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La puerta falsa de Andrés Trapiello por
Santiago Fernández Patón
Casi sin darse cuenta, cuando uno
tiene que hablar de Andrés Trapiello, le vienen a la memoria algunos de los versos de
Antonio Machado. Piensa uno en aquellos de "El hospicio", donde el poeta nos
dice que "Mientras el sol de enero su débil luz envía/ su triste luz velada
sobre los campos yermos,/ a un ventana asoman, al declinar el día,/ algunos rostros
pálidos, atónitos y enfermos". No sabemos por qué, pero pensamos en la tierra
solanesca del pueblo de León, donde Andrés Trapiello creció al calor de una familia de
diez hermanos, y se imagina uno, casi sin esfuerzo, "sobre la tierra fría la
nueve silenciosa" y allí asomado, ahíto de mundo, al niño que fue Andrés
Trapiello. Ya por entonces, cuando contaba apenas ocho años, este madrileño de adopción
supo que su vida era la literatura o, si se quiere, que la literatura era la vida.
Tempranísima fue, pues, su vocación. Aquel niño de los años cincuenta tenía especial
talento para la pintura y esas dotes eran celebradas con entusiasmo por padres y maestros.
Pero jamás él le concedió importancia alguna. Su mundo quería encontrarlo en las
ingenuas redacciones escolares, en los cuentos que escribía, en las poesías que a diario
publicaba ABC y en las que descubría a Bécquer o Dámaso Alonso. Nadie, sin
embargo, festejaba su escritura. Cuando se tienen ocho años en un pueblo como León y un
país como la España de aquellos tiempos, casi siente uno la tentación de imaginarse a
los niños en blanco y negro. Por eso pedimos disculpas. El lector, a estas alturas, ya
habrá reparado en que nos disponemos a entregarnos a un discurso algo lírico, si es que
esto es aún posible en un medio como esta Red sin papeles que rozar. No buscan estas
líneas hablar del escritor que hoy es Andrés Trapiello ni de sus casi cincuenta libros,
ya lo hemos dicho, sino dirigirse un poco a aquellos que ya lo conocen, tal y como es
posible conocerlo, o sea, parcialmente, a través de las miles de páginas de sus diarios,
ese Salón de pasos perdidos que sólo leen unos pocos solitarios, personas a
trasmano, tal y como es el propio autor. Nuestras disculpas si no ofrecemos una entrevista
al uso.
Habíamos dejado a ese niño precoz asomado tal vez a una ventana de la
invernal Castilla, tal vez mirando con ojos de hospiciano. Tal vez imaginando que algún
día llevaría la vida que hoy lleva. No sé. Sólo conocemos que, cuando dejó de caer la
nieve y la fúnebre Castilla podía haber agostado su espíritu, Andrés Trapiello se
convirtió en un adolescente que se envenenó, de más está decirlo, con la poesía. De
aquellos versos juveniles no se le puede oír sino lo mismo que a todo aquel que en su
madurez escribe y ha de recordar ese rito de paso ineludible: que eran realmente malos.
Seguro que lo eran. Pero ya buscaban a Unamuno, ya iban descubriendo a Juan Ramón, ya
iban pincelando a Trapiello. Iban, de alguna manera, en busca de Valladolid.
Tiene Andrés Trapiello una novela que tituló El buque fantasma.
Digamos que es una novela que trata de cómo sobrevivir en una Universidad de la España
de los años setenta, aunque sea en la de la impar Valladolid, cuando uno lleva en el alma
a Galdós, a Baroja. Es un libro en el que, aunque sea por contraste, uno empieza a
conocer a su autor. El que a mi me gusta es La malandanza, su siguiente novela. Un
poco por lo mismo, porque uno ve lo que era el Madrid de los últimos tiempos de la movida
y entiende por qué Trapiello se retiró. Claro, en aquel Madrid de trapisondistas que
él, con otros pocos como Juan Manuel Bonet o Kiko Rivas, inauguró, no podía perdurar
mucho un poeta que, desde tierra extremeña, nos confiesa: "Dichoso aquel que
busca un lugar como éste/ y contemplar las zarzas que estrechan el camino/ cuajadas de
racimos de un negro y rojo agreste,/ y a lo lejos la tierna brusquedad del espino".
No obstante, a ese Madrid insomne llegó un joven Trapiello, desencantado, alejado de sus
estudios, de su periodismo mercenario. Corría el año 1975 y la muerte de Franco
resucitaría la ciudad.
Aquello se dio en llamar la movida, pero a finales de los setenta
eran sólo unos pocos. La movida, fundamentalmente, consistía en trabajar por las
mañanas en la revista de arte Guadalimar, por las tarde fingir que se iba a
exposiciones de las que luego hacía las críticas sin haberlas siquiera pisado y la noche
gastarla en alcohol y música rock. Bueno. No se entiende que Trapiello detestara, tanto
entonces como hoy, el rock. Se diría que es un desagradecido: ahí lleva sus largos años
de matrimonio con M., aquella mujer que el más lunático de los Panero codiciara, aquella
mujer que cantaba en los antros madrileños con Radio Futura. De aquella revista de
arte, pasados dos años y mediando un papel anónimo, le echó el director, a lo que
parece un personajillo siniestro y perturbado por el miedo disparatado a los cuernos de su
mujer con un poeta... homosexual. En fin, una historia esperpéntica y surrealista, una
historia del Madrid de esa época. Y es que Trapiello lo sabe, España no es cervantina.
