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La poesía que vendrá por
Pedro Granados
De impecable factura, acaba de
aparecer "Juego de imágenes. La nueva poesía dominicana" (Santo Domingo: Isla
Negra/ Hojarasca, 2001) en su 2ª edición, antología preparada por Frank Martínez
(Santo Domingo, 1965) y Néstor E. Rodríguez (La Romana, 1971). Labor harto encomiable la
de ambos jóvenes, ya que a la selección de los textos -a cargo de Martínez- la guía un
punto de vista coherente y moderno, incluye lo que en la práctica cae por su propio peso:
la poesía contemporánea dominicana no se puede concebir ya con un criterio estrictamente
geográfico, sino cultural, y en este sentido el volumen integra poemas de autores que
viven fuera de la isla temporal o permanentemente. Por su lado, respecto a los comentarios
críticos a cargo de Rodríguez, sorprende la precocidad de su discurso, sobre todo en
cuanto a las atinadas conexiones que establece entre los trabajos de los poetas
antologados y sus pares en nuestro idioma; baste un ejemplo: "Una insólita
correspondencia entre el motivo sacro, la estética neorromántica y el primer Vallejo
determina la obra de Manuel García-Cartagena" (20). Aunque, es oportuno decirlo, una
precisión crítica de este tipo sólo cabe practicarla en autores cuya obra facilita
dicha tarea; es decir, textos que no trascienden su propia carpintería, su propio
andamiaje discursivo y, en este sentido, la crítica -al banalizar indirectamente su
objeto- en vez de invitarnos a la lectura de una vez concluye con ella. Mas estos son los
avatares de toda crítica genealógica, que lee hacia el pasado, y que en el peor de los
casos -no en el de Martínez, debemos ser justos- se complace en ser un muestrario de
huellas digitales, pura labor de índole policial. Nosotros, en cambio, consideramos que
no existe todavía el gran poeta dominicano por todos esperado, pero que sí está en
pleno proceso de gestación; y es sobre todo por este motivo que intentaremos leer hacia
el futuro, aunque de antemano pedimos el lector disculpe cierto énfasis didáctico.
Los textos de los poetas más representativos de "Juego de
imágenes...". exhiben mixturas curiosas, pero ninguna síntesis todavía. Si es que
lo poético -según Walter Benjamín en su famoso trabajo sobre la poesía de Holderling-
"representa la unidad sintética entre el orden intelectual y el intuitivo",
podemos afirmar que en los textos de nuestros poetas aún no existe dicha unidad,
configuración específica y creativa de un trabajo personal. Entonces, más que el
archivo, por lo demás común al resto de los poetas latinoamericanos en esta era de la
globalización, nos interesará establecer un esbozo de aquellos desajustes entre
"intelecto e intuición", entre lo incorporado de la tradición y lo
auténticamente digerido, entre lo que establece la moda y un real gesto de estilo.
De esta manera, por ejemplo, en José Mármol (Santo Domingo, 1960)
-quizá el más conocido entre los poetas dominicanos de la década del 80- detrás de
unos decorativos Lezama Lima o César Vallejo, está Pedro Salinas, aun más que Juan
Ramón Jiménez, ejerciendo su magisterio purista y neorromántico; esta ubicua presencia,
además, opaca o diluye el fervor huidobriano que está en la base de la mejor inventiva
lingüística de Mármol. Lo que sucede es que la imaginación de Huidobro coincide con la
del dadaísmo, es en el fondo -sobre todo en Altazor- un tomarse en serio el
absurdo, con las consecuencias estético-ideológicas que esto conlleva; es decir,
Huidobro, al menos en su poesía, es auténticamente secular y vanguardista, aunque
democrático no sea. Los textos de Mármol, en cambio, insisten en una sensibilidad
pre-industrial (quizá a tono con los surrealistas, pero no con los dadaístas) y se
diluyen en una suerte de misticismo literario donde el Huidobro vanguardista cede su lugar
a Salinas, el melifluo, y de aquél sólo va quedando su imagen oficiante, sacerdotal y,
asimismo, su posición ideológica nada democrática: "en mi turno de sentirme dios,
voy a crear/ un himno para el viento y la memoria" (Esquicio de vuelo");
"yo te nombro ciudad irreal/ hundida en la penumbra de un recuerdo invernal// yo te
nombro ciudad irreal hundida en la// penumbra de un recuerdo fatal" "Poema 24 al
Ozama: acuarela"); "Elévame, elévame,/ elévame y no me sueltes nunca al rumor
de lo que es" ("Arte poética"). Por tanto, el reto de este autor estriba
-si esto es viable y prevalece lo auténticamente romántico (prometéico) en su poesía-
en bajar al llano; quizá éste le ayude a desarrollar una vinculación con el Ozama que
vaya más allá de las volutas impresionistas donde se licúa el poema. Sin el "rumor
de lo que es" no existe poesía, sino entelequia, saber libresco, mero
profesionalismo o -en el peor de los casos- pura ideología vendida bajo la forma de unos
harto canónicos versos. Debería tener presente que, tal como en el caso cimero de un
Pedro Henríquez Ureña, su repugnancia al positivismo (léase, en Mármol, a la
sociología) nunca se trocó en desinterés por nada de lo humano. Sin embargo, no debemos
mezquinar en este poeta su oficio de escritor, su acertado liderazgo -al parecer
unánimemente reconocido por su generación- en apartarse de la grandielocuencia política
o sentimentaloide o modernista tardía, típicas de las comarcas latinoamericanas donde el
vanguardismo, como fenómeno más o menos orgánico y no sólo aventura individual, fue
extemporáneo o no cuajó en su debido momento, tal el caso de la literatura en la
República Dominicana.
