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Contra los libros y otros artefactos malignos por
Alberto Vázquez
Dicen que estos estudios los
hacen muy de vez en cuando, pero la verdad es que a mis oídos llegan de manera
recurrente. Será que estoy obsesionado. El caso es que la Sociedad General de Autores y
Editores de España, más concretamente su Centro para la Investigación del Mercado
Cultural, se ha pasado los dos últimos años preguntando a 24.000 españoles de más de
14 años por sus manías, usos y costumbres culturales, y ha hecho públicos sus
asombrosos resultados.
De salida hay que señalar una cosa: la gente, en temas de cultura, al
igual que en los de sexo, miente miserablemente. Hay que decirlo así de claro. A todo el
mundo le da cosa reconocer su escasa actividad en ambas áreas del disfrute humano. Así
que cuando le ponen a uno delante el cuestionario, a exagerar un poquito se ha dicho. Y es
que, al final, todos somos unos tigres en la cama y recitamos a Gonzalo de Berceo como
quien habla del tiempo. Esto hace que los resultados, preocupantes en sí mismos, lo sean
aún más si entendemos que están ligeramente engordados.
El plan de la encuesta es simple: seleccionan a un individuo por vaya
usted a saber qué oscuros criterios y le conminan a contestar un formulario con 108
preguntas. Ahí es nada. El buen hombre, bolígrafo en mano, empieza a contestarlas como
si la vida le fuese en ello. Para cuando llega a la número treinta, está tan cansado y
tiene tantas ganas de terminar, que comienza a dar respuestas menos reflexivas. Y cuando
el ser humano deja de pensar, comienza a tener un alto concepto de sí mismo, así que
exagera. ¿Que yo no voy al teatro? Bueno, no mucho, la verdad, pero una vez me paré
delante de un mimo callejero. ¿Qué voy poco al cine? Quizás, pero en esta ciudad hace
mucho frío en invierno y da pereza salir de casa, coger el metro, aguardar media hora de
cola, comer las palomitas blandas... ¿Y los libros? ¿Yo no leo libros? ¿Yo?
Pues no, usted no lee libros. Lo cual, a diferencia de lo que todos
estos estudios dejan adivinar entre líneas, no es bueno ni malo. Al español medio lo
persiguen con el estudio de marras en la mano y golpean con él una y otra vez sobre su
maltrecha conciencia: es usted un paleto, europeo de pacotilla. Pues sí, no se
avergüencen. No agarrar un libro en la vida excepto para calzar una mesa coja, no es
pecado mortal. A pesar de que lo que algunos popes de la cultura reglada opinen. Porque, a
ver, ¿leer un libro es, de salida, bueno? Pues yo creo que no. Es más, me atrevería a
afirmar que en la mayoría de los casos en los que una persona hace el ademán de coger un
libro con la sana intención de abrirlo, lo prudente es animarlo a que lo vuelva a dejar
en su sitio.
Es un simple cálculo de probabilidades. No hay más que darse una
vuelta por la librería más próxima y manosear la sección de novedades. La mayoría de
los libros que se editan, con la noble intención de que luego se vendan, se le caen de
las manos antes de la página cincuenta a un lector medianamente cualificado.
Sí, sí, no nos engañemos. La industria del entretenimiento, dueña y
señora hace décadas de áreas de la expresión artística tales como el cine o la
música, campea ya a sus anchas por el mundo de la literatura. Así, cualquier fulano con
la primaria terminada, escribe un libro y algún editor (Dios le confunda el
entendimiento) va y se lo publica. Aquí no hay quien lea nada decente desde hace años.
Uno coge a esos autores consagrados de tanto renombre con fe y buena disposición, y en la
mayoría de los casos se acaba acordando de la madre del tipo que le recomendó tan
fantástico libro a tan excepcional precio. Fenomenal.
Así que, lo dicho, muchas veces es mejor no leer nada. No sé yo a qué
viene toda esa teoría pseudopedagógica que atribuye a la lectura, así, en general, sin
más precisiones, la virtud de inculcar en el ser humano (y no digamos nada si el ser
humano en cuestión, en más bien escaso en cumpleaños) quién sabe qué altos y
preclaros valores. Doy la razón a quienes, con toda la naturalidad del mundo, deciden
sentarse un rato en el sofá a dar una cabezadita, o bajarse un ratito al bar a echar la
partida. Al menos, de esta manera, uno gana en salud y hace amigos. Lo cual no se
consigue, en la mayoría de los casos, enfrentándose, sin encomendarse a Dios ni al
Diablo, a cualquier volumen de trescientas páginas reseñado a capa y espada en el
último suplemento dominical de nuestro diario favorito.
Por no hablar del cine. Sinceramente, lo mejor es no pisar un cine. A
ver, entiéndaseme. Me parece estupendo que la gente vaya al cine. Yo mismo soy cliente
preferencial del vídeo club de mi barrio. Y estoy abonado a todos los canales de cine de
pago. Pero, oiga, no hago de esto un mundo. A veces asisto a ciclos de cine húngaro de
los años cincuenta con subtítulos en inglés y me dejo imbuir por tal chorro de cultura,
pero en la mayoría de los casos disfruto como un niño viendo dar mamporros a Bruce Willis o
me desternillo de risa contemplando cómo Jim Carrey hace el idiota delante de una
cámara. Sí, lo reconozco, estoy vendido a la industria del entretenimiento, pero, para
el caso, como todos los españoles de la encuesta.
Todos tenemos claro que ir al cine a ver la última película de Arnold
Schwarzenegger o leer, en la intimidad de la lámpara de tu salón, los versos alejadrinos
de Gonzalo de Berceo, son acciones culturales de diferente rango. Una es una actividad
frívola y pasajera. Infantiliza si quien la consume no sabe analizarla dentro sus
coordenadas propias. La otra contribuye una interioridad mucho más sólida y estable.
Ayuda a madurar y aporta criterio. Allá cada cual. Pero no nos confundamos. Lo que es, es
y lo que no es, no es.
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Texto, Copyright © 2000 Alberto Vázquez.
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