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Cultura abierta: el fin de la propiedad intelectual por
Alberto Vázquez
Nuestro futuro depende de nuestra filosofía.
-Richard Stallman.
Ignorar que la aparición y desarrollo de las
tecnologías están suponiendo grandes cambios en el entorno social occidental -donde el
acceso a los ordenadores y a las líneas telefónicas está generalizado- es, cuanto
menos, un ejercicio de irresponsabilidad. No por ignorar lo que sucede, ello deja de
suceder. A pesar de todo, muchos se empeñan en seguir afirmando que las reglas del juego
existentes son las reglas del juego permanentes. Visiones obsoletas y planteamientos
conservadores y profundamente mediocres, dan al traste con proyectos que no merecían, a
priori, tan severo e injusto trato.
En, por decir algo, treinta años transmitiendo datos a través de redes
y, siete u ocho haciéndolo de manera intensiva y más o menos generalizada, hemos
aprendido algo muy esencial: quizás éste no sea el medio definitivo, pero, desde luego,
es un medio excepcional para distribuir todo lo que nos venga en gana. Nos costará pensar
algo mejor. Las tecnologías digitales aplicadas a la transmisión de datos son uno de los
avances capitales en el desarrollo de la humanidad.
Quienes mejor saben de sus bondades, obviamente, son quienes más las
utilizan. Al tratarse de un medio muy tecnologizado, son los técnicos y, principalmente,
los técnicos de computadoras, los que configuran la vanguardia del medio y establecen,
con sus actuaciones y apuestas, los pilares de lo que han de ser las filosofías
digitales. Una comunidad de usuarios de las tecnologías digitales, relativamente reducida
y en extremo opaca al resto del mundo, ha establecido, de la manera más natural e
innovando sobre la marcha, toda una serie de argumentos e ideas que podemos considerar el
germen de lo que han de ser los comportamientos de los humanos que se encuentran en los
extremos finales de las redes de transmisión de datos.
Nosotros, que no somos ni técnicos ni disponemos de vocación
suficiente para serlo, miramos con una mezcla de pasión y desconocimiento todo lo que
ahí, en ese grupúsculo esencial que se ha dado en llamar cultura hacker y sobre el
cual tantas y tan erróneas leyendas discurren, está sucediendo día a día y, más aún,
a una velocidad vertiginosa. Este grupo de personas ha configurado, con su trabajo y su
dedicación, una importante y sólida filosofía que prima sobre cualquier otro factor, el
interés por el aprendizaje y el alcance, siempre, de la máxima potencialidad del
conocimiento y la obra creativa.
En un periodo de menos de diez años que podemos generalizar denominando
"los noventa" se han sucedido una y más formas de crear, distribuir, almacenar
y recrear aplicaciones informáticas. Algunos de estos escritores de software han
desarrollado toda una filosofía que prima, sobre cualquier otro condicionante, los
valores ancestrales del conocimiento por el conocimiento, la libre circulación de la
información y el desarrollo extremo de las formas de democracia. Viejas ideas para nuevos
tiempos. Pero, lejos de vacuos idealismos carentes de soporte intelectual y material, la
cultura hacker se puso manos a la obra y, en menos tiempo del que ocupamos otros
analizando el propio proceso, se embarcaron en la más feliz de las empresas del fin del
milenio: el conocimiento a pesar de todo y de todos.
No nos equivocamos si decimos, y así hay que hacerlo, que la comunidad
más activa y atractiva de la última década la han formado legiones de escritores de
programas y aplicaciones, muchos de ellos anónimos y movidos por el único y renacentista
afán de abarcar el conocimiento. Desde luego, la aparición de las tecnologías digitales
ha sido el factor determinante para que esto suceda. Pero ha sido un proceso en el que la
pescadilla se muerde la cola: las tecnologías se desarrollan eficazmente por los
desarrolladores utilizan eficazmente las tecnologías que desarrollan.
La culminación de estos procesos, tan interesantes para la historia de
la creatividad humana como crípticos para quienes se dedican, desde el exterior, a su
análisis y estudio, han, por fin, alcanzado un estadio de madurez suficiente para ir un
paso más allá: ya no son sólo patrimonio de los técnicos las filosofías más
atractivas del cambio de milenio.
