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En la ilimitada lejanía (fragmentos del diario,
1995-1996) por Rafael-José Díaz Poder decir: estoy separado. Sin añadir nada más. O sólo, acaso: mi separación es mi vínculo. Extraña pervivencia en el hombre del lugar o los lugares de la infancia. Extraña vinculación con esos espacios de la memoria más antigua. Como si nunca los hubiéramos abandonado. Como si pisáramos aún su tierra transparente. El recuerdo como llama del alma (Novalis). Días enteros sin hablar español. Retracción del lenguaje. A veces, incluso, parece desaparecer, arrastrado por la corriente del idioma extraño. Pero enseguida reaparece, ocupa -diría- los espacios del cuerpo y de la mente, la totalidad del espacio. Sí: entonces, más que nunca, el lenguaje es para mí la casa del ser. Dislocadas las órbitas, quemados los párpados. Un ojo mira al otro. Soy sólo, ahora, la mutua mirada de mis ojos. Que la mayor soledad coincida con la máxima ternura. Me gustaría que estuvieras aquí para poder contemplar juntos estas nubes como olas detenidas en el cielo, sus bordes de un blanco sereno, como si un sol ahora muy lejano hubiese dejado ahí, al retirarse, sus huellas. Abandonadas, compelidas a entrar en la oscuridad de la noche, veríamos la calma final de estas nubes, el esfuerzo indecible -la serenidad- con que guardan los destellos, los últimos latidos de la luz en sus cuerpos. Sí, me gustaría que estuvieras aquí para oír de tus labios la quietud que precede a la muerte, para ver en tus ojos el resplandor final -anuncio de la aurora-, la atormentada blancura de estas últimas nubes detenidas en el cielo que muere. Deseo de tiria felicidad solar. Imágenes de salpicaduras, del límite indeciso entre la arena seca y la mojada. El verano de las islas: estación total. Las manos en el agua, los ojos sobre la indecible lejanía. Y una llamada, y la acogida silenciosa, y la cita de la tarde. Las montañas, al fondo, para que el nadador vaya más hacia afuera. Hacia la casa sin nadie, hacia las aguas del sol. Los nombres de esta tarde: una hermosa franja de sol en la pared blanca; ese mismo sol entrevisto a través de los párpados cerrados, recordado como un sol de otro lugar y de otro tiempo; las nubes agrupadas, oscuras, como la inminencia de una absoluta desolación; más tarde, esas nubes dispersas, separadas por grandes claros azules, como si la luz hubiera querido renacer desde el fondo del cielo. Oía, en la intermitencia, los pasos de la tarde, su sereno transcurrir. Sus rostros, sin cesar desfigurados y rehechos como si buscase un rostro absoluto o la ausencia de rostro. Y más allá de toda serenidad y de toda inminencia, yo sentía el misterio, la soledad, la herida del tiempo. Auf ungemeflner Weite, en la ilimitada lejanía (Hölderlin). (Jena) Canta un pájaro afuera, en lo oscuro. Dice un canto trenzado, en el límite entre la luz y las sombras. Seis de la tarde. Otra vez la línea de la montaña cruzando los ventanales de la habitación. (He regresado a Jena). Otra vez el silencio apenas interrumpido por algún coche que pasa o por la brusquedad de un portazo en el pasillo. La soledad, otra vez. Poblada ahora por nuevas imágenes, por una nueva esperanza, por un amor nuevo que acaso podría prometerlo todo. ¿Debo beber lo oscuro, ahora, como la prueba extrema de la claridad? Si es así, que el canto punteado y hermoso de este pájaro acompañe siempre mi viaje. (Leipzig) Profunda emoción en la Thomaskirche, la iglesia en la que Bach fue maestro de coro durante 27 años. Asisto a una celebración luterana: sermones y oraciones en una lengua que aún no comprendo, y un programa musical compuesto de una pieza para órgano, una transcripción para coro de un fragmento de El arte de la fuga y la Cantata BWV 114, todo ello