Por otro lado, en cuanto a Marta Rivera (Santo Domingo, 1960), sobre su
poesía predomina cierto discurso crítico que en los años 70 nos venía masivamente
desde Francia, nos referimos a los textos ya clásicos de Blanchot, Barthes, Foucoult o
Bataille, que convierten a los versos de Rivera en auténticos comentarios -corolarios de
aquellas ideas- a los que se avocaron otros muchos intelectuales latinoamericanos en la
década del 80. De esta manera, detrás de la dupla Lezama-Pizarnik (Vallejo) prevalece
aquél discurso: "El asombro del tiempo, sumergiéndonos/ en esta doble causalidad
lezamiana.// El tiempo del poema (ese que no transcurre)/ está en fuga"
("Canción del tiempo y del hermano"). Prevalece Roland Barthes o el muy
respetable señor Octavio Paz, poeta al que más bien temprano que tarde conviene
desmitificar y, sobre todo, olvidar.
Claro, semejante discurso luce asimismo otras variables -aunque habría
que añadirle un autor como Jacques Lacan-, Marx no decía nada a los amantes. Es decir,
si bien aquellos clásicos franceses nos permitieron rescatar el cuerpo -o, al menos,
cierta idea sobre el cuerpo- de los fundamentalismos que en Latinoamérica, por los años
60 y 70, se habían convertido la sociología, la filosofía y gran parte de la
literatura, tampoco deja de ser cierto que hoy por hoy constituyen un lastre retórico
sobre todo para aquellos poetas que, con muy justificadas razones, intentan rescatar su
identidad escamoteada por un orden machista o patriarcal, verbigracia, las mujeres o la
comunidad gay. Precisamente en este sentido, ciertos poetas de "Juego de
imágenes..." nos ilustran de lo que en poesía jamás debemos hacer, tal es el caso,
entre otros, del patetismo de Carmen Sánchez (Hato Mayor, 1960) o de los monólogos de
los psicoanalistas Claribel Díaz (Santo Domingo, 1963) y Jorge Piña (San Juan de la
Maguana, 1959) donde la poesía deja de ser expresión libre y confiada de la emoción y
del pensamiento y, en cambio, aparece maniatada a un viejo diván de utilería. El
cristianismo censura a los amantes; Freud, fatalmente les quita la fantasía.
En cambio -y en este mismo contexto, digamos, del lenguaje del cuerpo-
algo de lo que pensamos sí se debe hacer en poesía, va por el lado de algunos aislados
versos de Marianela Medrano (Monte Cristi, 1964), originales metáforas, pero que no
llegan a redondear un poema: "Estamos juntos sin entenderlo/ luchando por irnos//...