Open source
El momento decisivo de este proceso, tiene lugar el 22 de enero de 1998
cuando la compañía de software Netscape Communications
decide hacer público el código fuente de su programa Navigator. Este programa fue, y aún lo es
para los más románticos, la aplicación más poderosa para moverse por la World Wide
Web, es decir, para comunicar personas de forma masiva y a escala mundial. Liberar el
código fuente significa que además del programa en sí, Netscape ponía a disposición
de quien quisiese, sus tripas. La compañía, en una decisión sin precedentes, nos
enseñaba su juguete más preciado y nos permitía, además, jugar con él.
Ni dos semanas después, el 3 de febrero, se reúnen en Palo Alto,
California, un puñado de gurús que deciden dar nombre a todo el proceso que se les
venía encima: open source o, en
castellano, código fuente abierto. En unas horas, los presupuestos básicos de la más
importante filosofía de los últimos tiempos estaban sentados y abiertos al debate.
Bien es cierto que Richard Stallman, ya desde 1984, se encontraba
trabajando decididamente en esta dirección. Stallman defiende, desde entonces y con sumo
ahínco, que acceder a los programas informáticos para utilizarlos e, incluso,
modificarlos, es un derecho que no debe ser reconocido por nadie. Por ello, se embarcó en
un complejo proceso que ha conseguido crear un importante software libre que, desde su
nacimiento, dispone del código fuente abierto de manera que quien lo desee pueda
introducir modificaciones sobre él. Stallman, con su titánico esfuerzo, ha conseguido
crear toda una filosofía en relación a la comunicación de las personas con las
computadoras: cualquiera debe ser absolutamente libre en el uso de los programas de
ordenador y puede hacer con ellos lo que quiera, excepto establecer restricciones a
usuarios futuros.
Las características básicas del open source así como de la
filosofía de Richard Stallman, se orientan, exclusivamente, a la producción y desarrollo
de software. Disponer del código fuente permite a quien quiera escrutar sus procesos más
íntimos y, por supuesto, después de comprenderlos y asimilarlos, tratar de mejorarlos.
Ésta es la tesis básica del open source: cuantos más seamos trabajando al
unísono sobre un material determinado, mejor será el resultado final. Ya es bien sabido
que cuatro ojos ven mejor que dos. Y si se trata de varios cientos de ojos, la regla de
tres es simple.
Pero además, el open source establece una filosofía de
distribución. Permite a cualquiera reproducir cuantas veces quiera el producto editado
bajo esta licencia, incluso con intereses comerciales. Y no sólo eso: impide de forma
explícita que se impida a nadie trabajar sobre productos open source. Sólo de
esta manera el objetivo de obtener la mejor de las variantes posibles de un producto
determinado puede llevarse a buen puerto.
El fin de la propiedad intelectual
Pero hay un efecto, llamémosle colateral, del open source que
golpea directamente con toda la concepción moderna del arte y, en general, de las
actitudes creativas. Si muchas personas trabajan en el desarrollo de un producto sobre el
supuesto de que todas lo hacen en igualdad de condiciones y régimen comunitario, ¿a
quién pertenece el producto final?
Más aún. ¿Y si aplicamos esta filosofía no sólo a la escritura de
software sino también, por ejemplo, a la escritura de novelas? ¿Se siente alguien capaz
de mejorar "Cien años de soledad"? ¿No? ¿Y de modificarla por el simple gusto
de hacerlo?
Existen precedentes. La industria de la pornografía lleva años
haciendo esto. Se toma el motivo de una película de éxito -generalmente basta el
título, el ambiente histórico y cuatro detalles más- y se rueda la versión porno. De
hecho, una película que merezca la pena, ha de tener su remake porno. De lo
contrario, ni se molesten en ir a verla.
Anécdotas aparte, la propiedad
intelectual ha sufrido cambios desde que las tecnologías digitales hicieron su
aparición. La democratización tecnológica nos abre camino a un universo de delitos
privados que todos practicamos con mayor o menor ahínco. Desde las vulgares copias de
compact-discs hasta el almacenamiento de impúdicas fotografías obtenidas a través de
Internet, el común de los mortales se ha lanzado al sano ejercicio de violar los derechos
de otros. El problema tiene difícil solución. No se puede perseguir a todo el mundo ni
pretender que todos acabemos en la cárcel. Incluso las grandes empresas de televisión
digital andan enfrascadas en arduas e infructuosas luchas contra la descodificación
ilegal de sus señales. Porque, aunque la ley reconoce que quien emite las ondas es su
propietario, bien es cierto que lo que hay dentro de mi casa es mío y hago con ello lo
que me place. Y si alguien quiere comprobar si dentro de mi hogar delinco con el mando a
distancia, que traiga, por favor, una orden del juez.