España gusta de Quevedo, de Valle Inclán, de Cela, de Umbral: del ingenio, del
colorismo, de lo castizo, de lo campanudo, de lo surrealista. Cervantes, como Galdós,
pierden la batalla con su fineza, sus matices, su grisedumbre y, sobre todo, su
imperfección. Y claro, alguien cervantino tampoco podía durar mucho en su siguiente
empleo, esta vez en televisión y con Paloma Charro, amiga íntima de Kiko Rivas y
Trapiello, lo cual no le impidió despedir sin remordimientos a aquellos dos pintas.
Si uno ha venido a Madrid para escribir, parece que están de más tantas resacas y
trabajos efímeros. Trapiello se hace escritor y halla el sosiego de la mano de Carlos
Vélez y el programa de televisión Encuentro con las letras. Además, conoce a su
querido Juan Manuel Bonet, y junto a él y el pintor Pancho Ortuño editan Artefacto,
una revista puntera de arte y literatura.
El consuelo y la vida
Cuando un escritor quiere dar a conocer sus libros se busca editoriales.
Andrés Trapiello, en parte para que su orgullo no se viera herido con el rechazo de los
editores, se hizo editor y tipógrafo. Así crearon Juan Manuel Bonet y él Entregas de
la aventura, donde salieron versos de Zambrano, Gómez de Liaño, de Pessoa. Luego, ya
acabado el contrato en televisión, Trapiello se entregó a la refundación heroica de
Trieste. Lo hizo con su amigo Valentín, cuya tristísima muerte atraviesa uno de los
tomos del Salón de pasos perdidos. Eran los tiempos de los trenes al amanecer
camino de los pueblos aledaños de un Madrid manchego, donde se asentaban los talleres de
esas imprentas anacrónicas. Allí forjaron su biblioteca de autores españoles, cuando
decir español era una palabra casi prohibida si se hablaba de literatura, y más si esos
autores llevaban nombres como Agustín de Foxá, Sánchez Mazas... A Trapiello por poco lo
crucifican acusado de extremista de derechas, algo que, vista la época y con algún
esfuerzo podría llegar a perdonarse. Aunque ya se sabe, tontos los ha habido en todas las
épocas y todavía hoy se oye a tantos medio intelectuales desbarrar contra él. En
realidad hoy esas cosas, sobre todo entre los jóvenes, importan poco, y la gente habla de
literatura sin pensar si sus autores eran feos o guapos, fascistas o comunistas, pero en
esa época sólo un hombre que viviera a trasmano, o sea, en las librerías de viejo, se
atrevía publicar a esos escritores que, si bien ganaron la guerra, con la democracia
perdieron los manuales de literatura. Pero incluso así, por una de esas raras
excepciones, a Trapiello le editó una novela el académico sudoroso de la bufanda. Fue un
espejismo que duró poco y muy pronto Trapiello descubriría una gran verdad: se lleva mal
con el mercado. De hecho, si no hubiera sido por Manuel Borrás ni siquiera se llevaría
con el mercado. Sólo un romántico se podía atrever en los años ochenta a publicar un
diario de un desconocido. Y si unos pocos le conocían, por cierto no acudieron a la
presentación que se hizo en Mirto.
Dicen algunos que la literatura es un artificio del intelecto, o un
juego de espejismos, o una búsqueda artística del alma... Trapiello dice que la
literatura es la prolongación de la vida. Y en esa prolongación pueden aparecer
guerrilleros del maquis madrileño, exiliados, como lo fue el mismo Ramón Gaya, a bordo
de un Sinaia que lentamente se aleja de una España perdida... En esa prolongación
puede estar Fortunata, puede estar Jacinta, y nadie negaría jamás delante de Trapiello
que esas mujeres son vida misma. Él lo sabe porque no tiene más que echar una mirada a
su vida y pensar, por ejemplo, en sus hermanos, en sus primos, en sus tíos: si, allí
estaban, pero en su vida los que le han acompañado eran los cesantes de Galdós o los
pillos de Baroja. Y además de acompañarle le han consolado. Este hombre, como aquellos
clásicos de traje gris, encuentra consuelo en los libros que hace. Y es que la vida de
los solitarios, ya de por sí deslavazada, precisa de ello porque si no acaba por
romperse. Y para que no se haga añicos hay que hacer literatura de esa vida de un barrio
castizo de Madrid, con iglesias de cuando no éramos europeos, locos de posguerra y
panaderías encajonadas en zaquizamíes improbables . Trapiello hace de esa vida
literatura y escribe un diario que, a su vez, abre así una puerta falsa por la que
llegó, en su día, a la novela. Porque él supo descubrir que cada uno lleva su propia
novela dentro. Y él es un literato, no un novelista, ni un ensayista, ni un poeta
siquiera, aunque sea todo ello: es un hombre perdido en un grabado de Ricardo Baroja o un
pasaje de la España negra de Regoyos.
De esa España negra queda ya poco, ni siquiera en la calle de Mira el
río, donde con las primeras luces dominicales no es raro ver a este vagabundo hurgando en
las bibliotecas de los muertos, entre los avíos de los chamarileros, en el matute
variopinto de los gitanos. Quizás, allí, cualquier mañana de lluvia, se levante las
solapas del abrigo y piense que tiene un poco de envidia de esos escritores de su
generación que cuentan por decenas de miles sus lectores. A lo mejor piensa que querría
un público expectante y nervioso ante una nueva entrega de cualquiera de sus libros.
Ciertamente se acordará de Stendhal, que creía que en el futuro, cuando ya a nadie
importara quién fue él, tendría más lectores que entre sus contemporáneos. Pero
seguro que piensa que se parece mucho a aquel hombre que una vez quiso ser de niño,
cuando desde una ventana de León veía "caer la blanca nieve sobre la fría
tierra,/ ¡sobre la tierra fría la nieve silenciosa!".
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Texto, Copyright © 2001 Santiago Fernández
Patón. Todos los derechos reservados. |
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