Words, any words, your laughter; and you so lazily and incessantly beautiful.
We talked and you have forgotten the words.
Jorge Luis Borges, Two English Poems: (I).
Every bond, he said, is a bond to sorrow.
James Joyce, A painful case.
El fin del otoño comenzaba a percibirse, especialmente a través del olfato: aire depurado y hojas achicharradas. Esta era una de esas últimas noches abstraídas, crudamente insospechadas, idóneas; decoradas con árboles de filo álgido porque se les ha desplomado enterita la manta. El cambio de estación suele dejarme las emociones a flor de piel, lo que me puso a hacer cuentas que resultaron en la certeza de que no nos hemos visto ni una sola vez desde la primavera pasada, entonces partiendo de que el cambio de estación es un trajín mayor, se comprende que tiendan a aparecerse estos remolinos sin forma, compuestos por memorias trizadas y recuerdos crispantes que, en comunión, me arrojan alguna reminiscencia suya. Recordar es aceptar un garabato del pasado que la mente regurgita, es optar (si se está malacostumbrado) con qué preciso instante dolerse, y el dolor se cuenta (no se cuenta, se trastabilla), a menudo, a través de trozos desperdigados por doquier. Había transcurrido el día prisionera de esta clase de pensamientos y podía decirse (pero esto solo yo lo sabré) que aún me encontraba un poco indecisa, nunca es fácil dar ese salto adelante y la voluntad suele llegarnos con fecha de caducidad; haber nacido con una falta inherente de ira en el interior hace que la rebusque, inclinada hacia las horas solas, donde la palabra vence a la imagen, donde la palabra es imagen y el sueño acribilla cuanto rascacielos se le ponga en frente. ¡Y es que la noche guarda siempre nuestros peores propósitos!
Solamente el metal y el corazón logran aligerarse a oscuras.
-Ya sé que estos meses no han sido para nada buenos, siquiera pensar en el invierno podrá cambiar algo. Sí, confía en mí, no pasaremos frío. Tendremos frazadas para regalar. Sí, échame las culpas si así no fuera. ¿De qué hablas? Enclaustrarse de esta forma ya es algo común en nosotros, eso que te sobra aire cuando te faltan las palabras indicadas. Escucha a Chopin que te mareas, a lo mejor te relaja y ayuda a pegar los ojos… Me siento impropiamente condenado; no necesitas encender la lámpara para mirarme a la cara. Es innecesario, completamente innecesario. Acuéstate, fuma un poco, si quieres, que hasta te alcanzo el cenicero; para nada me molesta. Es una brutalidad tener que tolerar estas cosas que la vida se limita a soltar, inapelables. Sí, tener que… tener que despertar de golpe en la mañana, tener que comer porque la tripa es motriz del cuerpo, tener que balbucear las frases que se han pronunciado desde el inicio de la historia, tener que soportar constantemente, tener que… ¿Sabes lo difícil que es fijar estas cosas a la mente, tenerlas verdaderamente en cuenta, y para cuándo son necesarias y cómo se van a usar y si se terminarán utilizando o quedarán divagando por la mente así, sin más? Se retuercen y acaban fugándose; se van resbalando entre mis dedos si intento sujetarlas con fuerza para que no cometan la imprudencia de huir hacia tu pecho ávido de calor buscando refugio. Contigo soy como el mendigo tras una sórdida moneda; otro Marat que no ha muerto en su bañera todavía, pero lo espera. Es verdad, resulta caprichoso creer que puedo tenerte, recostarme contigo para estoquear el alba, con la piel soberana y la boca insaciable; compartir las tardes, el tedio y los recibos, las voces acerbas que se esparcen por las noches como puentes a medio hacer, ese sesgo bajo tu vientre, el sesgo que he guardado igual a un jacinto entre mi boca, la fortuna de no haber topado antes en ningún otro lugar bajo ninguna otra circunstancia. Es complicado arrancarte todo esto porque sí, porque a uno le viene en gana y ya; muy ingrato de mi parte, lo reconozco y espero que lo entiendas como yo trato de hacerlo cada vez que tropiezo con estas agruras. ¿Has guardado, alguna vez acaso, una imagen en tu cabeza? Son colectas de mi amargura. Mi preferida es una en la que encendías con pereza un cigarrillo en una penumbra idéntica a esta, y el fuego hacía faroles tus pechos. Ahora ya no me son hermosas tus mejillas y tampoco te conmueven más mis ojos tristes. Hoy me ha quedado claro que de seguro me abandonarás y yo seguiré recurriendo a las mismas súplicas, esas que te aprendiste porque para ti son mi triste balada, y me dejan afligido al hacerme recordar cuando yo era otro y te podía saciar. Y mira que te tuve en mi cama tantas noches, pero ninguna, ninguna tan estrictamente atormentada, como esta.