Pero tuvo que llegar 1999 para que el asunto de la violación de los
derechos de los autores fuese tomado en serio. Hubo de aparecer un software llamado Napster que, de la noche a la mañana, revolucionó toda
una manera tradicional de entender las relaciones autor/consumidor. Por primera vez en la
historia de la distribución de obras creativas, el consumidor asumía el control y
decidía hacer lo que le placiese sin que el autor ni los estamentos asociados a él
pudieran hacer nada por evitarlo.
Napster es un software que permite el intercambio indiscriminado de
ficheros informáticos que, a su vez, contienen ese bien tan preciado y costoso que es la
música. Según las compañías discográficas, que viven, como es sabido, de vender a
precio de oro copias y copias de un producto inicial que apenas les cuesta nada, Napster
violaba todos y cada uno de los derechos que le asisten al autor. Muchos músicos, viendo
peligrar sus cuentas corrientes, se sumaron a la idea. Pero no había demasiado que hacer:
se había sembrado la semilla para que la propiedad intelectual no fuese a ser jamás lo
que había sido. Porque, hay que decirlo, el problema real de Napster es que tiene más
usuarios utilizando sus servicios que habitantes muchos países del planeta. Éste es y no
otro el verdadero problema. Cuando millones de personas hacen al mismo tiempo algo que,
circunstancialmente, va contra los intereses económicos de unos pocos, éstos últimos ya
pueden montar en cólera todo lo que quieran. El fenómeno perdurará y será la ley la
que habrá de reajustarse. Y ellos, los de los intereses económicos, también. Por la
cuenta que les trae.
Si se puede ver, se puede modificar
Las tecnologías digitales ofrecen un sinfín de mejoras a las
tecnologías tradicionales. Basta disfrutar de la experiencia de enviar un mensaje de
correo electrónico para darse cuenta de ello. Pero a todas sus bondades, llamémosles
obvias, hay que sumarle una no menos interesante: permiten sucesivas, múltiples y
ramificadas modificaciones de un producto original. Esto que digo puede sonar a evidente
para los usuarios habituales de las nuevas tecnologías, pero no estará de más
recordarlo para los que no las frecuentan tanto como quisieran. Un libro publicado en
formato impreso tiene un coste de producción que crece proporcionalmente al número de
unidades que de él se editen. Un libro publicado en formato digital y distribuido en
Internet tiene siempre el mismo coste independientemente del número de ejemplares que de
él se distribuyan y dicho coste, además, será siempre cercano a cero.
Si bien es cierto que quienes son autores de obra creativa distribuida a
través del medio digital -y estamos hablando de todas las disciplinas literarias, de
muchas de las plásticas, de las musicales y, poco a poco, también de las
cinematográficas- se cuidan mucho de defender sus derechos por medio de la utilización
de medios tan dispares como son la criptografía o la ley, no es menos cierto que todo lo
transmisible digitalmente es susceptible de ser intervenido. Ya, a día de hoy, los
legisladores de los países más avanzados en la materia, se encuentran sumidos en un
debate para dilucidar cuál ha de ser la ley que a todos contente cuando se trata de
distribuir digitalmente.
Este hecho, trae sin cuidado a la comunidad de usuarios de estas
tecnologías. No hay un sólo usuario de Napster preocupado por la presunta maldad de su
proceder y, a buen seguro, todos ellos duermen como benditos por las noches. Nadie de los
que coleccionan imágenes, textos, música o vídeos obtenidos a través de Internet se
preocupa lo más mínimo de los derechos presuntamente violados al autor que generó el
original. Es más, en muchos casos, la autoría de estas obras se ha diluido en las muchas
distribuciones de la misma.
Llegado este punto, es difícil seguir sosteniendo métodos y maneras de
creación y distribución al uso tradicional. La revolución está hecha y las filosofías
futuras establecidas. Ahora es el momento de explicar las bondades de esta nueva era. Y de
que el autor se adapte a ella.
