Literatura Relato

El salto, de
Ismael Morales López

Ismael Morales López, El salto

El agua cristalina zarandeaba tibiamente los rayos de sol frente a ellos, guardando en el lecho un manto abultado de guijarros redondos y plagados de algas amarillentas y bailongas. Los cangrejos huían y regresaban ante la danza de embates de las olas contra la pared de piedra, esperando el instante preciso para que su caparazón cobrizo se humedeciera con una fina capa de agua y así desplazarse a otra roca con sus pesadas pinzas. La algarabía de decenas de personas joviales, húmedos y sentados en el perímetro de la ensenada o nadando frente a ellos, ensordecían y anulaban sus propias voces. Los mechones rizados y alborotados de Mateo, cara a cara con el mar, se confundían con los brazos mareantes y lánguidos de las plantas acuáticas. Un pececillo plateado cruzó por el reflejo de su ojo, entre anillos de destellos blancos que se enganchaban y desaparecían sin parar, hasta la noche.

—¿No tenías tanto calor? — preguntó Aday, apuntando al fondo del agua con el dedo índice.

—El viento se lo ha llevado. Me lo ha robado— confesó Mateo, agazapado y acongojado frente al precipicio.

—No te inventes historias y salta. Hemos venido aquí por ti y es pleno agosto. Guárdate esa excusa para diciembre— Insistió Aday con los hombros relajados y cargado con una mirada grave, hacia el horizonte.

—Siempre me cuesta meterme la primera vez— añadió Mateo, calculando la distancia desde su dedo gordo del pie derecho hasta el agua. Cinco metros a ojo y cuatro segundos de caída libre, pensó.

—Mira cómo se están metiendo los demás. Esa niña no tendrá ni tres años y ya se ha lanzado cuatro veces — arengó Aday mientras caminaba por el borde pedregoso, indicando con la mirada el punto óptimo para lanzarse y mostrar su pericia.

—Está muy alto. Hemos venido dos horas antes de la pleamar, deberíamos haber esperado un poco más a que subiera— añadió Mateo, a la vez que sus ojos seguían la línea sombreada de la marea impresa en las rocas de los laterales, un metro por encima del nivel actual.

—¿Qué más da la marea? Está subiendo, no hay ningún peligro. Nos hemos tirado con estas condiciones miles de veces. Duele más que te quiten una muela.

—Hoy lo veo muy lejos.

Saltó, con las piernas encogidas, y la mano derecha haciendo una pinza en las fosas nasales, impidiendo que el agua no le inundará la nariz. El agua estaba demasiado fría y la lámina superficial crujió de súbito, como una eclosión, lanzando ondas sucesivas que se perdían al chocar contra el dique del fondo. Las crestas competían contra las que despertaban el resto de personas con sus brazos.

Sumergido y en plena soledad, el silencio plácido del mar entró en su mente y por su piel subió una plácida e inconsciente sensación de solemnidad. Se quedó detenido en el agua, vulnerable y a merced del vaivén de la corriente, esperando a calmarse y sin una señal que le sugiriera cuándo escapar de aquella jaula acuática. La primera bocanada de aire fue tan salada como siempre, y los párpados se quejaron contra la insistencia del sol y su fusión con los brillos que escapaban del mar. Miró a su amigo, subido en la pared de piedra negra frente a él, y luego desvió su atención a cómo emergían y se incrustaban los curiosos lagartos entre las grietas.

—¡Ya era hora! — gritó Aday antes de lanzarse sonriendo haciendo un mortal, curvando su espalda y recortando su silueta frente a la luz blanca de la mañana.

Mateo vio como las manos, como si fuera una aleta frontal, escindían el agua sin levantar apenas espuma, y el mar lo recibió en calma, dando su serena aprobación. Su cabeza tardó en salir unos segundos, pero más cerca del dique, al fondo, que resguardaba el club náutico. La cabeza, estática, subía y bajaba a merced de las lomas del suave oleaje.

—¡Está buenísima hoy! Vamos a entrar en calor nadando hacia la boya— insistió con la mano izquierda indicando el camino ficticio. No esperó a escuchar una respuesta y comenzó a bracear en armonía contra la resistencia del agua, como si estuviera más cómodo y habituado a ese medio que a la tierra.

