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Un tambor de luz: sobre el ritmo en la
cinematografía por Aurelio del Portillo
Parece ser que la Totalidad, al
saberse a sí misma, se sueña, se fragmenta, se destroza. Los trozos también se saben,
como fragmentos y como totalidad al mismo tiempo. Y se buscan sin cesar en un inmenso
océano de energía inteligente. Así surge este universo de relaciones que poco a poco se
desvela y descubre ante nuestros ojos asombrados. La vibración original, ese inmenso
temblor, cobra infinitas formas que, aunque cueste trabajo decirlo, incluso sólo
pensarlo, se aman eternamente. Ese amor genera proporciones, armonía en la relación,
belleza, intuición perpetua de totalidad. La relación universal que mantiene ese pulso
vital entre todas las cosas puede ser nombrada para resultar algo más tangible, poseída.
A mí me gusta llamarla ritmo.
"Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo",
escribió Gabriel Celaya. Y todos los sobrecogidos del mundo, desunidos,
buscamos a tientas la razón tangible, numérica, de las cosas. ¿Y si no hubiera tales
razones? Aún así quedaría la evidencia de vivir en relación. Como dijo Antonio Blay
"mi mente, mi afectividad, todo yo soy un proceso dinámico que está en
relación con todo; pues en la existencia sólo existen relaciones". Y dijo
también que "a la confluencia de ciertas relaciones las llamamos cosas".
Y al nombrar a las cosas seguimos relacionando, uniendo y fragmentando, en el lenguaje. A
veces, sin embargo, demasiadas veces, la relación es una simple fantasmagoría conceptual
y "tener conceptos para la realidad es una injusticia. Es como querer cristalizar
a las olas, que no son cosa, sino acción", en palabras de Tony de Mello.
No quisiéramos detener el fluido de la realidad, sino comprender y
comprendernos en él. Precisamente, de la voz griega que dice 'fluir', rhéo,
surgió rhythmós y, al traducirse al latín, rhytmus.
Nosotros a ese fluir liberador y vital lo estamos llamando ritmo. Al
pensarlo y escribirlo, y usted al leerlo y pensarlo, estamos viviendo ya una experiencia
rítmica. Lo expresaba así de claro Agustín García Calvo: "Me pongo a
discurrir del ritmo del lenguaje, y así como no puedo discurrir de ritmo o de otra cosa
sin algún lenguaje, así no puedo hablar ni decir nada sin algún ritmo".



La propia naturaleza de la luz y del sonido es vibrar, alternar,
reiterar. Todo parece estar hecho de un ir y volver del sí al no o del ser a la nada, de
la vibración al silencio. 'Arsis' y 'thesis', 'alzar' y 'dar' con regularidad, a muy
diferentes velocidades, para generar el fluido en el que articulamos nuestra visión de
las cosas. Así son también nuestras vivencias. Ocurre en nuestra vida cotidiana y en esa
otra proyección que "es como la vida, pero quitándole las partes aburridas"
como afirmaba François Truffaut, si no recuerdo mal, refiriéndose al cine.
"Dondequiera que haya vida habrá acción; dondequiera que haya
acción habrá movimiento; dondequiera que haya movimiento habrá tempo y dondequiera que
haya tempo habrá ritmo", explicaba Stanislavski. Y Carlos Fregtman lo dijo de
este otro modo: "El ritmo no es una configuración vibracional creada por el
hombre, no es una energía 'vital' privativa de los seres vivos, su naturaleza cósmica
opera en todo lo existente". Queremos desmantelar, de alguna manera, la
pretensión de que el ritmo necesita para existir de nuestra asistencia racional.
¿Alguien puede medir o explicar el ritmo de la lluvia o de las olas? ¿Se puede negar que
se mueven con ritmo?
