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María Zambrano, literatura y vanidad por
Ana Pérez Cañamares
"Vanidad es, pues, buscar riquezas perecederas y esperar en
ellas. También es vanidad desear honras y ensalzarse vanamente. Vanidad es desear larga
vida y no cuidar que sea buena. Vanidad es amar lo que tan presto se pasó y no buscar con
solicitud el gozo perdurable".
Imitación de Cristo (1,1,4).
Soy vanidosa. Partamos de aquí.
Me gusta ver mi nombre en una portada, o encabezando un texto. "Esa soy yo",
pienso. Me gustan las críticas favorables, de amigos y desconocidos; cuando las oigo,
intento disimular el calorcillo que siento por dentro, aunque a veces, si pudiera, me
daría un abrazo, o unas palmaditas en la espalda. Como una mamá interna, que me premiara
las buenas notas.
No es cuestión de negar la vanidad, que, como me recuerda una amiga,
sirve a menudo de aliciente, estímulo, empujón, (hasta de consuelo en un mundo que no
pone fácil desarrollar la creatividad). Lo que intento es saber dónde ponerle un
límite, puesto que hay espacios en los que no puede entrar sin contaminarlos,
empobrecerlos, enfermar lo que habita en ellos. A estas alturas, sé que no es lo mismo
escribir para la galería (cosa necesaria, quizás, para algunos que han hecho de la
escritura su modo de subsistencia) que escribir haciendo de este hecho una forma de
conocimiento. Pero sé también que los límites son ambiguos, que la vanidad y el
reconocimiento son una tentación demasiado fuerte, que el ejercicio de conciencia que
exige frenarlos es a menudo muy exigente. La vanidad es una droga social, la escritura de
autoconocimiento. Y como todas las droas, sus usos, exigencias, riesgos y recompensas son
diferentes y merecen tenerse muy en cuenta.


[ María Zambrano ]

Nadie ha escrito sobre este tema como la filósofa María Zambrano en su
texto Por qué se escribe. En él dice que "escribir es defender la soledad
en que se está"; es decir, que la soledad es condición del escritor y que es
frágil, necesita de defensas; añade que "el escritor sale de su soledad a
comunicar el secreto". Porque si lo hace antes, no habrá sabido ponderar su
soledad, comunicará antes de tiempo, frivolizará, impondrá sus filtros, pretenderá
complacer o provocar, siempre priorizando la respuesta a lo escrito. En definitiva,
estará cediendo a la vanidad. (Borges, refiriéndose a Shakespeare, habla en términos
parecidos a los que usa María Zambrano: "Sin que yo lo supiera, la larga y
estudiosa soledad me había preparado para dócil recepción del milagro".)
Frente a esta condición íntima y pausada de la escritura, la vanidad
se precipita hacia fuera, necesita de espejos, de la adulación externa. Busca y se
alimenta de la comparación. Muy al contrario de la palabra cierta, ya que, ¿pueden las
verdades compararse, ponerse a competir?
Sigue María Zambrano: "Lo escrito es igualmente un instrumento
para esta ansia incontenible de comunicar, de "publicar" el secreto encontrado,
y lo que tiene de belleza formal no puede restarle su primer sentido; el de producir un
efecto, el hacer que alguien se entere de algo". No está de más recordar ese
primer sentido, que puede parecer ingenuo, pero a la vez puro, esencial, radical frente a
tanta polémica sobre el sentido de la literatura, tanto adjetivo que pretende
encapsularla. El olvido de esta primigenia aspiración ha conducido, creo, a un tramposo
pesimismo no exento, por cierto, de vanidad ("Ya sabemos que la literatura no
sirve para nada, pero es que yo no sé hacer otra cosa"). No podría adjudicar la
frase a nadie en concreto, pero su talante resulta corriente entre un buen puñado de
escritores; y, que me perdonen el atrevimiento, pero me permito dudar de ambas cosas. Dice
Gustavo Martín Garzo: "¿La literatura es algo sin la idea de la revelación? Tu
vida guarda un secreto, eso nos dicen todos los libros que existen. Escuchar el murmullo
de ese secreto, hacerle justicia, a eso llamamos verdad". En un plano mucho más
prosaico, yo diría que unos cuantos neuróticos somos más soportables gracias al
bálsamo de la escritura y la lectura.