En el fondo (porque en el fondo damos con todo lo perdido), temo estarme abalanzando contra mí misma, aunque de alguna manera sospeche que alguien estará ansiándolo, allá al otro lado, con un sometimiento enfermizo. Buscarnos cosas en común puede que sea un mero artificio de la mente para confabular contra mis intenciones, pero que llegaba a destiempo, siempre a destiempo. Y me fue tan normal, gracias a la ocasión, preferir unos botines antes que unos tacones, dejar sobre la cama, de soslayo, el corpiño, ponerme trabajosamente un vestido sombra que me habría regalado -o quizá donado… segurísima-, recubrirme con el tosco abrigo de cuero viril que ella había dejado en mi casa y, sin menor rigor, ocupar ambas manos: una que continúa apretujando, sin aflojar, acostumbrándose al extremo romo, en busca de convicción y la otra que sostiene, con menos furia, uno de los Lark importados que se arrinconaban en la cajetilla, imprescindibles para calmar estos nervios.
Me encontraba dispuesta a salir de una vez por todas, pero nada evitaría que mis ojos se cruzaran caprichosamente con el teléfono que había contiguo a la puerta. Tuve que tomarlo y marcarle a mamá. Todavía era su hija; todavía podía ser cercana y habitual, debía comportarme cercana y habitual y, sobre todo, necesitaba sentirme cercana y habitual más que nunca. Hablamos sobre mis “preferencias”, el tabaquismo, el estado actual de las mascotas de mi infancia, la rápida descomposición de los tomates en la nevera, las hernias de mi papá y, hacia el final, discutimos los efectos del té de tilo.
Al rato de estar parada frente a la puerta entreabierta, creyendo cavilar después de la llamada (librando la peor de las batallas, la que conduce ineludiblemente a la perdición: la comparación entre lo propio y lo ajeno, el sucio dilema entre la otredad y el yo) me permití dar un paso hacia adelante, adentrarme y confundirme con la espesa noche, haciéndome un moño en el cabello mientras una oscura frase se me paseaba sin fin por la cabeza, agitando la sangre en medio del arribo del frío y el aroma a tabaco extranjero: El afecto con el que la han alimentado hasta hartarse no tiene ni una pizca de distinta al que ahora la deja desnutrida. Si la caminata no lograba extinguir mis ansias o acallarlas siquiera, nada lo haría. No había odio que lo explayara, puedo dar fe, pero de pronto se te agolpa el desprecio en mitad de un martes… En fin, dichosa la que no equidiste cuando se trata de amar.
-Repunta la oscuridad, señal de darnos por vencidos. Mira cómo se nos escapa el alma por la ventana, mírate. ¡Ah, el espejo es demasiado pequeño para dos y parece haberse encogido en su deshabitado cristal! Sí, quedan algunos al fondo del cajón, coge los que quieras. Las noches no están hechas para arrojarse a mantener una plática como esta, envuelta en voces que se desconocen, acatando un lúgubre pacto de la memoria. No, no tiene caso reemplazar los hábitos y la forma de ser poco tiene de arreglo… Que me lo digas como si no fuera un acto que requiere de mecanismos putrefactos y chantajistas me resulta infame. Cuánto quisiera frustrar tu escapismo, pero sería recurrir a esos mecanismos que esconden algo detrás y no consigo adoptar. Pero, pero, pero… Siempre debe haber un “pero” sin motivos que consagre la desgracia. No, no existe tal cosa como la mala suerte cuando se elige ser libre, ya el mantenerse de pie frente a un atardecer debería ser suficiente; cumplimos nuestros deseos, a pesar de que no nos sea natural estar profundamente complacidos. Están quienes se lanzan por mera fe y se consagran, nosotros no tuvimos esa fortuna; Caímos en un infiernillo de Tarkovsky. Es lo que nos toca y todo lo que nos tocará. Nos conformamos con las sobras. De lo que éramos, somos muñecos deshilachados ahora… Y a lo mejor tienes razón, llega ineludible el momento en que amarme se vuelve algo lacerante para quien se atreva a hacerlo, pero por otro lado te me has roto con una precisión de acupuntura. Desde que nuestras soledades son una, entendí todos los tormentos que achacaron los últimos de Rembrandt… Sé que no olvidas la última vez que partimos suertes, y una madrugada de tantas nos encontramos en plena salida de un concierto. ¿Recuerdas ese momento? Me saludaste con una dulzura y tranquilidad magnánimas, dolorosas para mí; te veías aliviada y resuelta, rauda de pura felicidad y nunca te había visto así conmigo, por lo que no pude evitar salir huyendo despavorido… Me había empapado de un sudor frío y como viscoso porque juraba haber visto un fantasma, como si un espectro estuviera atormentándome sin tregua. No, por favor no te rías. Me estoy partiendo el pecho frente a ti para que me palpes el interior y todo lo que me entregas es una vil sonrisa obstruida por un cigarrillo feo y rugoso.