La boya más lejana, de un color negro brillante, se diferenciaba de las amarillas, unidad por una cuerda larga y verdosa. Mateo le siguió, esquivando a un par de personas en su camino. El agua les ofrecía su frescor y la corriente, con otros días de temperamento más bravo e impredecible, les ofrecía su mansa ayuda, acompañándolos, mientras que el viento les espoleaba en la nuca.

Llegaron sin mucha complicación, sujetándose de los cordeles que unían las boyas para recuperar las energías y emprender el camino de vuelta. Pasado el muelle, en la alta mar, las crestas de las olas se deshacían y respiraban espuma ante el embate de los alisios.

—A la próxima nos adentramos unos metros adentro. Quiero sentir la fuerza del viento. — dijo Aday

—Tiene más fuerza que tú, de eso no tengas duda. — confesó Mateo antes de retornar nadando de espalda. El mar se sentía como una hamaca y el cielo rayaba un azul tan liso que parecía bloqueado a la presencia de cualquier nube.

Subieron por la escalera anclada a la roca, esperando el impulso certero de una ola con la altura suficiente, dejando pasar a una niña y su padre antes. Cuando Aday y Mateo salieron, fueron al soportal donde habían dejado sus mochilas, al cobijo de un balcón de un piso blanco de una planta y cuyas cortinas pálidas de la cristalera no dejaban percibir el interior. Buscando las chanclas a tientas, un reguero de cáscaras de pipas, latas aplastadas y colillas de cigarro se entremezclaban por sus pies. Mateo se pasó por la cara la toalla gris, un poco deshilachada por el lateral derecho, y se quitó el agua de los oídos, haciendo un cilindro con una esquina que se insertó con cautela. Nada le incomodaba más que se le taponaran, dejando intacta aquella sensación que le repugnaba de que se formara un lodazal húmedo e interno en su cuerpo.

—No ha estado nada mal. El agua está más fresca en agosto que en julio. Hay que recuperar la forma poco a poco— dijo Aday, pasándose la toalla por los muslos y lanzando un suspiro de alivio.

Atrajo su mochila y sacó un paquete de tabaco para encender un cigarro y sacar una lata de Monster, cuyas gotas de la condensación formaban un reguero que iba a parar al pulgar de su pie derecho. Mateo, sin apenas secarse, revisó el móvil en busca de la llamada que estaba esperando.

—¿Nada? — preguntó Aday.

—No. Todavía nada— concluyó resignado Mateo, deslizando su dedo por la fría pantalla en busca de una llamada perdida inexistente, que solo existía en su mente. La pantalla del móvil se reflejaba en sus pupilas como un punto blanco y pálido, foco del desconsuelo. Lo dejó de nuevo en la mochila, cogiendo la cremallera y cerrándola sin esfuerzo, con una ademán de ira reprimida.

—¿Te dijeron dos semanas o tres? — insistió de nuevo.

—Dos— respondió Mateo desganado, sentándose en la bancada de piedra bajo el soportal y estirando las piernas para ponerse boca arriba. Nunca se había fijado en aquella techada de color gris. “El humo se queda clavado”, pensó inútilmente.

—¿Y cuantas llevas esperando? — preguntó Aday.

—Cuatro— Dijo él.

—Joder, lo siento tío— Declaró Aday, agarrándole por el hombro contrario con el fin de consolarle, zarandeándole para que su ánimo se agitara y se avivara.

—No te preocupes, lo he asumido— Afirmó Mateo, apartando de las palabras cualquier atisbo de su manida esperanza.

—Pero tiene que ser una putada. No lo des por perdido, puede ser que se les haya traspapelado o que estén de vacaciones. Esa gente siempre está de vacaciones, lo raro es que trabajen. Por eso quieres estar ahí— continuó, buscando la confraternidad en una broma que Mateo ignoró, sumido en sus cavilaciones

—Sin problema, en serio— manifestó Mateo, echándole de nuevo un vistazo al móvil. Lo apagó, pulsando la tecla con firmeza y dejando de lado el temor a que le llamaran y no estuviera pendiente.

—El colega que te dijeron no es de confianza. Déjame que busque a otro por mi cuenta. Si quieres te echo una mano esta tarde y lo arreglamos.

—En serio, no te preocupes. He estado mirando otras oportunidades— inquirió Mateo, incorporándose de nuevo y poniéndose la toalla como una capa, a pleno sol. La luz se encaramó a las gotas que asomaban en las puntas de sus rizos— ¿Sabes que un euro en Argentina son 300 pesos y que con 400 euros puedes vivir? Serían unos treinta y cinco mil pesos.

