Literatura Relato

God save the king,
de Domingo Alberto Martínez

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Érase un niño que no quería crecer. Se llamaba Oliver y tenía voz de barítono, una forma de cantar conmovedora, intensa y fuerte como un estilete. Oliver Delaroy no venía del país de Nunca Jamás como Peter Pan, otro niño que se negaba a crecer, sino del barrio dublinés de Portobello. La suya era una familia católica de clase trabajadora. Bautizado Oliver Reginald Sebastian Carlysle en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, con 14 años fue expulsado del colegio de los padres agustinos por comportamientos inapropiados, readmitido y vuelto a expulsar. Poco después se fugaba a Londres, donde fue sucesivamente lavaplatos, chico de los recados, cantante del metro y boxeador aficionado, y con 21 años saltaba de jueves a domingo al escenario del Bow Wow Club, donde exhibía su carisma andrógino y un talento innato para la música. Su voz era espléndida, pasaba de un gruñido ronco a un lamento diáfano, y de ahí a un aullido vibrante y sostenido sin esfuerzo aparente. Para él cantar, le confesó a una periodista, era «como beberse una pinta de ginebra antes de irse a la cama». Vestido con una malla de leopardo o un traje marinero con lentejuelas, a veces con un pelucón a lo María Antonieta y purpurina en la cara, hacía gorgoritos y tocaba un bajo azul turquesa (que a ratos sustituía por un ukelele rosa) hasta el agotamiento o la incapacitación alcohólica, lo que sucediera antes. Un cazatalentos le firmó su primer contrato en una servilleta y él se lo agradeció en los baños del Bow Wow. Satisfaction, el álbum con el que debutó, encabezaría en pocas semanas las listas del Reino Unido y media Europa.

El público de ambas orillas del Atlántico despertó una mañana adorando a Oliver Delaroy, el nuevo rey Midas de las pistas de baile. «Me sentía como Wendy al saltar por la ventana —escribiría en sus memorias—. Todo fue emocionante y placentero a la vez, ¡y tan natural!». Cada concierto era un espectáculo único, una nueva vuelta de tuerca. Las entradas se agotaban rápido. Oliver aparecía una hora tarde, generalmente bebido. Vestía sombreros de copa y boas de avestruz, leotardos de licra con plataformas o casacas de húsar con alamares dorados. Fascinante en el escenario, se lucía con la arrogancia de una top model en la pasarela; andaba continuamente de un lado para el otro como un tigre en su jaula. Convirtió en propio el grito de Groucho: ¡es la guerra! ¡Traed madera!, ¡traed madera! En su gira por Inglaterra se disfrazó de Isabel I, la Reina Virgen, en Estados Unidos de Abraham Lincoln y en España, claro, de matador. Los sombreros aumentaban de tamaño hasta lo inverosímil, las pelucas y los postizos eran cada vez más imaginativos y barrocos. Hacían pequeño el Empire State. Dejaban en propio de aficionados los tocados de Carmen Miranda y Moctezuma.

¡Más madera!, era su lema. ¡Más madera!, ¡es la guerra!

Le encantaba pavonearse, bromear con sus seguidores. Disfrutaba escandalizando a los conservadores más estirados en las entrevistas de la BBC. «Quiero que a cada Sir Mortimer y a cada Lord Montague de este país se le atragante su sherry de sobremesa, y que Mrs. I’m alright, Jack[1]Expresión británica usada para designar a quienes actúan movidos únicamente por su interés, sin preocuparse por los demás. Personificación de la arrogancia. dé un pudoroso respingo y me eche la culpa de todos los males del imperio». Se jactaba de beber «única y exclusivamente por sport, como la reina madre», y de que no había droga, sexo ni raza que no hubiera probado. «La heroína es como tener el pene de Jesucristo en la boca —cantaba—. Y, ¿sabes qué, cariño? A mí siempre me gustó la carne en su salsa». En la cima de su popularidad, Oliver Delaroy convertía en oro todo lo que tocaba.

Su siguiente álbum, Lush, sin embargo, no estuvo a la altura de las expectativas. Las ventas se resintieron y empezaron a oírse las primeras críticas. Desde su irrupción en la escena musical, Oliver había sido el niño mimado de la prensa, el enfant terrible del público, que aplaudía con entusiasmo cada uno de sus excesos. Ahora se le acusaba de histriónico y amanerado, de cultivar por defecto la extravagancia. Le empezaron a reprochar su divismo, justo lo que habían alentado hasta la víspera. El castillo de naipes se tambaleaba y la gira americana no sirvió para apuntalarlo. Oliver llegaba cada vez más tarde a los actos promocionales, cuando aparecía. En el escenario se le veía atolondrado, indefenso como un cervatillo ante los faros de un coche. Balbuceaba las letras, tarareaba los estribillos de las nuevas canciones. El público le abucheaba, le lanzaba latas de Coca-Cola y él les sacaba el dedo. «God fuck America!», se defendía. Los tabloides ingleses vieron su oportunidad y lo convirtieron en un muñeco del pimpampum. Publicaban amplios reportajes sobre fiestas salvajes y desenfrenadas (dos adjetivos que solían alternar cada pocas líneas) en las suites de los hoteles: enanos que luchaban con chimpancés y gordas disfrazadas de monjas, bailarinas de cancán y drag queens que jugaban al limbo, papagayos sueltos que revoloteaban por el techo y Dolly Parton montada en una vaca, camareros adolescentes, prácticamente desnudos, que servían champán y caviar sobre patines. Esto podía ser verdad o salir de la chistera de los reporteros, daba lo mismo, habiendo un público ansioso por engullir los detalles más sórdidos entre los huevos cocidos y las tostadas del desayuno. En Chicago un Oliver esquelético, lleno de tics y paranoico, fue arrestado por posesión de marihuana; en Phoenix, de madrugada, por liarse a puñetazos con el chofer de una limusina; llevaba el pijama del revés y estaba tan borracho que vomitó en los zapatos de un policía. Le acusaron de haber mantenido relaciones con chicos de alquiler; pasado el escándalo, fue absuelto por falta de pruebas. Y como colofón y fin de fiesta contrajo hepatitis en San Francisco, seguramente por inyectarse heroína. A los pocos días la organización se veía obligada a cancelar la gira por un problema de nódulos en las cuerdas vocales del cantante. Entre bambalinas se hablaba de depresión y sobredosis de metadona, alcohol y Valium.