de Bach, junto con obras de otros compositores del Barroco alemán. Tras las palabras en lengua extraña, la música llegaba como una reconciliación, como el arco tensado de la máxima inteligibilidad, como un diálogo del humano espíritu con el espíritu del mundo. La resonancia, pensé. Mira cómo todo confluye en este espacio, cómo todo es recogido y llevado a plenitud por manos invisibles. Órgano y coro: concordancia, supremo contrapunto de voces y notas. Escucha, pensé, la coralidad infinita, la caridad de esta música, como la encarnación más pura de lo humano. Sigo buscando a Caspar David Friedrich: hoy, en el Museum fur Bildende Künste, he visto Seestück bei Mondschein (1830/35) y Friedhof im Schnee (1826/27). El primero, sobre todo, me ha impresionado especialmente: las aguas de un mar desnudo en la serenidad nocturna reflejan la hermosa luz lunar. ¿Es acaso la apacibilidad que preside toda inminencia, o más bien una calma posterior a todo acontecer, la calma que es en sí misma el acontecer más puro? Este Fragmento marino a la luz de la luna me transporta a mi último día antes de regresar a Alemania: sobre las aguas tranquilas de la bahía de San Andrés la luna proyectaba un círculo blanco, una verdadera huella de su presencia invisible. J. y yo lo vimos a un tiempo, ese prolongado resplandor que a aquella hora, aquel día, el día de nuestra despedida, fue para nosotros, acaso, el signo del deseado reencuentro, de la espera que entonces se iniciaba, como si aquella luz que parecía nacer de las aguas quisiera decir algo. Y ahora me ha hablado -interrogado- de nuevo, desde este cuadro de Friedrich. Como el rostro del ser amado, aparece y desaparece sobre las aguas del sueño. Esta mañana, muy temprano -la niebla cubría aún, silenciosa, las laderas-, una bandada de pájaros minúsculos apareció de pronto en el cielo. Me detuvo un momento en el balcón, como si fuera aquél el único lugar posible -mi lugar en ese instante de una mañana del tiempo. Querían ser contemplados por ojos humanos, requerían el signo de complicidad de un rostro con sus giros sagrados. Me pedían -y veía casi brillar sus ojos, o acaso eran sólo destellos que cruzaban sus alas- la fija mirada del despertar. Y yo me esforzaba por dársela, y, mientras, ellos ardían en las circunvoluciones del cielo. Los pequeños pájaros. Parecieron confundirse un instante, a lo lejos, con la niebla. Yo ya había decidido entrar. Un largo viaje me esperaba. Entonces los vi de nuevo, en plenitud, rodear el gran árbol que se abre en lo alto, junto al cielo, y ocuparlo de un golpe. Acaso aún siguen allí, a la espera. Estás muy lejos, J. Pero puedo oír tu respiración mientras duermes. Puedo tomar tu pulso y aprender la alternancia de sístole y diástole. La alternancia. ¿Qué nos separa ahora? Un espacio desconocido que nuestros cuerpos atravesarán para unirse. En la espera, mientras, sólo lo más frágil me sostiene: el hálito de tu cuerpo durmiente, el pulso lento, el temblor de los párpados o la gota de sudor al borde de la sien. Aún duermes. Pero escucha, escucha, una mínima llama empieza a quemar el velo de la separación. El espacio desconocido se llenará de fuego. Y los cuerpos enlazados removerán las cenizas hasta la muerte. Acaso el gesto de la mano que se entrega fervorosa a la escritura, la inclinación y el aplome del cuerpo sobre el espacio frágil de la página, tengan una correspondencia sumergida, oculta del otro lado del papel, como si el equilibrio de una doble gravitación tuviera por eje a la página de la escritura, como si las letras se originaran a la vez en uno y otro lado de la hoja. ¿No serían las palabras entonces, para nosotros, la manifestación de una mano y un cuerpo invisibles, el anuncio de algo que llega desde la profundidad, desde ese subsuelo