Te paso una cicatriz/ Me extiendes un brazo mutilado" ("Encuentro de los
cuerpos"); percibimos potencia de los sentidos y capacidad expresiva o deformante,
pero que pocas veces cuaja en intensidad ya que los versos de Medrano están todavía a la
búsqueda de un lenguaje y un formato propios, el que luce ahora encauza de modo harto
previsible sus energías, las hace caer en el lugar común. Similar promesa de una
erótica zozobrante la podemos observar en los textos de Fernando Cabrera (Santiago de los
caballeros, 1964), y similares limitaciones también; mas, probablemente, sea Petra
Saviñón (Neyba, 1977) no incluída en esta antología-- la que empezando desde el
discurso de Marta Rivera esté perfilando, con un lenguaje directo y mucho más inmediato,
el erotismo del futuro. Sin embargo, en "Juego de imágenes...", dos mujeres
lucen lo que podríamos denominar un interesante gesto de estilo, muy en particular Angela
Hernández (La Vega, 1954), sino leamos: "Lo que tengo es el vivo de los barrios./ La
culebrilla feliz de los mercados/ míseros. Boca del alma rota por el vino. El tempranero/
empeño de quien trueca la eternidad por alimentos" ("Lo que tengo es un pulmón
cerrado como piedra"). Y esto es así porque, precisamente, Hernández se sale del
formato, de aquel muy mal denominado lenguaje del cuerpo: golosina de nuestra pequeña
burguesía intelectual latinoamericana. Y ella escapa del formato gracias, sobre todo, a
sus lecturas (o al estudio) del Siglo de Oro español, particularmente del Barroco. Ahora,
la tentación de Hernández es la elocuencia, el gran formato y el versículo, para la que
no está preparada; su mejor factura está en el cuadro de escenas íntimas en formato
pequeño; cuando habla bajito, no pretenciosamente, se deja escuchar mucho mejor. La otra
poeta en pos de un estilo, cuando supera los versos de agenda, es Aurora Arias (Santo
Domingo, 1962), básicamente a través de su prosa: "Hablamos en azul de cualquier
cosa, con él soy como soy, no hay imposturas. Su boca es un papel de escribir [...] Mi
boca es su juguete de morder, su fruta de saciar la soledad" ("Fantasma");
en sus mejores momentos aquélla es sencilla e inventiva, fresca, lejos de callejones
intelectualoides o de amaneramientos neobarrocos. Otra poeta interesante, aunque nos
sorprende no figure en esta antología, es Ylonka Nacidit-Perdomo (Santo domingo, 1965);
es la única entre sus poetas congéneres donde subsiste cierta atmósfera encantada, como
la de los cuentos de hadas, que la conecta directamente con los modernistas, en particular
con los cuentos de Rubén Darío: "Amaneciente la ciudad trae consigo el amarillo
exacto de la sonrisa. Sus olores masculinos. Renuncias. Sus pipas de hojas. Hacia el sur
[...] Nadie habla sonando en sus puertas con el tedio que guardaba entre su suave
sexo" (La ciudad amaneciente"). El legado modernista: ambigüedad, anécdota
subordinada a la palabra y a la música -mucho más que la poesía de Alejandra Pizarnik,
Clarice Lispector o las otras retóricas, consideradas femeninas, y que tienen su
fundamento en la obra de Proust- es el que está en la base de los textos de
Nacidit-Perdomo, tanto más personales cuanto más insulares de todo lo considerado
femenino a priori.
Como podemos notar, los poetas antologados en "Juego de
imágenes..." establecen conexiones programáticas, también involuntarias
afinidades; obviamente, estas últimas son las únicas que cuentan en poesía. De este
modo, por ejemplo, es interesante observar cómo los textos de León Félix Batista (Santo
Domingo, 1964) y Plinio Chahín (Santo Domingo, 1959) son los que -entre todos los poetas
seleccionados- aprovechan mejor el legado de Lezama Lima; es decir, en la mayoría de los
otros poetas el cubano no es un fetiche, y sólo constituye un referente, casi una nota
erudita. En cambio, en Batista y Chahín, se atisba -en algunos momentos, muy pocos, y
gracias a la fusión que establecen con la dicción borgeseana- la cornucopia marina, eco
e idea (circulares y proliferantes) que constituyen la deslumbrante poesía del
actualísimo Lezama Lima. Vayamos a los ejemplos: "Así lo dijo Buda/ Ama a otro en
su necesidad primordial/ Mas no lo juzgues en su agonía/ Reposa tus manos sobre él como
el fruto apetecido/ .../ Pues ¿qué culpa tiene el que nunca existió/ y sin embargo le
duele la vida?" (Chahín: "9"); "Las deidades del pasillo (fotos,
íconos, suturas) se angularon de cansancio, se rompieron por ser muebles y alternar con
el enigma. [...] En ese nuevo espacio calarán los accidentes, la memoria, estaré yo (que
apedreo las lechuzas, porque es lícito)" (Batista: "Esa cosa que se llama
casa"). La intuición, de ambos poetas, es muy válida, nadie debe tratar de escribir
como Lezama (al menos que desee parodiarlo), pero sí puede sacar partido de vetas dejadas
por el maestro, digamos, empleando un catalizador que nos permita seguirle sus huellas
para, de este modo, comenzar a ser nosotros mismos también. Borges es magnífico para
adentrarse en Lezama -aunque el cubano descienda del Africa y el argentino de los barcos-
ya que los dos son devotos de la etimología, es decir, su lucidez reposa en el lenguaje,
en el lenguaje y no en la idea como en aquellos dizque filósofos, psicólogos o
sociólogos que pretenden escribir poesía.