El autor es el mayor enemigo de la cultura
Si atendemos a los parámetros que configuran la filosofía open
source, el objetivo final al que todo se supedita, es la obtención de la máxima
calidad manteniendo el máximo grado de desarrollo. La cultura, ese ente abstracto que uno
tiene la tentación de escribir con mayúscula, de igual forma, ha de tener un único fin:
desarrollarse siempre al máximo para prestar, así, el mejor de los servicios a la
sociedad. ¿Por qué hemos de conformarnos con medias tintas si podemos abarcarlo todo?
Dando por bueno este razonamiento, encontramos que el autor, cuando
defiende el derecho al reconocimiento sobre su obra, lastra el desarrollo de la cultura
pues impide a ésta desarrollarse en su máxima capacidad. Legítimo es su derecho e
ilegítima la obsesión de otros por violárselo, pero sólo la cultura se desarrollará
en toda su amplitud si éste último proceso se da de forma fehaciente.
Por ello, ha de surgir, también para las disciplinas artísticas, una
cultura open source que trabaje exclusivamente al servicio de la cultura y no de
los autores ni, mucho menos, de toda la pléyade de intermediarios que traban con
decisión los procesos creativos. Este proceso, por continuar con la nominación que
estamos utilizando y reconocerse deudor de su predecesor informático, se puede llamar cultura
abierta.
Cultura abierta
A partir de este momento, y haciendo buenos los fundamentos que nos
ocupan, vamos a beber directamente de la cultura open source y de sus tesis para
tratar de trasladarla a la cultura artística. Se trata, ahora, de establecer los puntos
básicos a partir de los cuales se han de desarrollar procesos creativos que impulsen con
fuerza cultura como meta final.
Cultura abierta significa tratar por todos los medios a nuestro
alcance de establecer procesos culturales cuyo principal objetivo sea evolucionarse a sí
mismo y, si se diera el caso, concluirse en el menor tiempo posible y obteniedo en mejor
de los resultados alcanzables. Utilizar todos los medios a nuestro alcance supone, de una
manera clara, renunciar a muchos de los derechos que a los autores les asisten de manera
tradicional. Principalmente, y de manera genérica, el derecho a la reproducción y
distribución de las obras propias y el derecho a la modificación de la obra original.
Este último, llevado a las últimas consecuencias, supone una renuncia, incluso, a la
propia autoría de la obra de arte.
La defensa de la propiedad intelectual es nociva para el autor
Si entendemos que el fin de la cultura abierta es desarrollar
la mejor de las culturas, tampoco hemos de perder de vista el hecho de que esta filosofía
redunda en beneficio del autor. Aunque ya hemos señalado que trabajando en cultura
abierta pueden darse casos de pérdida de la autoría (sobre todo cuando muchos
agentes se vean implicados en un mismo proceso y los trabajos se lleven a cabo de manera
zigzagueante e intrincada), no siempre ha de ser así. El autor o autores de una obra
pueden continuar siendo reconocidos como tales a pesar de que hayan renunciado a la mayor
parte de sus derechos. Esta renuncia conlleva, como ya se ha señalado, abrir todos los
procesos de distribución. Si la obra puede viajar libremente, el nombre, el pensamiento y
la referencia al autor, lo harán en igual medida.
Muchos autores -y hay que aclarar que cuando nos referimos a autores nos
estamos refiriendo a todos los autores y no sólo a los que lo son de forma reconocida,
popular y de sobra remunerada- traban continuamente su labor y el desarrollo posterior de
la misma cuando obstaculizan su reproducción. Las obras, los pensamientos y los mensajes
artísticos que quieran prosperar han de tener en cuenta que defender de manera
conservadora los derechos de autor que les son inherentes, obstaculizarán de forma
decisiva su progreso. Se anquilosarán y, en la mayor parte de los casos, morirán al poco
de haber nacido. Muchas de ellas habrán alcanzado un desarrollo tan escaso, que no
podrán, a ojos de un observador desafectado, ostentar la categoría de obras conclusas.