misterioso hasta la superficie de la página? Pero entonces, nuestra mano y nuestro cuerpo se mueven también en una profundidad desconocida, nos estamos anunciando al otro lado a través de la escritura, ¿O nos vemos, acaso, per speculum in aenigmate? ¿Cae cada uno de mis pasos en algo así como una nada irresurgente, envuelve su sonido contra estas baldosas un silencio como de losas sepulcrales? ¿O generan acaso una resonancia imprevista, un eco milagroso en algún lugar del tiempo y del espacio? Hojas doradas, losetas, agua de los charcos de octubre, ¿guardáis para el amanecer del día celeste nuestros pasos nocturnos sobre la tierra de dolor? Se me impone a menudo una peculiar necesidad de la recurrencia que suele ir unida a imágenes de algún lugar preciso y de las experiencias vividas en él. El mapa de la memoria está lleno de estos lugares. Pero la mayoría de ellos, hoy, son dolorosamente inaccesibles. "Imagen de mi vida en esta ausencia" (Sor Juana Inés de la Cruz). El aroma: agente primero de la religación, materia sutil que nos une a lo lejano, vínculo primordial con el cuerpo amado y ausente, huella, aire imantado: el aroma. Toda presencia se ve forzada a una lucha a vida o muerte con su propia imagen en el teatro de lo visible. La apariencia es el tormento de la presencia. Hay en ésta una especie de indefensión que va unida a una capacidad prodigiosa para vencer todos los obstáculos. La presencia es, al cabo, la transfiguración instantánea de la apariencia. Pero, ¿qué o cuál es la imagen de la presencia, su antagonista en el camino de la revelación? «Existe cierto reposo que debe completar todo movimiento. Pero, ¿cuál es este movimiento? Es la vibración; es precisamente en la vibración donde se funden el reposo y el movimiento.» (Jean Wahl) Encuentro en la antología Lírica hispánica de tipo popular, compilada por Margit Frenk Alatorre, una coplilla que enseguida hago mía:
Afuera, el viento helado -estamos, parece ser, a 15 grados bajo cero- sopla amenazador. Adentro, la garganta llena de pus desde hace tres días se resiste a la penicilina y al reposo. Es otro viento helado -aunque sus ráfagas queman- el dolor. Que me sea dado regresar, una vez más, a la tierra salvífica. Frente a mi ventana, el cielo es ahora de un oscuro gris opaco. Ninguna abertura, ningún vislumbre de claridad a su través. La ladera, iluminada por el sol que brilla en la parte del cielo que no veo, aparece absolutamente cercana y visible. Es la dicha, la dicha de la ladera en el corazón de la luz. Un único latido de irradiación infinita. Ha sido un intervalo, lo sé, entre la nieve y la nieve, entre el gris perforado de claros y el sol oscurecido en el lado oculto del cielo. Un intervalo en el que todo se ha detenido para la revelación de una visibilidad otra: el ser visible, sereno, silencioso. El ser que somos en la secreta unidad. ¿Qué conocimiento nos depara la oscuridad que se cierra sobre el día? Pasan aún unas últimas nubes, muy lentas, sobre las copas de los árboles. No portan ya ninguna luz. Se detienen sobre las ramas más próximas al cielo. Ínfima coronación, signo de un día que acaba en el dolor de la renuncia. Conocimiento oscuro del fin, frente al más misterioso repliegue, cuando la arboleda y el cielo y el cuerpo que somos se oscurecen en un solo latido del no ser. Rostro. Sombra. Rostro de sombra. ¿Dónde la luz? Detrás de nuestro rostro. Dios inscrito en la sangre. Lo que debemos buscar va ya con nosotros. Se nos habla desde el interior de nuestro propio cuerpo. Hemos sido marcados: somos una palabra entre la vida y la muerte. Una palabra aún no pronunciada. Red de oscura luz, venas oscuras: día y noche circula por nosotros un soplo, el aliento de una boca sedienta. Venas lamidas por la sangre del otro. No sabemos su