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Sidha por Consuelo
Triviño
Se llama Sidharta, pero le dice
Sidha porque le destroza las células y se abre camino hasta el fondo, rompiendo su carne
y royendo sus huesos. La ve venir hacia él en el día y huye cobardemente. Pero en la
madrugada va tras ella como un perro. Quiere atraparla en la débil frontera entre el día
y la noche. En la oscuridad lo trastorna su piel de nácar, lo cautivan sus ojos azules.
Ella desciende con sus cabellos color burdeos, sus rizos en desorden cayendo sobre la
frente. Sus manos de seda tejen complejas tramas en las que se enreda. Cura y mata como
una inyección letal. Habita en sus pesadillas donde levanta su reino y renace en los
sueños sirviendo de inspiración a sus vicios, a las más perversas fantasías, a sus
más sucios deseos. La máscara del horror hiela su sangre cuando ella se acerca con sus
mallas negras a la hora del crepúsculo.
Él conduce hacia la noche a lo largo de una avenida de árboles cuyas
ramas se abrazan en éxtasis de amor. El cielo se puebla de arreboles y el intenso azul de
añil nubla sus ojos cansados de esperanza. La música de Mozart eleva su espíritu y lo
llena de nobles propósitos. De repente cae el telón negro del cielo y se encienden las
luces de la calle. El ruido de los carros le produce desazón. Su cuerpo muestra síntomas
de fatiga y la perspectiva de un cuarto abandonado lo inquieta. Cambia de rumbo, es decir,
pierde el norte. No quiere llegar a su desierto. Como farolas alegrando una fiesta, las
luces de la calle lo atraen con fuerza.
Se detiene en una calle solitaria. Entra en un bar y pide una copa. Ya
forma parte de la masa de ese lugar, una de las miles de células de la ciudad. Mira con
disimulo hacia la puerta, finge esperar a alguien. Dos muchachas descaradas entran con su
traje de guerra, los labios pintados de negro, los cabellos domesticados con espuma,
formando una ahuecada arquitectura de mechones que miran en distintas direcciones. Se
sientan en la barra a su lado. Una de ellas no para de hablar de los hombres. Él escucha
la conversación y piensa con ironía en lo poco que saben, las pobres. Quiere sentarse a
charlar y rebatir sus argumentos, pero se controla. No es su momento, aunque, a decir
verdad, no hay un momento para el diálogo. Las muchachas se quejan de los hombres que no
se comprometen, que huyen cuando los concretan, maldicen sus evasivas y se proponen
castigarlos con el silencio, no pasarán al teléfono, te quieren sólo para el rato, se
quejan, están y no están, a la vez, quieren vivir el momento, pero cuando los necesitas
no están, ¡qué frescos!, comenta la otra, esponjándose. Son muchachas que se afirman
en su claridad, que no van a ceder, al menos, eso es lo que dicen.
Los hombres no están, nunca están cuando los necesitan. ¿Dónde estar
cuando el armazón de tu ser no tiene consistencia? Se pregunta él, que se desarma al
menor obstáculo, él que no podría estar en un lugar. No podrá porque el lugar se
mueve, siempre se mueve, aunque duermas, además, él siempre tropieza. Como una sustancia
que se derrama, su ser pierde la forma diariamente. Al amanecer mete con dificultad el
armazón en un traje y va a una oficina, un lugar que también puede desaparecer. El
mencionado, o el conjurado, estará sólo cuando ellas se largan y si quisiera estar, no
podrá ir hacia ellas. Él piensa en lo que dicen las muchachas y se enfurece porque no
quieren saber de la angustia ni de la maldita pereza, que se come la voluntad y paraliza
las piernas, seguro que esa pobre piltrafa de la que ellas hablan andará mal, se dice, y
sin pensarlo dos veces se pone frente a las mujeres y les grita: ¡Mierda! ¡Basura! Ellas
se asustan, pierden compostura, no saben si huir o esconderse.
Después de escupir su verdad esa noche, él se hincha de una euforia
fugaz y se anima a pedir otro whisky. Sale renovado a la calle, pero se encuentra con el
mismo problema, ¿a dónde ir?, ¿por dónde empezar? Se consuela pensando que le ha
dañado la noche a las brujas. Busca un bar más animado, con una música que no acapare
las voces de la masa, sin esa niebla de humo de la ciudad que intoxica la mente y borra
los contornos de los cuerpos. Adentro llena su cabeza de ruidos que revuelven sus
neuronas. Por un momento siente asco de esa ciudad de sordos y fumadores compulsivos.