La obra y su valoración económica son fenómenos disociables y
deben ser tratados por separado
A la cultura sólo le interesa la obra y debe apostar por ella
prescindiendo de la valoración económica. Son dos aspectos distintos que deben ser
tratados por separado. A pesar de ello, no hemos de olvidar que el autor desea obtener
ingresos económicos derivados de la venta de su obra. Bajo la filosofía cultura
abierta, no sólo no se impide que el autor comercie con su obra, sino que se
autoriza de forma expresa. Con una salvedad: el autor no mantiene el derecho de comerciar
con exclusividad. El libre derecho a la circulación y distribución del producto cultural
se contrapone a este precepto. Así, el autor podrá vender copias digitales de su
material artístico, pero otros podrán hacerlo de igual manera y con el mismo ánimo de
lucro. Además, mantener una tesis abierta, significa que nadie podrá oponerse a que
nadie distribuya copias, con o sin interés lucrativo, con o sin variantes sobre el
original.
Fluya libremente la cultura
Digámoslo con un ejemplo y experimentando en carnes propias.
Establezcamos los parámetros básicos de la licencia de distribución de los productos
culturales en régimen de cultura abierta.
Este artículo me pertenece a mí que soy su autor. Esta versión
inicial del mismo es de mi autoría y es lo único que decido conservar. A partir de
aquí, autorizo todas las reproducciones que se quieran dar a este texto incluso las que
tengan como objetivo principal el de obtener un beneficio lucrativo para quien efectúa la
distribución. Tan sólo ruego -pero no obligo- a que se mantenga la mía, como la
autoría principal del original. Por supuesto, y siguiendo el hilo de la argumentación
previa, quedan expresamente autorizadas cuantas modificaciones a este texto quieran
realizarse. Pueden modificarse el sentido de unas pocas frases o sustituir párrafos
completos. Queda esto al exclusivo juicio de los que vengan detrás.
Pero he de poner ciertas condiciones al acuerdo. Estas condiciones no
son sino las ya establecidas por los desarrolladores de software open source y
que, en resumen, son las siguientes:
- Los productos culturales deben circular libremente. De esta manera, los
productos editados bajo esta licencia, pueden distribuirse, entregarse o venderse con
total libertad. Este sistema de distribución potencia la obra y ayuda al autor a
desarrollarla hasta sus últimas consecuencias. Pero la libertad ha de ir más allá:
podrá exigirse una contraprestación económica siempre y cuando no se impida la
modificación de la versión en cuestión, que habrá de ser siempre y en todo caso
abierta y libre.
- La obra creativa debe de facilitarse de tal manera que pueda ser
modificada libremente por quien quiera, como quiera y cuando quiera. Si esto no fuera
posible de manera directa, se establecerá un sistema alternativo a través de Internet.
- No se debe permitir la discriminación de personas o grupos de personas
en el trabajo sobre una obra distribuida con este tipo de licencia. De igual manera, los
autores de las distintas distribuciones pueden decidir libremente qué versiones de la
obra deben formar parte de ellas. Los trabajos que resultan de modificar las obras
originales o sus posteriores versiones, han de distribuirse con el mismo tipo de licencia
que las anteriores.
En definitiva: se autoriza la libre modificación y distribución de
este documento siempre que se permita hacer lo propio con el producto resultante.
Nuestro futuro depende de nuestra filosofía
Siguiendo las palabras de Richard Stallman, hemos de entender que
nuestra responsabilidad ha de ser una y sola una: permitir el máximo desarrollo de la
cultura ofreciendo todo el poder de control sobre ella a los usuarios. El resto, es
siempre secundario. Por ello, la filosofía ha de estar clara: nos preocupa el
conocimiento y nos preocupa no vivir en la mejor de las sociedades posibles. Tenemos los
medios y están, ahora más que nunca, a nuestro alcance. Los derechos de unos pocos deben
de carecer de importancia para conseguir, entre todos, ventajas substanciales. Sobre todo
y teniendo en cuenta que el hecho de pasar por alto dichos derechos, redunda, a largo
plazo, en beneficio de los que los ostentan.
Dejemos a la cultura fluir con libertad. Permitamos que se desarrolle
siempre al máximo nivel y que cualquiera pueda convertirse en agente implicado tan sólo
por desearlo. Por favor, lean, modifiquen y distribuyan este texto. Libremente, claro.
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Alberto Vázquez es escritor. Para más
información sobre su actividad, puede visitarse su
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Texto, Copyright © 2001 Alberto Vázquez. Se
permite la reproducción de este artículo por cualquier tipo de medio, así como realizar
cambios, mejoras o ampliaciones al original y distribuirlas libremente. En este caso,
todos los textos derivados del presente, han de ser susceptibles de ser, a su vez,
rehechos y modificados por posteriores autores y permitirse su libre circulación. |
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