Asimismo, ya en el terreno de un Borges coludido esta vez con Vallejo,
tenemos las obras de Dionisio de Jesús (Juan Sánchez Ramírez, 1959), Frank Martínez
(que no se auto-incluye en esta antología), Pedro Antonio Valdez (La Vega, 1968) y
--aunque a veces sus textos descansan en Paz-- Nan Chevalier (Puerto Plata, 1965) y Felix
Betances (Samaná, 1962). Sin duda, el más interesante de todos, por sus aciertos
pasados, es De Jesús: "!No ay razón carne mía para sentirse adolorida!/ Por
morirme es que nazco como una vieja espada misteriosa./ Soy inocente por llegar tarde a
los crepúsculos y al ábaco./ .../ Y yo en esta hora del placer casi ido purifico el
adiós./ Las cuatro de la vida y el inagotable lenguaje del placer/ sigue inédito en el
tiempo" ( "Cuatro de la tarde lejos de ti"); y la promesa extraordinaria,
por su inteligencia y opción por un lenguaje llano, Martínez.
Mención aparte merece la poesía de Carlos Rodríguez (Santo Domingo,
1951-New York, 2001) porque, dada la modernidad de su personal registro, entronca con lo
que tratan de hacer los más jóvenes. Del Siglo de Oro español hasta Jaime Gil de
Biedma, pasando por Antonio Machado y Luis Cernuda, su poesía exhibe con acierto algo de
aquel festín de la palabra sumado a una incisiva y, muy contemporánea, ironía:
"Sólo un ronquido escucho además de otro murmullo/ que es constante./ Los cuervos
hablan hoy en la mañana y mi ventana es un nidal./ El libro de estas cuerdas es una gran
fiesta/ que acaba a ratos./ Amanece y está el residuo limpio de la noche./ Una muchacha
duerme en la otra sala,/ un amante en el sofá y mi mujer, que es la del ronquido"
("Amanece"). Creemos que los más jóvenes como Homero Pumarol (1971), aunque
ausente en esta antología, y el mismo Frank Martínez optan también por este mismo
disfrute distanciador e inteligente -intentando combinar tradición y lenguaje de la
calle- que es la ironía. Otro poeta puente entre los 80 y los 90, incluido en "Juego
de imágenes...", sería Basilio Belliard (Moca, 1966), cuando de verdad logra
desprenderse de los preciosismos inútiles que lo atan a la denominada "poesía del
pensar" -expresión acuñada por José Mármol para definir a su generación-;
perplejidad ante lo cotidiano, parodia, fragmento y fábula serían los ingredientes que
fluyen a través de Belliard hacia los poetas del 2000.
Para finalizar, y arriesgando aun más nuestras hipótesis, podríamos
concluir que en "Juego de imágenes. La nueva poesía dominicana", como en el
resto de la poesía latinoamericana de nuestros días, se experimenta en acercamientos
entre poetas hasta hace muy poco considerados inviables; así por ejemplo, llaneza y
neobarroco (Siglo de Oro), Borges y Vallejo, Huidobro y Parra; aunque para el caso
específico de la caribeña República Dominicana, y muy curiosamente, Lezama Lima en
general está ausente, aunque su presencia sea reclamada de modo explícito y sistemático
en muchos de los versos de esta antología. Por un lado, la poesía dominicana es muy
seria; por el otro, incluso cuando pretende ser espontánea -coloquial o erótica- es
cultista y apela irremediablemente al canon. Incluso nos atreveríamos a decir que esta
poesía carece de sentido del humor. La explicación de dicho fenómeno probablemente es
harto compleja, existen factores de tipo cultural e histórico que deben ser considerados,
y que harían a República Dominicana muy distinta a su vecina Cuba. Lo cierto es que la
efervescencia de José Lezama Lima no cunde en las letras dominicanas; menos, el humor, la
sencillez, el encanto y la inventiva de su maravillosa habla popular. Todavía el habla
callejera no ha entrado creativamente a la poesía dominicana; decimos creativa y no
imitativa u oportunistamente (demagógica, rastrera, proselitista). En definitiva, en
República Dominicana aún es importante la "literatura", las altas letras, como
signo de clase o de perfección profesional o moral; cuando ya por ahí se ensaya -muy
lejos del descuido, frivolidad o facilismo- una dicción del error o de la imperfección;
textos donde a través de las fisuras de su tartamudeo, de su pequeña cosa, se filtra
-como a través de un tosco secante- la más fina y auténtica de las poesías; y no las
de un yo ampuloso, culto o soberbio. Es por aquel motivo que los que mejor han cuajado en
esta isla son Borges y Vallejo. El argentino, por las obvias razones de cultivar el claro
y necesario buen decir; el peruano, porque su poesía muy a simple vista-- es quizá
lo que más se parece a la bachata. Mas, ni a Borges ni a Vallejo podemos leerlos sin una
cuota de auténtico buen humor; es decir, del que brota de prejuicios superados y del
profundo conocimiento del arte que, a fin de cuentas, siempre ha sido reflejo de los
palmos de libertad y de alegría ganados entre la gente.
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Texto, Copyright © 2001 Pedro Granados.
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