nombre. No hemos visto su rostro. No resisto a la tentación de copias aquí (y escribiré estas líneas como un refugio para dentro de unos meses) un párrafo del capítulo titulado "Nieve", de La montaña mágica: "Pero Hans Castorp amaba aquella vida en la nieve. Se le aparecía semejante, en muchos aspectos, a la vida en las arenas del mar, pues la monotonía sempiterna del paisaje era común a las dos esferas: la nieve, con su polvo profundo, inmaculado, desempeñaba aquí el mismo papel que, allá abajo, la arena de amarillenta blancura; su contacto no manchaba: se hacía caer de los zapatos y de los vestidos aquel polvo blanco y frío como, allá abajo, el polvo de la piedra y de las conchas del fondo del mar, sin que dejase rastro alguno. La marcha por la nieve era penosa como un paseo a través de las dunas, a menos que el ardor del sol la hubiese fundido superficialmente y la noche endurecido. Se marchaba entonces más ligero y más agradablemente que sobre un parquet, con la misma facilidad y ligereza que sobre la arena lisa, firme, mojada y elástica de la orilla del mar". Sí, estas líneas me ayudarán a sobrellevar el ptóximo invierno, la nieve que vendrá, esa experiencia que, de nuevo en palabras de Thomas Mann, es como un reflejo lívido del mundo sensible en la nada del paisaje desconocido. Ver cómo crece la oscuridad sobre las paredes de la habitación. Sentir que ese oscurecimiento procede del interior de los objetos, como si no hubiera una ventana y una tarde moduladora de la luz, allá afuera. Saber que estamos expuestos a esa devoración de la sombra, que nuestro cuerpo se va apagando también desde muy adentro, como si las venas transportasen cada vez menos luz. La escritura, entonces, ¿no es algo así como la mirada de la muerte en nosotros? La muerte necesita mirar hacia afuera, saber que más allá de nuestro cuerpo la luz del día declina para renacer, que esos ciclos no le pertenecen a ella, a nuestra muerte. Luz -desde esta orilla de oscuridad te llamo-. Luz -traerás las gaviotas y los montes lucientes-. Luz -que tu cuerpo resbale sobre mi cuerpo-. Luz -ilumina en la noche una palabra-. Luz -mi mano se abre para ti, ¿lamerás sus dedos de sombra? Todo el día los fragmentos de tu cuerpo circulando por mi memoria. Como un caleidoscopio del deseo. Las imágenes alimentan la herida de la separación acaso sólo para curarla. Mi cuerpo se mueve, desciende a la ciudad, habla durante el almuerzo con rostros difusos. Pero en realidad mi cuerpo reposa en la inmovilidad que nos une. El aire que respira contiene las huellas de tu respiración. Nuevo regreso a Alemania. Esta vez me acompaña mi madre, que se quedará aquí una semana. El viaje en avión con escala en Málaga se hizo realmente largo. Luego, la tortura de los varios trenes (cuatro horas en total) para ir de Fráncfort a Jena. La pequeña habitación que ocupo desde hace más de un año y medio nos recibió como un verdadero hogar. Qué extraña sensación la de sentir la presencia de un ser amado en ese espacio de larga soledad. Todo parecía transformado ante la nueva mirada: una mirada, la de mi madre, que parecía celebrarlo todo como si cada mínimo fragmento, cada elemento insignificante de ese cuarto hubieran colaborado a mi salud y mi supervivencia. Anoche la respiración de mi sueño fue acompañada por la respiración del sueño de mi madre. Nuestros cuerpos yacían en un espacio letárgico -litúrgico- de aire compartido y nocturna quietud. ¿O era acaso mi cuerpo el que había regresado a la concavidad primigenia, al íntimo espacio protector que el cuerpo de mi madre creaba por medio de su sola respiración, de su sola presencia milagrosa? Aire amniótico destilado por el cuerpo materno, acógeme siempre como me acoges ahora. |
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