María Zambrano desplaza la responsabilidad de la literatura (que no es
que sirva o deje de servir) al escritor que ha asumido su capacidad de escucha y demora, y
su poder de comunicación. Porque si el escritor no siente esa intuición que ha de
perseguir como un cazador sordo, mudo y ciego, si no siente cernirse sobre él el temblor
de lo que palpita en la oscuridad a la espera de que él le dé expresión, entonces,
¿para qué escribir? ¿Para que convocar?
"Y así, el escritor busca la gloria, la gloria de una
reconciliación con las palabras". La gloria de la que habla María Zambrano es
una gloria espiritual, frente a la mediática a la que solemos referirnos cuando hablamos,
simplemente, de "la gloria". La vanidad, sin embargo, no sabe de
reconciliación, lo suyo, en distintas escalas, son los sometimientos y victorias. Esta
gloria espiritual, en último término, nos une, nos iguala, la otra nos separa, nos
encumbra, nos distingue. A la gloria del hallazgo, le sobran premios y reconocimientos. No
se necesita confirmación de la certeza, porque la verdad encontrada no es nuestra,
sabemos que tiene un público, que lo tuvo siempre, porque la gloria no es del nombre que
la firma, sino de la memoria, que es de todos y de nadie. El reconocimiento necesita de
dos, al menos, alguien que confirme y alguien que se sienta validado, mientras que la
verdad es una corriente que pasa de uno a otro, sin dueños. "Si (la verdad) se le
muestra a él (al escritor), no es a él, en cuanto individuo determinado, sino en cuanto
individuo del mismo género de lo que deben conocerla; y se le muestra a él, aprovechando
su soledad y ansia, su acallamiento de la algarabía de las pasiones. A quien en verdad se
muestra es a esta comunidad espiritual del escritor con su público". El escritor
sólo se pone a disposición, actúa como un médium, al que su trabajo y su soledad han
venido preparando, pero cuando el lector comprende, esas dos mentes (o mejor sería decir
almas) son sólo una. Y la alegría de recibir el secreto y comunicarlo, finalmente no es
más que la alegría de ser un ser humano, sentir la maravilla, y no estar solo para
celebrarlo. Y tampoco estar solo en el dolor, la incertidumbre o el miedo.
Dice Alvaro Mutis en una entrevista: "Yo siempre pienso que el
más grande poeta y escritor del occidente, Homero, no sabemos si se llamaba Homero, ni si
existió, ni cuándo existió. La Ilíada y la Odisea no sabemos realmente quién las
escribió. Y el caso es que no importa. Para mí ese anonimato es la mayor forma del
éxito. Los libros son los que tienen que vivir, no uno".
Y de nuevo María Zambrano: "Y es que el escritor no ha de
ponerse a sí mismo, aunque sea de sí de donde saque lo que escribe. Sacar algo de sí
mismo es todo lo contrario que ponerse a sí mismo". Esto lo ha comprobado
cualquiera que haya querido escribir a partir de su experiencia, sus recuerdos. La falta
de perspectiva, el excesivo apego nublan la escritura, distorsionan la emoción, usurpan
la verdad. Se hace necesario cambiar de disfraz para que el nuestro, aquel al que estamos
más habituados, no nos confunda con su comodidad, no nos haga pensar yo soy mi disfraz.
Hace falta quedarse desnudos, para cubrirse con los disfraces que visten a los personajes.
Hace falta recordar en qué somos iguales para luego maquillarnos con lo que nos
distingue.
