Solía tener una peculiar forma de hablar. Las palabras escapaban de su boca como el agua de un manantial. Brotaban libres y frescas, enlazadas por una poesía única.
No tenía más de dieciocho o diecinueve años cuando un día luminoso y frío de diciembre, uno en el que no surcó el cielo tan siquiera la más delgada nube, se le abrieron los ojos ampliamente y tornaron su oscuro azul por uno más claro. El manto de luz que la acompañó durante los últimos años apenas tardó un segundo en cubrirla de la cabeza a los pies. Sus movimientos, sus sonrisas, sus palabras, todo lo que nos distingue como personas, se bañaron en un ámbar puro y exclusivo. Algo la besaba mientras mirábamos el mar. Las olas batían con fuerza contra las rocas donde nacía el acantilado y el viento creaba remolinos en la delgada y alargada hierba de la cima mientras todo mudaba para ella. Apenas quedó su vestido blanco y su sombrero de paja, adornado por un lazo amarillo.
Todo lo habido y por haber perdió el sentido ante ella. Las máculas que nos revisten caían al suelo de repente ante su mirada. Poco importaba quién o cómo le dirigiera la palabra, ella se limitaba a ofrecer un poco del néctar que corría por sus venas. Palabras aladas escapaban de su boca dejándonos a todos con una dulce sensación de vértigo: ¿Qué he hecho y qué me queda todavía por hacer?, comenzaba uno a pensar. Pero, por supuesto, las respuestas nunca llegaban. Y aun en caso de hacerlo, se hallaban selladas en sus labios. Ella tan sólo abría una veda en el bosque más opaco y, con un empujón, nos hacía caer en las mullidas y picantes zarzas.
Como todo, un día dejó el canto, el delicado pasear y las caricias del viento en los bajos de su falda a alguien más. Alguien que nunca conocería y que sólo el batiente podría designar. Como una contagiosa enfermedad, todo ese brillo cabalgaría las nubes en busca de alimento, de hogar.
Hoy recuerda cada una de las palabras que pronunciaron sus labios, pero cuanto más las repite más extraña encuentra su propia piel. En muchas ocasiones, dejar de ser uno mismo, por muy divino que sea, no crea sino una insondable distancia. Una que ya nunca pude sortear al abrazarla en navidades, al reencontrarnos durante el verano o al acudir juntos a visitar a un viejo amigo para una u otra celebración. A sus ojos volvió el oscuro y denso azul de un mar revuelto, así como el vacío con el que nuestros corazones solían batallar. El mío ha cambiado, madurado quizá; pero, ¿el de ella? ¿El de ella cómo está? Eso es algo que no me atrevería a aventurar por mucha luz que me golpeara en la frente.
Texto © Diego Vale
Fotografía © Sheng L
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