—¿Solo? Eso es la mitad de lo que cobra mi madre y no llegamos a tener muchos lujos.

—Pues allí lo serías. Es una opción, se vive con mucho menos. Y teniendo un trabajo desde fuera de Argentina se puede vivir allí con bastante facilidad. Lo ve el otro día en Tik Tok y me puse a buscar en Google y por lo visto no es nada difícil. Imagínate, un piso, con tu coche y alguna playa cercana. Un paraíso.

—Ya estás en un paraíso. Seguro que tienes que hacer algún chanchullo, no puede ser tan fácil conseguirlo, pero se puede proponer para arreglarlo en unos años— arengó Aday.

—Mejor cuanto antes. Además, la moneda allí pierde valor cada día, están muy jodidos. Así que igual en un mes 400 euros valen todavía más, pero no pienso esperar mucho más.

—Pásamelo que le eche un vistazo. Imagínate, vivir en Buenos Aires ganando el doble, pero sin trabajar el doble. Es la jugada perfecta.

—Exacto, allí podríamos hacer lo que queramos y vivir como reyes. Muchos lo hacen. He estado viendo videos de los influencers que lo hicieron hace unos años, de sus comienzos arriesgando en un país nuevo, y ahora están en otro nivel que jamás imaginaron. Solo que nosotros somos capaces de hacerlo.— incitó Mateo con una ilusión que cubrió su rostro, bajo una vibración interna que se difuminada en el zarandeo de pestañas.

Desde la terraza de arriba, un compendio de voces graves y en otro idioma que desconocían, comenzaban a emerger desde el fondo de la vivienda, ganando volumen a cada segundo. Movieron numerosas sillas y mesas, arrastrándolas y provocando un ruido incómodo y alargado.

—Lo malo es que tendríamos que esperar un año más para montarlo por nuestra cuenta.— pensó Aday en voz alta.

—Se espera. Esto no puede ir a peor.

El silencio del cielo aterrizó en la mudez de la boca de Mateo, hasta que una gaviota graznó cruzando la caleta de la orilla izquierda hacia el horizonte difuminado del fondo, perdiéndose entre los suntuosos y alargados brazos de los cactus.

—¿Nos pegamos otro baño?— afirmó Aday para sacarse la ilusión de la cabeza.

—¿Qué opinas de lo de Argentina? Dime la verdad. Necesito a alguien — insistió Mateo mientras se quitaba las chanclas.

—No te hagas más ilusiones. Te estás martirizando. Espera que contesten, te llamarán.

—Lo miro cada día y no sirve de nada.

—La espera no ha matado a nadie.

—Todavía no. Seré el primero que muera de esperar— afirmó Mateo, lanzando un denso suspiro hacia arriba, bloqueando el móvil. Luego lo apagó y lo metió en el bolsillo interior de la mochila.

Ambos se acercaron al borde del muro que se abría a la ensenada, percibiendo como el calor abrasador de la roca penetraba por sus plantas de los pies y les impelía a acelerar. Una familia al completo, con hasta tres niños chapoteando en los flotadores, disfrutaban nadando con la suave corriente que les mecía, al margen de todo lo que les rodeaba. Ambos se subieron al pretil de la pared vertical, repleto de piedras negras y agrietadas. Desde la barandilla del balcón del soportal, dos alemanes altos y colorados bebían cerveza y reían, observando las siluetas de los huesos de la columna de Mateo y el velero que henchía su vela mayor para salir del puerto.

—¿Cuándo crees que saldremos de esta puta isla?— preguntó Mateo al cielo, antes de zambullirse en el silencio sin respuestas del mar.

Ismael Morales López.
Nacido en 1992, en Alcázar de San Juan (Ciudad Real). Es graduado en Biología por la Universidad Autónoma de Madrid y posee dos másteres: uno en conservación de la naturaleza y otro en economía de la energía. Desde 2019 es responsable de comunicación y política climática en el think tank de energía renovable, Fundación Renovables. Colabora con diferentes medios especializados y generalistas de España (Público, Eldiario.es, El Salto Diario, El País, 20 Minutos), en temas referentes a cambio climático, ecología política y transición energética. Trabajó también como colaborador en el periódico El Confidencial desde 2021 a 2022, en la sección Planeta A, redactando artículos sobre transición energética nacional y global.

Texto © Ismael Morales López
Fotografía © Carlos Alberto Gómez Iñiguez


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