El camino me ha dado mucho que pensar… Sin duda me ama porque no para de repetirme lo bien que encajan nuestras manos cuando las juntamos justo antes de tomamos de estas; porque memorizó, con enorme detalle, cuáles días toca regar las plantitas de mi apartamento; porque se ríe cada vez que nuestros cabellos se unen durante un beso hasta anudarse y convertirnos, entre carcajadas, en un hermoso león siamés. Para mí estar enamorada es una ceremonia seriecísima, cruentamente basada en delegar lo indelegable, en gritar hasta perder todo aliento y destrozarse la voz; sin embargo, no podía dejar de preguntarme qué significaba para él. Desganado de tanto estar tendido en cama, creyendo en ese triunfo patético que se oculta detrás de los besos en la espalda o la nuca, cuya contestación es un arqueo, arrebatado y conclusivo, si es que sus ruegos de cariño reciben alguna contestación. Cualquier rechazo será una respuesta preferible al silencio, a fin de cuentas.
No es que estuviera celosa, me repito a mí misma mientras cruzo la acera del boulevard, simplemente tenía la sensación de que nuestras caricias eran resultado de los desencuentros entre ellos y a eso quedarían reducidas, figurarme esa conjetura desataba el mismísimo infierno en la tierra, un tormento hecho a mí medida. Agotar a fuerza el recuerdo de alguien y ser la única mesa no compartida de un restaurante son de por sí ya infiernos en la tierra. Sus caricias a veces se sentían vengativas y premeditadas (y eso las tornaba ilusorias para mí, nimiedad de nimiedades, una farsa prefabricada que me permitiera seguir conservando un cariño que quizá, desde un principio, partió del despecho y nada más). Era una idea egoísta, arrogante, pero sensata, justo como la que me tenía atravesando la ciudad que guarda dentro de sí una noche propia, pequeñita y distinta de la otra noche inmensa. La vanidad no está en mirarse al espejo encarecidamente, sino en pensarnos merecedores de su reflejo, lo mismo sucede con el amor. Cada camioneta que pasaba a un lado dejaba una estela de duda: ¿Cuántas mujeres infelices iban dentro de esos coches y cuántas, como yo, íbamos a pie?
Me detuve en el umbral de una callejuela a recostarme contra la pared grafiteada a descansar y encenderme otro cigarrillo. De pronto vislumbré, desde el interior del callejón que la oscuridad tornaba infinito, cómo se acercaba una silueta cuya sombra se engrandecía cuanto más avanzaba bajo el único poste de luz, hasta llegar adonde yo estaba. Estiró elegante una de sus patas delanteras, revelándose finalmente como un gato. Caminó a mí alrededor en círculos hasta sitiarme, una vez asediada, pasó su suave cola por mis piernas; no maullaba, lo que se me hizo fascinante ya que lucía bastante juguetón. Con una improvisación insidiosa, se tumbó panza arriba bajo el vuelo del vestido y se sacudía como llamando a mi única mano sin asir y que sostenía el cigarrillo, por supuesto tenía remedio, pero debía seguir estrujando con el puño hasta que este último se familiarizara con el odio. Se necesitan agallas para desgraciar a un felino afanoso. Este se reincorporó ante mi indiferencia, se alejó con un desdén indecible, de vuelta a la oscuridad reflectada en la hoja, alejándome de su ronroneo. Tremenda revelación fue darme cuenta de que nos buscábamos con esa exacta desesperación de tacto, como un nene que se aferra a su juego favorito, y lo juega como si su vida dependiera de ello. Estaba aproximándome y esa certeza me dejaba un vértigo inconmensurable, sentido por mí y exclusivamente por mí: un abismo nacido en la boca del estómago pero que brotó como lo hacen los pétalos de ciertas flores, con una ternura extasiada (muchas palabras para evadir una: nostalgia) tal vez todo este rodeo ya se encontraba culminado, no tenía caso seguirlo postergando, y ese gato pardo había sido el presagio de lo que me ocurriría.
