
 |
En la tumba de Galdós por
Santiago Fernández
En 1886, hace ahora 125 años, el
novelista canario Benito Pérez Galdós publicaba la primera de las cuatro partes de su
obra cumbre, Fortunata y Jacinta. Escritor prolífico y admirado, cultivó el
teatro y la novela principalmente, además de una extensísima labor periodística en
España y Latinoamérica. Incansable trabajador, republicano y atento observador de los
más humildes, supo hacer de la vida literatura gracias a una manera única de acercarse a
sus personajes hasta convertirlos en seres casi reales (célebre es la leyenda según la
cual en su lecho de muerte solicitó los servicios del doctor Centeno). Sin embargo, pese
a tanta escritura, su vida ha sido siempre poco conocida y ni siquiera cuando él mismo
relata sus recuerdos resulta fácil penetrar en el espíritu de quien mejor supo en su
siglo profundizar en las almas ajenas. Es, tal vez, la figura más importante de nuestras
letras junto a Cervantes y, por ello, hemos querido aprovechar esta efemérides para
visitar la tumba del escritor, enterrado en Madrid, ciudad que amó y en la que ambientó
la mayoría de sus obras.


[ Sepulcro de Benito Pérez Galdós ]

NUESTRA INCURIA
Es posible que peque uno de ingenuo y, a estas alturas, todavía se
sorprenda por la desidia de los organismos públicos a la hora de recordar a algunos de
nuestros más ilustres hombres. Y sin duda Benito Pérez Galdós lo es. Él mismo, a raíz
de un viaje en septiembre de 1889 a Inglaterra que le llevó a visitar la tumba (en lo que
él consideraba un peregrinaje a "esa Jerusalén literaria") de su admiradísimo
Shakespeare, se quejaba de que en España difícilmente podríamos encontrar los restos de
nuestros grandes artistas, pues "nuestra incuria no nos permite vanagloriarnos de
esto, y aunque sabemos que los huesos de Cervantes yacen en las Trinitarias, y en Santiago
los de Velázquez, no podemos separarlos de los demás vestigios que contiene la fosa
común". Bien es verdad que Shakespeare, contrariamente al caso de Cervantes, gozó
en vida del elogio de sus contemporáneos, quienes se cuidaron por lo tanto de preservar a
buen recaudo sus huesos. Pero igual de cierto es que Galdós tuvo el aplauso de su tiempo,
sobre todo en Madrid. Hombres como Menéndez Pelayo dedicaron párrafos entusiastas a su
obra, o políticos como Antonio Maura lloraron su muerte, por no hablar de los elogiosos
comentarios de Pérez de Ayala u Ortega y Gasset.
En su voluminosa biografía sobre el escritor, Ortiz-Armengol nos cuenta
cómo se llegó a pedir que se enterrara a Galdós en la Plaza Mayor de Madrid, o cómo el
rey Alfonso XIII quiso atribuirle honores de capitán general con mando en plaza. Eso por
no hablar de las miles de personas (probablemente unas 30.000, también según
Ortiz-Armengol) que desfilaron por la capilla ardiente del escritor y de la multitud que,
al paso del cortejo, se congregó en la Puerta del Sol. Por inconcebible que parezca a
ciudadanos de nuestro tiempo, las clases populares siguieron el séquito por toda la calle
Alcalá y un gran número de madrileños llegó a pie hasta el cementerio de La Almudena.
Los balcones se llenaron de crespones negros e incluso se produjeron escenas hoy día
inauditas. No nos referimos sólo a las flores y lágrimas vertidas por la actriz
Margarita Xirgu al paso de la comitiva por el Hotel París, en el que se alojaba, sino
también el intento de las juventudes socialistas por hacerse con el control de la carroza
fúnebre.
Todo esto viene al caso porque, más de cien años después de que
Galdós escribiera su frase, parece que aún hoy en España "nuestra incuria no nos
permite vanagloriarnos (...), y aunque sabemos que los huesos de Cervantes yacen en las
Trinitarias (...) no podemos separarlos de los demás vestigios que contiene la fosa
común". Los restos de Benito Pérez Galdós (1843-1920), por expreso deseo, reposan
en el cementerio de La Almudena de Madrid, en la tumba común de las familias Hurtado de
Mendoza y Pérez Galdós, donde desde 1892 a 1980 se ha venido dando tierra a diferentes
miembros. No piense, sin embargo, quien esto lea, que monumento o placa alguna indica al
visitante el emplazamiento de dicha sepultura. Si ingenuamente se solicita un plano del
enorme camposanto, tampoco se encontrará en él indicación cualquiera.
