inalmente... había escrito ella la madrugada anterior. Sin saber por qué, sus dedos habían decidido anticipar el desenlace de aquel cuento. No sabía si era deseo, intención o un propósito de pronto tan firme que dolía.
Miró correr las letras sobre el papel amarillento como si no fueran de su invención. Y según ocupaban el espacio los renglones, los ambiguos protagonistas de los capítulos anteriores adquirían rasgos, color y aliento. Tras los hierros negros de la máquina se agachaba el hombre que acababa de recibir la noticia de su propia muerte. Era su marido legal, Catalino Mendoza y el tipo grande que le amenazaba debería ser aquel matón que Claudia contrató a través de la secretaria de su propio suegro y que aceptó cada una de sus condiciones y en ningún momento la miró.
Sin embargo no era.
Se miró los dedos pidiendo explicación y los dedos corrieron casi tanto como la vista. Tras el pistolón, los lentes y los botones de aquella gabardina azul estaba Liborio, el amante que durante tantos años creyó matado sin más pruebas que un pésame y un certificado de defunción.
Por lo tanto, Claudia, la mujer desbaratada de su relato, era ella misma.
Cuando levantó la cara para apurar el medio sorbo de café negro que aún le quedaba, reconoció el desenlace de la historia en forma de fantasma vestido como siempre había imaginado a su único y real amante, con la sonrisa tan irónica y amarga como la del cadáver de un personaje literario recién resucitado.
Dejó la taza haciendo equilibrios sobre el diccionario de sinónimos y alargó las manos hasta los pulsos redondos de su Olivetti. Mientras su mirada traspasaba la seda del futuro, los dedos se hundían como expertos nadadores de braza en las calles ordenadas del teclado, e inmediatamente emergían y se volvían a hundir contando a trescientas cuarenta y ocho pulsaciones por minuto que aquel asesino a sueldo había sobrevivido a todos los demás especialistas en trabajos especiales. Que a todos les había quitado el pan, la facha y la herramienta a sabiendas de que un día tropezaría con el rufián que encargó su muerte y se apropió de su mujer.
Liborio estaba por fin allí para darle a ella la razón entera, porque no le habían matado en una emboscada para que aquel idiota que se apellidaba Mendoza se hiciera alcalde en la misma baza que su señor padrino se proclamaba gobernador y ella prostituta legalizada, con su cuerpo de garantía de aquel contubernio de alimañas.
Paró de golpe para releer lo último que había escrito sobre el miedo de Mendoza y sonrió cuando llegó a "que su piel ya estaba adquiriendo el rictus grisáceo de alcalde tiroteado". Trató de imitar su cara y con esa absurda mueca continuó narrando como Liborio se escapó del cementerio para seguir el rastro de las venganzas impuestas por amor.
Descansó feliz durante un cigarro y luego, muy lentamente se regodeó contando con ritmo de funeral, como llevó Liborio a Mendocita encañonado hasta el retrete, y cómo ella, tan ajada y tan distante desde tan lejos, se concentraba en escuchar esa descarga justiciera con el peso de las balas en la entrepierna de aquel alcalde sin perdón.
Después del quinto tiro, mientras esperaba el reencuentro con su pistolero, escribió que su hombre la levantaría en volandas y que la besaría seis veces, y que después la dejaría flotar seis segundos sobre el salón mientras él se acercaba muy tranquilo al escritorio y apartaba de un solo manotazo la Olivetti, el diccionario de sinónimos, la taza de café negro y todos los borradores que habían configurado su vida hasta ese día.
Que pondría sobre la mesa los seis fajos de billetes con los que ella misma le había reclamado para que liquidase al títere que les quemó la vida y que ese hombre que ya casi reconocía la miraría a los ojos como diciendo que ni el dinero ni el tiempo tenían ningún valor, que había atravesado el nicho ignorando la incineración y los papeles de difunto para rescatarla de los fantasmas del aburrimiento que le hizo perder la vida en vida, para decirle que la sexta bala era para llevarla hasta un lugar donde la mismísima luz pierde los bordes y la compostura y las ganas de llorar.
Miró entonces la descripción última del idiota de su marido y sonrió al ratificar que su piel ya era toda un rictus grisaceo de alcalde tiroteado por la furia de cinco balas. Trató de imitar su cara y con esa absurda mueca continuó escribiendo sobre un futuro vivido del revés.