Mezcla su sangre con más alcohol y se aleja de sus pensamientos, pero no puede evitar el
rostro de ella. Va a una discoteca. Sabe que la está buscando, que por ella deambula
entre los bares donde todas tienen los cabellos color burdeos, pero cuando se vuelven no
reconoce su rostro. Sidha tiene que estar por aquí, piensa, tengo que adelantarme antes
que otro me robe el lugar, se dice, y avanza entre mallas elásticas, tonos negros y
plateados, cabelleras sueltas, entre el humo y la música. En principio baila con alguien,
pero se retira discretamente. Esa que se mueve pegada a su cuerpo, tiene los cabellos
cortos y los dedos chatos. Huye de sus movimientos de ofidio y se sienta a ver los cuerpos
juntándose, separándose, sudándose, deseándose, ofreciéndose. Otra vez está fuera,
sin lugar.
Pide otro whisky para infundirse entusiasmo. Hunde su mirada en el
líquido dorado. No puede apartar el deseo, Sidha está haciéndole señas desde el fondo
del vaso. Ella es más fuerte que el más noble propósito o el más bajo instinto. Se
levanta desesperado a buscarla y choca con un sex-shop, lencería negra y roja en forma de
corazones, prótesis gordas, como crisálidas enormes a punto de romper el tejido de la
vida, perlas para los orificios, cremas, guantes y gomas para los más profilácticos.
Pide una de sado y se encierra en la cabina a esperar. Entra una chica con una espesa capa
de base en la cara agrietada, la raíz del pelo es negra como el carbón y las mechas
rubias, va tatuada con un escorpión en el hombro. Él abandona su cuerpo en las manos
profesionales de la rubia tatuada. En cualquier momento el escorpión inoculará su
veneno, piensa, dispuesto a ofrecerse como sacrificios a los dioses arrogantes, pero antes
quiere ser humillado, golpeado, aunque suba la tarifa. Quiero que me hagas lo mismo que a
tu novio, le exige. Ella sigue hablando como autómata, como si llevara una cinta grabada
en el pecho. - Eres un niño malo, muy malo, ¿por qué quieres que te castigue?, dile a
mamá las cosas malas que haces, guarro, más que guarro...Y él grita, ¡cállate de una
vez y, pégame en el culo, zorra! Ella le baja los pantalones con odio y le da diez
azotes. No es suficiente para obtener el perdón de los dioses. Resignado se viste y
abandona el local mareado.
Son las tres de la mañana y no quiere ir a su casa. Aturdido busca su
carro. Algunas mujeres se tambalean desesperadas, pidiendo su dosis. Él se abre camino,
esquivando las súplicas de las prostitutas que se la chupan por mil pesetas, hasta por
quinientas. Dios mío, suplica, no dejes que me domine la lástima, no dejes que vea la
cara de la muerte en sus rostros. Por fin llega hasta el carro esquivando las súplicas de
las mujeres, persiguiendo, mendigando, la dosis de vida y de muerte. Levanta la cabeza y
frena en seco. Su mirada se ilumina al verla recostada contra la puerta. Su corazón salta
violentamente y tiene que calmarlo con la respiración. La invita a pasar, pero ella se
niega. Estoy en sus manos, piensa, como recomponiendo su armazón. En adelante quiere
hacer lo que ella le pida. Primero se acomoda en el asiento trasero del carro. Ella se
sienta a su lado y le baja la bragueta de un tirón. Luego tantea su sexo encogido como un
animal asustado. Lo calma con caricias. Lo tranquiliza. Lo anima. Se inclina. Él
presiente la gloria antes de vaciarse en su boca. Tímidamente acaricia su pelo revuelto.
Cierra los ojos e imagina el cuerpo de ella, desnuda en la arena, bajo un cielo azul y
sereno. Alguien se queja dentro de él. Un niño gime arrobado de placer. Lo deja
expresarse y gritar. Una corriente de fuego recorre sus venas en décimas de segundo y se
dispara en la hueca cavidad, cálida, húmeda, dulce y tierna cavidad donde habita un
músculo vivo que se enreda como liana voluptuosa en su miembro. Ella escupe fuera del
carro y se limpia con un Klinex. Luego le extiende la mano y sonríe enigmática. Su mano
menesterosa agarra el billete y lo mete en las mallas. Dos palomas se alejan, enredadas en
sus cabellos revueltos. Sonríe pero la niebla no le deja ver sus dientes picados por las
caries. El portazo le enfría la sangre. Al verla desaparecer en el callejón, renace el
deseo de ella. No acaba de irse y ya añora sus cabellos burdeos, su abrigo negro, sus
mallas de seda. Es como una aparición divina que se diluye en la niebla. La sensación de
sus manos permanece en su músculo y su corazón salta impetuoso. Entonces, agarra el
volante y arranca con decisión, como si empezara un largo viaje hacia las estrellas, pero
en verdad vuelve a su desierto con Mozart, con la nostalgia de la noche que agoniza y del
día que se repite.
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Texto, Copyright © 2000 Consuelo Triviño.
Todos los derechos reservados. |
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