"Lo que se publica es para algo, para que alguien, uno o muchos,
al saberlo, vivan sabiéndolo, para que vivan de otro modo después de haberlo sabido;
para librar a alguien de la cárcel de la mentira, o de las nieblas del tedio, que es la
mentira vital". Uno o muchos. Porque los que escribimos los vanidosos-
sufrimos a menudo de este ansia de coleccionista, de cuantos más mejor, cuando, es
obvio, la cantidad no garantiza más comprensión, más profundidad en la recepción de
nuestro texto (¿más bien al contrario?) Es casi connatural a la labor del escritor la
búsqueda de confidentes, cómplices lectores. Y si no se puede o no se quiere
recurrir a los grandes medios, las grandes editoriales, hay otras vías abiertas, que
quizá no proporcionen la fama (la forma más social y masiva de la vanidad), pero que sí
pueden satisfacer la necesidad del escritor de hacer pública su obra e incluso, alimentar
su vanidad con medios más cálidos y directos (me refiero, por ejemplo, a esas opiniones
que los lectores de babab hacen llegar a los articulistas). La verdad encontrará su medio
y su público. A la vanidad desmesurada sólo le valdrán ferias, premios y críticas a
doble páginas, y tachará lo demás de amateur o marginal. Sólo le valdrán
"muchos". Pero si se logra "liberar de la cárcel de la mentira, de las
nieblas del tedio" sólo a uno, la tarea es tan valiosa que no puede contabilizarse
ni medirse. La experiencia de que la realidad es más ancha, generosa, no es mensurable,
porque es un movimiento que se expande hasta el infinito. En él no existe el tiempo, como
comprobamos al sentir que Chuang Tsé o Cervantes se convierten en compañeros, amigos o
maestros.
La vanidad podrá ayudarnos a ganar dinero, a granjearnos algún
admirador que quizás devenga en amigo, a apuntalar nuestra autoestima. Pero no ha de ir a
más, porque si la alimentamos, no tendrá límites, y al final aspirará a ocupar el
lugar de lo que no puede estar contaminado por ella. No podemos olvidarla, porque su
naturaleza no se conforma, es invasora, parásita, y hay que observarla siempre de reojo
para que no se asiente en el lugar sagrado. Para lo cual no se me ocurre otro camino que
el de la sinceridad, el de la atención al impulso que nos mueve, el de mostrar la
confusión cuando puede disfrazarse, pretender ser honesta y natural (su disfraz más
sutil), pero no puede, por mucho que lo intente, trasmitir la maravilla. No atesora,
porque, al existir en la mirada del otro, cuando el otro desaparece, no queda nada.
Vanidad de vanidades, "hinchazón de algo que no ha logrado ser y se hincha para
recubrir su interior vacío".
Como decía al principio, la vanidad puede ser útil, pero se trata de
una amistad peligrosa, porque si la alimentamos en exceso, no tendrá límites. Es
necesario tenerla siempre bajo observación, a riesgo de que invada el lugar de lo que no
puede estar contaminado por ella. Para lo cual, no se me ocurre otro camino que el de la
atención, el ejercicio de conciencia, el silencio y la sinceridad (aunque sea para
certificar la confusión de nuestras aspiraciones o la mediocridad de nuestros logros).
La vanidad puede pretender ser honesta y natural (su disfraz más
sutil), pero no podrá engañar a un crítico atento y justo: la transmisión de la
maravilla le está vedada. Y no atesora, porque, al existir en la mirada de otro, cuando
el otro desaparece, no queda nada. Vanidad de vanidades, "hinchazón de algo que
no ha logrado ser y se hincha para recubrir su interior vacío".
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Notas:
- MARÍA ZAMBRANO, Hacia un saber sobre el alma, Madrid, Alianza,
1987
- BORGES, "La memoria de Shakespeare", Obras Completas, Buenos
Aires, 1989, vol. III, pág. 397.
- GUSTAVO MARTÍN GARZO, "El becerro de Oro", artículo aparecido
en Babelia, EL País, 23 de junio, 2001.
- ALVARO MUTIS, Espéculo, Revista de Estudios Literarios, Facultad de
Ciencias de la Información, UCM, número 7, noviembre 97-febrero 98.
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Texto, Copyright © 2001 Ana Pérez
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