-Eugenio también sufre, solo que él nunca tiene las palabras para decírnoslo sin trabas. Él estará bien, ya vendió un par de esas… No empieces otra vez, ya te habías ido antes, vociferando cercenadas reales y luciendo peores rostros, como de disgusto e insatisfacción, mucho más amargos que este que me muestras con cierto orgullo. Cierra la puerta y podrás irte con la certeza de que no voy a detenerte, que el picaporte te será obediente y el estruendo del portazo definitivo; la suma de un punto final más a tu vida. Te prometo que no habrá grandes despedidas ni mucho menos, tampoco habrá cartas que te recuerden que aún vivo y te pienso. Podrás hallar otras gentes con las que malgastar la vida sería más grato y menos hambre, tormenta, frío, cansancio… pon cualquier otra excusa, todas caben en este saquito plagado de podredumbre y recelos. Olvídalo, de nada va a servir la vela, esta habitación ya desprende suficiente hedor a tragedia; tampoco quiero que me veas. No acertaste conmigo, carezco de ese cariño rabioso y como caníbal que alabas con enorme devoción. He poblado los adentros de tu piel y no te bastará, lo sé muy bien. Y es que tus amenazas mantienen la misma cabellera…. Mira las pequeñísimas e intermitentes luces en la ventana, enmarillecen a esta hora, así podrás tener noción de cuán incurables son nuestros males… todavía si consideras estas confesiones y el humo, que se filtra afuera de la ventana y el que se empoza aquí entre nosotros dos, perfectos extraños. Por supuesto que ambos somos ese saco de tristeza que traemos bajo párpados. Y es verdad que nos tenemos, aunque poco importe tenerse si se está enfermo y triste. No hay que sentirse obligado. De cuando en cuando estás abatida, bramando mientras crees estar durmiendo. Tal vez sea esa la bufonada, la gotera que irrumpe en toda casa, pero así te aguanto, no hace falta callarlo, e incluso, por momentos, podría decirse que te sigo queriendo; sí, aquí conmigo, acostada, dudando si es verdad que estás aquí conmigo… Porque he tenido que usar mil máscaras para poder besarte… Ya se me ocurrirá algo que nos saque de esta. Hay una salida para todo, de seguro para esto, pero vete a saber dónde, las personas saltan de puentes buscándola. Y para ti es tan sencillo, te envidio. Te sobran las ganas de vivir y permanecer, ir y no tener que pensar en un eventual regreso. El mundo te ansía y te piensas tan miserable que ni siquiera puedes ver que sus puertas no están abiertas para pobres diablos como yo. Deja de verme de esa forma, te delatas cada vez que haces esos gestos de payasita triste. Al final, créeme, es más fácil aceptar que hay cosas que se nos resisten y se nos niegan, y que son indiferentes a nuestros esfuerzos.
Finalmente había llegado; Fue imposible no divisar los cordones de humo que se desprendían de una ventana al costado izquierdo y que se disipaban con la brisa nocturna. Atravesé el patio, atrio del palacio de un césar cuya Roma hace tiempo que yace desplomada. No pude evitar pararme sobre el césped e irrespetar la vereda en mi paso hacia la entrada principal, vano intento de acentuar lo que creo era una suerte de rebeldía prematura. A este punto no veía tan absurdo estar envuelta en una situación de esta calaña (porque esa es la única palabra que le calza), en la que de repente tener la mano atrofiada en un arco circular y los pies deshechos de haber surcado la ciudad de punta a punta resulta lo más razonable. Habrá quien me juzgue de haberme rebajado por arremedar el comportamiento de esos seres rastreros a los que les cuelgan los genitales, pero si acabar con este sufrimiento significaba rebajarse entonces seguiría ese destino al pie de la letra. No hubo necesidad de acudir a la puerta trasera ni forzar una cerradura, la puerta de entrada no tenía seguro alguno, como si alguien contara con marcharse.
