Nada más verlo hundido en la nieve, supe que estaba muerto. Anduve hasta él y me arrodillé a su lado. La sangre de su nuca teñía la nieve de un carmesí sorprendente.
Probé con la respiración que aprendí en el curso de socorrismo, pero no reaccionó. Su mano derecha aún seguía crispada sobre un teléfono móvil. Entonces era un invento nuevo y no estaba seguro de poder usarlo. Le abrí los dedos y lo observé. No tenía batería. En esto, reparé en su pasaporte, que se había salido del abrigo. Su nombre era Djibril Saleh, nacido en el Líbano, aunque con nacionalidad británica. Un tipo joven y atractivo, que se resbaló en un mal día. Dentro del pasaporte llevaba doscientas libras. Volví a poner el documento en su bolsillo y me guardé el dinero y el móvil.
Los borrachos de siempre estaban viendo la escena, desde su banco habitual. No sabría decir cómo eran, la pobreza los hacía borrosos. Dos de ellos se levantaron y vinieron torpemente hacia mí.
—Le estás robando a ese tío, cabrón, nosotros lo hemos visto primero.
Empujé a uno, que tropezó con el otro y cayeron ambos al suelo, maldiciendo. Corrí a casa, que estaba a dos manzanas, y marqué el número de emergencias. Al cabo de media hora, oí pasar la ambulancia.
Me quedé pensativo, sentado en la cama de mi pequeño estudio sin ventanas en Peckham, South London. Luego me hice unos macarrones en el hornillo eléctrico y me duché en los servicios compartidos. En aquella época, el agua caliente funcionaba con monedas de veinte peniques: si te quedabas sin ellas, estabas bien jodido en invierno.
Trabajar en un pub me garantizaba, al menos, tener cambio en la caja. The Discreet Parrot era uno de los clásicos del barrio, cerca de la estación. El dueño, mi jefe, se llamaba Ashley, un escocés pelirrojo y socarrón. Exigente, pero justo y considerado. Hablaba mucho de política, aunque era difícil seguirle, pues su ideología cambiaba cada día.
La cosa estaba un poco apurada y había diversificado con el asunto de la marihuana. Su socio en esto era Seb, quien le conectaba con la gente del barrio. Este no era tan amigable, tenía una sonrisa más bien de malas noticias, con sus incisivos de plata, aunque Ashley siempre le disculpaba: “Es jodido crecer en Escocia siendo negro”.
—Cojonudo chaval —me dijo Seb aquella tarde—. Este móvil debe valer por lo menos quinientas, ¿le pillaste algo más? No sé, el pasaporte o algo.
—Ahora que lo dices, llevaba pasaporte, británico, por cierto, pero me pareció que era, no sé, como robarle su personalidad.
—¿Eso qué es? ¿Una puta creencia española? Un pasaporte británico es mejor que el móvil. Ok, seguramente sería falso de todos modos. En fin, te daré la mitad de lo que saque. Para venderlo hay que quitarle esto, ¿ves?, todos llevan esta tarjetita, toma, tírala por ahí. Hala, ponte unas pintas hombre, gánate el sueldo.
Dos días después llamaron a la puerta. Era una rubia de pelo corto, con cazadora y minifalda vaquera y leotardos negros. Delgada, pero con muslos y pantorrillas musculosas, como una atleta de los cuatrocientos metros. Tenía las manos fuertes, de trabajadora, y las uñas cortas, pintadas de negro. Hubiese dado juego en el boxeo, aunque entonces no había chicas.
—Hola, eres Óscar, ¿verdad? Me llamo Lavinia, me gustaría hablar contigo un asunto –anunció, con acento de Europa del Este.
La invité a pasar.
—Te puedes sentar en la cama, es más cómoda. Yo cogeré la silla.
—Por lo menos está hecha, ya me sorprende —dijo, mirando las paredes desconchadas—. Bueno, seré directa, me he enterado de que tienes algo que no es tuyo, un móvil. Ese teléfono contiene información muy importante, para mí y para otras personas. Si me lo das, te vas a ahorrar muchos problemas, te lo aseguro.
—¿Por qué has venido sola? ¿Dónde está toda tu mafia rusa? Quizá eres tú la que tienes problemas.
