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Autogiro

Semblanza breve de un hombre grande

por José Ramón Trujillo

Gastón Baquero era un hombre grande y negro, con esa negritud indescifrable de aquellos en cuya familia blanca se cometió un pecado de difícil olvido. Grande y también malvestido -le conocí ya mayor, en una época difícil-, olía a ropavejero, al papel antiguo y polvoriento que se amontona en las hemerotecas olvidadas de Hispanoamérica. Traía siempre hojas de periódicos-sábana para fotocopiar a la imprenta de mi padre, en pleno barrio de Salamanca. Hablaban las noticias de escritores de antes de la Revolución ahora olvidados, de poetas mejicanos que habían muerto de manera sospechosa, de Lezama. Yo salía entonces del despacho y charlaba con él de poesía, mientras una empleada desplegaba las grandes hojas sobre el cristal de la máquina y hacía las copias. Sus manos eran grandes y femeninas y su andar, ya entonces, esforzado. Vivía no muy lejos, en un bajo de la calle Jorge Juan atestado de libros y periódicos, cuya escalerita del portal se había ido convirtiendo con el tiempo en un motivo disuasorio para salir a menudo de casa. Era buen cocinero, excusa perfecta -si se padecen penurias difíciles de confesar- para cenar en casa en lugar de en un restaurante lujoso. Con el tiempo, su carácter se volvió seco. De La Habana ya sólo le quedaban algunos libros y un montón de recuerdos deformados por ese paso del tiempo que no sabe perdonar a los que viven solos.

Me dicen que había sido un hombre riquísimo. Colgaban cuadros espléndidos en los pasillos de su casona colonial. Todo era lujo en esa casa, desde las vajillas labradas en plata, hasta los criados con librea roja y dorada. Era amigo de los principales escritores de su época y pagaba espléndidamente a los jóvenes que elegía para su lecho. Me dicen que no hace muchos años contaba aún con nostalgia anécdotas deliciosas del cardenal Bembo, quien, en los días de más calor del estío, hacía bañarse desnudos a niños de ocho años en un estanque de agua helada para, después, ponérselos por encima y refrescarse con la piel lívida y fría de los pequeños. Me dicen que, cuando Fidel entró en la capital, tuvo que huir oculto en un coche entre el embajador de España y el obispo, y montar en el primer avión que llevaba rumbo a la antigua metrópoli, sin más equipaje que una maleta llena de libros.

Aquí, antiguos amigos le consiguieron una casa y algún dinero, pero el nuevo patriarca del Caribe no cayó tan rápido como todo el mundo pensaba y el paso del tiempo (siempre echamos la culpa al tiempo cuando queremos decir sin decirlo la falta de atención o de recursos, o incluso el mismo proceso personal de escritura y estudio) acabó por encerrarle en la más absoluta de las soledades.

Pero lo cierto es que he vuelto a encontrarle años más tarde. Grande y digno. Encerrando en sí el dolor de que siempre le pregunten por Lezama y por Orígenes, como si él nunca hubiera existido como escritor, como si no hubiera sido él quien, para costear un número de aquella revista hoy mítica, hubiera montada una rifa y vendido los números de casa en casa. Encerrando la nostalgia infinita de los desposeídos. De aquellos que todo lo tuvieron y lo perdieron todo en un mal golpe de dados. Le encuentro casi paralítico, preparando su obra completa. Pero más solo que nunca. Al acompañarle a casa tras el recital que nos ofreció anoche, no deja pasar más allá del recibidor. Entreveo en la oscuridad torres de papeles, libros por el suelo, el color de una miseria digna, que prefiere no mostrarme, en las paredes de una casa que conocí en otro tiempo.

Pocos saben como Gastón de la fusión de las culturas africana e hispanoamericana, de la vanguardia en Cuba, del desgarro, del exilio y del deseo de reconciliación. Pocos como él saben del olvido. Un día, cuando muera y pasen años, cuando al fin vea la luz esa obra completa tan esperada y algunos lectores inteligentes y sensibles tropiecen con ella y se fascinen con una poesía que nunca ha dejado de crecer en la sombra, habrá un gran homenaje y todos reivindicarán su figura. Quizá para dejarla caer más tarde en un olvido más profundo. Ninguno, sin embargo, -salvo los que como yo, ahora, en el silencio de estas líneas casi ocultas lo hacen desde su propia admiración sincera y silenciosa- reivindicará su soledad, la mala fortuna de los que han perdido. La verdadera lección que encierra su manera de enfrentar el azar, la dignidad de apostar por una manera diferente de pasar a través de la vida: una lección de mucho mayor valor que su poesía, su persona o su relación con su época.

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Nota del Editor: Esta semblanza fue escrita para ser publicada en una revista en noviembre de 1994. Por razones que no vienen al caso quedó inédita hasta el día de hoy. Gastón Baquero dio su último recital poético el 15 de noviembre de 1994 en el Ciclo de Veladas Poéticas del Colegio Universitario de Madrid Nuestra Señora de África.




Babab
Última actualización: jueves, 30 de noviembre de 2000

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