GALDÓS Y MADRID
De sobra es conocido el amor de Galdós hacia Madrid. Canario de
nacimiento, el 30 de septiembre de 1862 el joven Benito llegaba a la capital con la
intención de cursar los estudios de Derecho. Algo que sólo pudo hacer a trancas y
barrancas, y es que bien pronto descubriría que las calles de ese pueblo abigarrado
encerraban muchas más enseñanzas que las aulas de la Universidad Central, donde "me
distinguí por los frecuentes novillos que hacía". Fue tal el apasionamiento de
Galdós hacia esta ciudad que jamás volvería a su tierra natal. De hecho, cuando
Galdós, ya anciano y completamente ciego, accede a la petición de La esfera para
publicar sus recuerdos bajo el título de Memorias de un desmemoriado, lo hará
comenzando por su llegada a la Corte. Se trata de una serie de artículos conmovedores,
sobre todo en aquellos pasajes en los que Galdós evoca sus paseos por un Madrid al que la
ceguera le impide volver a mirar. Fue sin duda su gran amor, y desde luego el único que
hizo público (y eso que Gregorio Marañón, amigo íntimo del literato, lo calificara en
su momento como "gran mujeriego"). En aquella segunda mitad del siglo XIX, como
reflejaría en toda su obra, era Madrid un hervidero de revoluciones efímeras no exento,
pues ahí seguían los restos del Imperio, de sentimiento patriótico (La Fontana
de oro); era un Madrid provinciano y beato (Tormento), a la zaga distante de
los avances ingleses, un epígono paleto de la moda del otro lado de los Pirineos. La
fatuidad, sin embargo, de su habitantes, convertía a la ciudad en un mosaico de falsas
apariencias (La de Bringas), sus teatros se llenaban de damas encopetadas
con remiendos milagrosamente apañados (La desheredada), de caballeros que
mantenían a sus concubinas a costa de deudas de las que se enriquecían los usureros (la
serie de Torquemada). Un Madrid de pordioseros (Misericordia), de flamencos
y toros, de cesantes en la cola infinita de la burocracia (Miau). Aquella ciudad
era un baile de máscaras que exigía un gran hombre para retratarla y dejarla a la
posteridad. Un hombre, como Galdós, deslumbrado por la Comedia humana de Balzac, a quien
descubrió en su primer viaje de 1867 a París. Sin miedo a exagerar, se puede decir que
la segunda mitad del siglo XIX en España, en concreto en Madrid, se conoce en sus
intimidades básicamente por Benito Pérez Galdós, quien no contento con el reflejo de
esas intrahistorias se lanzó también a la labor titánica de sus 26 Episodio
Nacionales.
Es Galdós, después de Lope de Vega, nuestro autor más prolífico.
Pero toda sus novelas madrileñas habrían de resumirse en una obra magna, Fortunata y
Jacinta, para muchos la mejor novela española junto al Quijote. Todavía hoy,
no obstante, se puede leer que se trata de una obra costumbrista y folletinesca, que es
más o menos lo que dieron en propagar (y posteriormente repetiría la crítica
progresista del posfranquismo), hambrientas de vanguardismo, las nuevas generaciones
finiseculares encabezadas por Valle-Inclán y cuyos miembros -excepto en el caso de
Unamuno- no dedicaron una sola línea a su muerte. Fortunata y Jacinta refleja al
completo (hasta el extremo de narrar la vida en un convento de clausura de Las Micaelas)
el Madrid retratado en mosaicos en todas las demás novelas. Pero, como siempre, Galdós
no cae en el costumbrismo, pues la vida de su personajes está inmersa en los avatares
históricos de aquella España polvorienta que comenzaba a despertar. Es la novela de
plenitud de su autor, donde se conjugan Balzac, Dickens, Cervantes y ya se da la
introspección psicológica que más adelante admiraría en Tolstoi.
