con lo imposible, y que ello fuera tan sencillo que costara trabajo imaginar.


Eso es lo que tenía que ser aquella siesta de primavera desguazada. Era lunes y era veintidós. No se podía pedir más para un mes de junio sin gracia ni pedigrí. Y que metiera la gamba y fuera la apuesta más farolera y que no se lo creyera el gato. Dirán que esto no pasa, que te lo juro por el drago milenario, que unas raíces de cien años no se esfuman porque sí.

Y tenían razón. Esas cosas no pasan. Nadie arriesga tanto por tan poco y sobre todo, los árboles tienen ramas, hojas o corteza. Pero no piernas. Osvaldo pensó que sí, que tenían todos los argumentos, la estadística y hasta la cordura a su favor. Se sabía en posesión de la ignorancia, estaba de acuerdo en lo de la quimera estúpida.

¿Quién le hubiera imaginado atándose los zapatos o remangándose los pantalones para cruzar un charco?

Estuvo decidido para huir pero no era posible para nadie.

Era la hora tonta de la siesta... cuando los árboles, poco a poco, se ausentaban, cerrando los ojos de las hojas con modorra larga. Osvaldo pensó en su soledad tonta de sueño mal avenido y sintió que ese era el momento. Que ahora o nunca, que se fastidiaran estadísticas y razones.

Que se iba de viaje y ya está.

Cuando los calores adelgazaron, cuando el sol comenzaba a ponerse de perfil y ya no tenía sentido seguir hozando, los árboles discretos, casi sin despertar, como por resorte, miraron.

Unos de reojo y los demás sin disimulo.

En el rinconcillo de la cuesta donde debería estar el arce plateado caían los rayos como tormenta de chuzos, el arce que presumía de llamarse Osvaldo y hablar francés era entelequia; no por irreal sino porque la tendencia a su propio fin le había atrapado. Recordaron y sintieron escuchar frases de sus monólogos sentidos con fondos gregorianos. Añoraron todos sus manías con gracia.

Mientras al sol se le tragaba el monte y los chuzos se quedaban planos, Osvaldo despertó como un recién llegado. Era una tarde hermosa en un lugar desconocido. Los pájaros cantaban con distintos ritmos, la luz era más difusa, los olores más claros y sentía la humedad desde los fondos y la disfrutaba a tragos.

El arce que por un despiste de su abuelo canadiense, se afincó en una capital propensa a los excesos, en un rinconcillo humilde que algún listo llamó de Jacolquinto, estaba en un allí que no reconocía, frente a una playa tan larga como había oído que eran las de un lugar llamado Cádiz.


Mientras, en las Vistillas, acababan de regar.

 

Texto, Copyright © 2002 Luis Miguel Madrid. Todos los derechos reservados.
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Última actualización: viernes, 1 de noviembre de 2002

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