Jean Mitry llegó a afirmar, refiriéndose a Griffith, que se había
demostrado que los planos de una película son más importantes por su duración y por la
proporción de duraciones con otros planos que por lo que contenían. Eisenstein hablaba
de complejas estructuras rítmicas para las que haría falta "una regla" si se
querían definir. No estamos, en absoluto, de acuerdo con someter a estos criterios algo
tan rico como la rítmica. No nos podemos enredar tampoco en una permanente confusión
entre parpadeos, pulsos, duraciones y velocidades. Queremos escapar también de esa
terrible mentira posmoderna que pretende convencernos de que el ritmo es rapidez,
insistencia, intensidad o subidón. ¿Qué es entonces ese sentido del ritmo del que todos
participamos y que intuimos en las cosas, en los sonidos, en las acciones, en las
ciudades, en las personas, en las películas? ¿Puede haber un orden de proporciones rico,
en cambio permanente, libre de nuestros diminutos pensamientos cuadriculados?



El cinematógrafo, como el flautista de Hamelin, nos saca a todos de
nuestras cloacas, fortalezas y palacios. Cualquier acto contemplativo consciente, mirar o
escuchar con atención, es una forma de ejecución musical en la que uno implica su
respiración, su movimiento perceptivo intelectual y su relación emocional con el
momento. De alguna manera organizamos así el juego rítmico de los estímulos y las
reacciones, luz-sonido-energía-percepción-idea-emoción-vivencia, aunque parte de todo
ello se encuentre fuera de los límites ficticios del propio cuerpo. De ello hablábamos
también en el número 0 de Babab.
Percibir el ritmo de una expresión consiste en darse cuenta de que algo
se reitera y comprender cómo y por qué se relaciona. Una cosa se combina con otra, lo
cual no es posible sin la intervención de una tercera: el vínculo que las une. Y "no
hay mejor vínculo que el que hace de sí mismo y de las cosas que une un todo único e
idéntico. Tal es la naturaleza de la proporción" como explica Platón en el Timeo.
Lo que resulta de una gran importancia es descubrir que estamos plenamente implicados en
ese vínculo, lo creamos y apreciamos, de alguna manera lo somos. Jean Piaget se refería
a la conciencia de estabilidad, de permanencia, que surge en el niño cuando encuentra de
nuevo lo que vio y soltó anteriormente. Ahí nace la posibilidad técnica de
realizar evocaciones mentales, luego el lenguaje como representación, y las relaciones,
comparaciones, medidas
El mundo construye nuestro aprendizaje continuo. ¿O es al
revés?
Todo esto ocurre en el tiempo, pero trasciende la medida que nos imponen
los relojes que nosotros mismos hemos inventado. ¡Siempre sorprendente la capacidad del
hombre para autolimitarse, para encerrarse, para poner cadenas y fronteras a su propia
vida!. No nos es necesaria, obviamente, ninguna medida de ese tipo para percibir la
vitalidad de un relato, su movimiento rítmico, las reapariciones de una idea, de un
color, de una habitación, de un gesto silencioso. La intención comunicativa vital que en
todo ello se mueve penetra y construye nuestra propia danza emocional deshaciendo
límites. "El dinamismo del film, como el del sueño, trastorna los marcos del
tiempo y el espacio", escribió Edgar Morin. ¿Somos capaces de ver los
cimientos de agua en los que todo esto se sustenta? ¿Tiene más ritmo Mátrix
que La mirada de Ulises? No nos confundamos.
American beauty, una de las películas más lúcidas que
he visto en mi vida, tiene una arquitectura interior que toca el cielo de la perfección.
Cuando la voz de Kevin Spacey nos dice en la secuencia final que "seguramente ustedes
no tienen ni idea de lo que estoy hablando" todo el caudal de la narración se
desborda por dentro como un poderoso movimiento de energía. De esa energía está hecho
el cine, vistiéndose después de hermosos trajes tejidos con la percusión de la luz y la
musicalidad de los sonidos. Incluso Hollywood, que disfraza la misma moral que mantiene
vigente la pena de muerte y en las cárceles a dos millones de personas, la mayoría de
raza negra, sin reconocerse Haiders, se extasía ante la fuerza de ese volcán
de coherencia.
No hay métrica, ni falta que hace. "Así como en Occidente la
medida es la clave de la esencia de la realidad, los orientales consideran este concepto
como algo falso, ilusorio y engañoso", apunta lúcidamente Carlos Fregtman. La
coherencia es el ritmo. Es el eco de aquella vibración inicial por la que todavía
temblamos.
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Texto, Copyright © 2000 Aurelio del
Portillo. Todos los derechos reservados. |
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