El interior de la casa se revelaba como una gran tiniebla y un viento leve soplaba por entre el zaguán remodelado, me pareció. En un rincón del mismo caería, sin delatarse, la colilla del último Lark y junto a este todo atisbo de hesitación que pudiera haberme poseído durante la noche. La oscuridad imperaba en aquella casa, había un aire a desidia que perturbaba hasta los floreros poblados de la entrada. Para disimular cualquier pisada nerviosa hubiese ansiado los tacones ahora que, a mis pies, un corredor interminable de madera se plegaba. El frío ventoso del zaguán comenzó a percibirse más y más, haciéndose intolerable a medida que lentificaba mi andar. Los débiles murmullos de una conversación que escapaban de uno de los cuartos acabaron siendo esa funesta invitación que tanto había estado aguardando. Cuando cualquier idea se antoja acto de alguna forma u otra, adquiere el nombre de emancipación. Esta serie de acontecimientos, incluso la llamada con mamá, estaban a punto de librarme de mi indescifrable, pero incisivo pesar.
Me asomé por el marco de la puerta con suma sutileza, y de inmediato supe que ella se encontraba allí, porque alcancé a ver un vestigio de sus muslos desnudos asfixiándose bajo los otros más monstruosos que en su entrelazamiento iban componiendo la figura de una bestia grotesca (bestia come-leones-siameses). Creer que nos hallaríamos a gusto luego de esto era lanzarse a buscar hormigas en el café, pero ella lo hubiera querido así, aún me conmueve la fascinación que hubo en el modo en que me miró cuando le narré un sueño en el que por fin me atreví a hacerlo; esa fue toda la complicidad que necesité, aunque fuera toda la que me daría. Tenía claro que este lío carecía de vuelta atrás, había apretado el cabo de tal modo que ya formaba parte de mi mano, la rabia había engendrado la determinación, alimentándola impasiblemente. Y es que no hay reyerta que no sea fruto del amor y el malquerer, pensé, conforme buscaba la fuerza y, sobre todo, el valor para acertar la estocada definitiva.
-Sí, querida, por eso mismo es que el amor y la mar nos despiertan sentimientos similares, cada remanso de estos trae consigo algo que regresa, que viene de vuelta a nosotros con recrudecimiento… No, no escuché nada…. Pues sí, tan falto de eso, de eso mismo que procuras buscar… eso tan remoto y ajeno, de mí, de esta cama impropia y turbia, algo que solo tú querrías buscar y a ciegas ya lo haces y no te culpo en lo absoluto. Te juro que no. El recuerdo, tanto como el olvido, es quizá lo único que nos pertenece en este mundo. Confío que no me juzgues porque en mí abunde la dolencia; pero me pesa en lo más profundo esta especie de privación; en lo más profundo de esta caja de espigas que llamas corazón, esta estúpida enredadera de cariños y sumisiones, mi pusilánime conformidad que se cierra, definitiva, bajo una inocultable cúpula de harta recriminación. Me pierdo dentro de tu piel de herrumbre y palabras si acaso masculladas, y eso que te conozco lo suficiente para adivinar que esta enredadera es engañosa y para empeorarlo: realmente oportuna… Deja de mirar la puerta y mírame a mí, ya fue bastante evasión… Yo te quise antes y te quise ahora, habrá que creer en eso de que el hoy es más distante que el ayer. Tienes el pelo entre mis manos que pronto desmontarán hacia tus senos, ¿con qué más puedo retenerte?
Me parece que desde una altura apropiada y con una mezcla de alivio, desprecio contenido y lástima -por ella, por él-, le dejé caer impetuosamente el brazo exhausto que sostuvo, enterita la noche, el mango del puñal.

Editor y escritor de 21 años originario de Pérez Zeledón, Costa Rica. Cuenta ya con varios cuentos y microrrelatos publicados. Cursa el bachillerato de Relaciones Internacionales en la Universidad Nacional de Costa Rica. Fuertemente influenciado por el cine y la obra poética de Cesare Pavese, César Vallejo y Alejandra Pizarnik.
Texto © Alonso Cunha
Fotografía © Michał Franczak
Danos tu opinión