Oliver ingresó en la clínica de desintoxicación Betty Ford, donde pasaría el resto del verano. Cuando salió era otro: moreno, fibroso, parecía incluso más alto; se había vuelto vegetariano y, fuera por la dieta o la tranquilidad de la estancia, los largos paseos al aire libre alrededor del lago, el caso es que se le notaba en forma. Calzaba unos relucientes zapatos de charol blanco y andaba con paso elástico y seguro, como en sus mejores tiempos; con un bigotillo a lo Clark Gable y el tupé repeinado, tenía un poso, un brillo nuevo en la mirada. Puede que el niño hubiera acabado creciendo.

No perdió el tiempo convocando ruedas de prensa ni saliendo de fiesta para celebrar su puesta en libertad, como le sugirió alguien. Se encerró en un estudio de Nueva York y trabajó como un forzado, con una discográfica nueva e ideas frescas. Revolver, el resultado, era lo primero que grababa completamente sobrio: una veintena de temas que buscaban alejarse de las corrientes en boga. El sonido era más ambicioso y pulido, más arriesgado que antes, una vuelta a los riffs de Howlin’ Wolf y Moody Waters, al boogie de John Lee Hooker. Había ritmos tropicales, funk sin alharacas y honky-tonk estilo Fats Domino. ¡Incluso un vals moderno! El álbum era un viaje a la cabeza de su autor, una bitácora de sonidos e influencias con la frescura del R&B y el descaro de un tango porteño. Los críticos no supieron verlo. Pasaron por alto el exquisito nivel de las canciones, las texturas de los instrumentos y, lo peor de todo, ignoraron deliberadamente la voz de Oliver, tan versátil como siempre, pero en esta ocasión, además, sencilla, de una singularidad apabullante; una voz que no buscaba el aplauso, renegaba de los falsetes superfluos y se presentaba más dulce, más íntima con cada corte. Esperaban al payaso efervescente, al hombre orquesta ruidoso y colorido, y lo que oyeron les pareció erróneo, una obra menor por autocomplaciente. Alguien dijo que el disco no valía ni como posavasos, otro que daban ganas de encender el horno y meter la cabeza dentro. «¿Para qué perder el tiempo con esto —se preguntaba un tercero— si puedes pasar un par de horas en una atestada parada de autobús bajo la lluvia y el viento, entre bocinazos, insultos y el rechinar de unos frenos, mientras un taladro neumático agujerea el asfalto y una furgoneta pisa un charco y te empapa los pantalones?».

Las críticas oscilaron entre la burla cruel y la indiferencia. Las ventas, flojas al principio, repuntaron algo con el paso de las semanas, lo que decidió a Oliver a echarse a la carretera. Apareció en el escenario del Hammersmith Odeon londinense a la hora programada. La gente no lo esperaba tan pronto y corrió a buscar su asiento. «Hasta ahora cantaba como los eructos cerveceros del tío Paddy —soltó a modo de presentación, mientras los pasos y el gañido de las butacas se iban apagando—. Ahora es cuando vais a escuchar música de verdad. One, two, three…, let’s go!». La reacción no fue la que esperaba, en absoluto. «Come on, guys’n’girls! —se esforzaba—. Feel the magic!». Pero la atmósfera continuaba gélida. Un público de miércoles por la tarde en alcohólicos anónimos aplaudía mecánicamente al terminar cada tema y se escurría hacia las salidas. Los había que bisbiseaban sin disimulo: ¿qué había sido de los cardados y los saltos en el escenario, ese chuparse obscenamente un dedo, los salacots de terciopelo y las capas de satén con estrellitas?, ¿qué de las condecoraciones del ejército rojo y los bailarines en tanga de serpiente? El rey estaba desnudo y a nadie le gusta ver a un rey desnudo. La música continuó mientras la sala se vaciaba. Oliver Delaroy había perdido su toque, sentenciaría un crítico de la Rolling Stone.

Para cuando terminó el concierto con una ranchera de José Alfredo —«No tengo trono ni reina, / ni nadie que me comprenda»— y se encendieron las luces, la sala lucía desierta. Oliver se encogió de hombros. Metió el bajo en su funda y se fue con la música a otra parte.

Pero sigo siendo el rey.

 


Texto © Domingo Alberto Martínez
Fotografía © Foto de Antoine J. en Unsplash


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