Madrid, esa ciudad que hoy no señala el lugar de su enterramiento,
crecía a las orillas del Rastro de manera desordenada, mientras que hacia las afueras, en
lo que hoy es el barrio de Cuatro Caminos, se violaban las ordenanzas municipales para
sobrepasar con creces el recinto de la antigua muralla. En los márgenes del Retiro, a
impulsos del Marqués de Salamanca, se construía el barrio burgués por excelencia, en el
que el propio Galdós llegaría a residir. Pero sobre todo es la zona que abarca de
Chamberí a la calle Toledo en la que tropezamos con el inmenso repertorio de personajes
galdosianos. Allí nos topamos con la perfecta burguesa, Jacinta, resignada a las
calaveradas de su marido Juanito Santa Cruz, al que la humilde Fortunata, ingenua y por
eso fácilmente corrompible, profesa un amor casi sobrehumano. Por allí aparecen la moda
europea en las sombrererías de la Plaza Mayor y la calle de Toledo, el orden y la
modernidad ingleses añorados por Moreno Isla, los contrastes de una ciudad que pasa de la
opulencia de los soportales de la Plaza Mayor a la miseria de las corralas del Rastro,
todo ello en un trecho de línea recta, como describiría más tarde Barea en La forja
de un rebelde.
En Fortunata y Jacinta se desvela el alma humana porque la
grandeza de su autor consigue crear un argumento que atañe a personajes de todas las
condiciones. Las pasiones humanas se desnudan en la complementariedad entre Fortunata y
Jacinta -sin ser conscientes, cada una de ellas redimirá a la otra-, entre Santa Cruz y
Maximiliano, entre la prostitución de Fortunata y su reclusión conventual o entre su
vida disoluta y la mentalidad práctica del coronel retirado que, ya senil, adopta a la
joven protagonista. Galdós no tiene interés en reflejar las costumbres de un pueblo al
que ha analizado exhaustivamente, sino el afán de que ese pueblo, a través de sus
costumbres, refleje los avatares históricos de una nación, los conflictos de una
sociedad, los pesares y las alegrías del más mísero y del más pudiente. Galdós, como
Zola, no hace historia para explicar al ser humano, sino que explica al ser humano para
hacer historia. Eso, que es la misma esencia del Quijote, es que lo que convierte a
Fortunata y Jacinta en una obra desbordante. Literatura pura que, en el caso de
Galdós, equivale a decir vida pura.
PRIMAVERA
En enero de 1919 se inauguró en el Retiro madrileño el monumento
sedente de Galdós, obra de Victorio Macho. El escritor, al que le quedaba tan sólo un
año de vida, asistió al acto devastado por la arteriosclerosis y la ceguera. Hizo que le
subieran al plinto del monumento -tal y como cuenta Sainz de Robles en una antología de Recuerdos
y Memorias de Galdós-. La imagen tuvo que ser dolorosamente emocionante. El anciano,
lentamente, pasó su mano por aquella piedra que le representaba para la posteridad, como
si quisiera recordar al tacto su propio ser que ya no le era dado contemplar con la
mirada.
En la madrugada del 3 al 4 de enero de 1920 Galdós emitió el último
grito de su agonía. Se incorporó del lecho y se llevó las manos a la garganta, como si
se ahogara. Después expiró sobre la almohada. En esta primavera del año 2001, cuando se
cumplen 125 años de la publicación del primer tomo de Fortunata y Jacinta, hemos
querido rendir tributo al escritor visitando su enterramiento.
Por una de las puertas laterales del cementerio de La Almudena, justo
enfrente del civil, se accede a una de las manzanas más apartadas y umbrías del
camposanto. No hay que andar mucho para llegar al espacio común de la familia Hurtado de
Mendoza y Pérez Galdós, pero seguramente el visitante despreocupado caminará más de la
cuenta. Ya lo hemos dicho, nada señala el emplazamiento. En uno de esos paseos a los que
apenas llega la luz del sol primaveral, rodeadas de majestuosos panteones, dos lápidas
ennegrecidas a pie de suelo sepultan los restos del escritor. Una de ella aún no alberga
cuerpo alguno, y en la otra se leen los nombres de los finados. Cuesta hacerlo, pues
están grabados tímidamente sobre la oscura piedra. El crítico literario Antonio
Jiménez Morato acompañó en esa visita a quien esto firma, sin que, en una primera
tentativa, lográsemos encontrar las lápidas. Ni siquiera el galdosiano Andrés
Trapiello, a quien hubimos de telefonear desesperadamente, supo darnos cuenta de la
ubicación exacta. Quiso la suerte que un guardia jurado, algo así como los serenos de la
época de Galdós, recordara el lugar preciso. Habíamos pasado cien veces por él y no
fue hasta que el guardia, ante nuestra incredulidad, nos obligara a leer los borrosos
títulos que pudimos dar crédito a su palabras. Allí descansaban los restos del escritor
Benito Pérez Galdós. Allí nació este homenaje que no es sino un estilete con el que
grabar más a fondo las viejas letras de su sepultura.
 |
Texto, Copyright © 2001 Santiago Fernández.
Todos los derechos reservados. |
|