Sus preciosos ojos verdes se entornaron, cerró los puños, pensé que me iba a pegar, pero se contuvo.
—Escucha, he venido a comprártelo, ¿cuánto quieres?
—Ya lo he colocado por ahí, va a ser difícil recuperarlo.
Ahora sí que se puso triste, pero aguantó el golpe. Me miró, suplicante.
—Ayúdame, por favor, vamos a buscarlo. Sólo necesito la tarjeta SIM, el móvil podéis quedar.
— ¡Ah! En ese caso, déjame mirar en el cesto de la ropa, creo que la tengo en un bolsillo…aquí está, toma.
Rápidamente la cambió en su propio terminal. Esperamos en silencio y pareció obrarse el milagro. Para ella, su tarjeta; para mí, la sonrisa de su cara franca e inteligente. Fue como una inyección de vida en el corazón.
—Muchas gracias. Menos mal que guardaste. Mira, puedes tener este dinero, y olvidarte del tema.
—No quiero nada. Cogí el móvil porque pensé que aquel tipo ya no lo necesitaba. Dime, ¿quién era?
—Era un buen amigo, pero muy loco. Mejor no quieres saber, pero ahora todo se terminó —Suspiró—. Esta noche me marcho de este país, ¿sabes? Pero echaré todo esto de menos.
— ¿Por qué no te tomas un vino conmigo? Tengo una botella del pub donde trabajo. Es un Chianti cojonudo, de Italia.
—Oh, eres un caballero, vale. Pareces un buen chico, dime ¿por qué no pones un póster para tapar esa mancha?
—No se me había ocurrido.
—Te creo, hombres no se ocurre nada, tío, y una lámpara de esas de papel, joder, este estudio no está tan mal.
—Tienes razón. El barrio ya tiene peor arreglo.
—Ah, aquí todo llaman peligroso. Yo soy de Rumanía, ¿sabes? Allí sí es peligroso.
—Ya imagino, viviste lo de Ceaucescu y todo eso, ¿verdad?
—Una época muy mala, pero éramos…más inocentes. El comunismo tiene eso, te entretiene para que no pienses. Yo pasaba diez horas en el instituto, sé tocar el violín y también fui atleta internacional.
—Lo estaba pensando, tienes unas hermosas piernas fuertes.
—¿Lo dices de verdad? Hace mucho que no entreno.
—Sí, creo que eres…
Unos golpes en la puerta nos sobresaltaron en nuestros asientos.
—No abras, ten cuidado –me previno.
—Eh, Óscar, ¿estás ahí?, ¿me invitas a una cerveza? —dijo la voz de Seb desde fuera.
Abrí la puerta, pero me interpuse en su camino.
—Hola Seb, ahora estoy con una amiga.
—Vengo a traerte tu pasta. Solo he podido sacar doscientas, está la cosa jodida, pero soy un tío legal, ¿sabes? aquí tienes tus cien. Alégrate hombre, tu zorrita te va a salir gratis jaja. Adiós, señorita —dijo, en español, y se marchó.
—Es un buen cabrón, pero prefiero tenerlo de mi lado —me disculpé ante ella.
—Uf, no lo dudo, ¡qué susto! Dime Óscar… ¿te gusta estar aquí? ¿Cuántos años tienes?
—En marzo cumpliré treinta. Me he propuesto cambiar de trabajo antes de entonces, estoy esperando unas llamadas.
—Mira, tenemos la misma edad…me refería aquí, en Londres. ¿Piensas quedarte?
—No lo sé. Cómo decirlo…siento que estar en esta maldita ciudad es lo más parecido a no estar en ningún lugar. Y eso es precisamente lo que necesitaba. Quizá la cosa cambie algún día.
—Te comprendo. Yo creo que las fronteras no existen, el mundo es todo igual. Yo voy a Francia, para mí se acabó este ciclo, esta noche viajo a Dover —Se quedó pensativa unos segundos—. Ha sido un placer la visita, pero me tengo que ir —dijo, levantándose.
Nos abrazamos. Sostuve su cuerpo musculoso unos segundos de más, y me besó en la mejilla.
—Tú sí que tienes peligro jaja. Muchas gracias por todo, ha sido mi fiesta de despedida. Mucha suerte en tu vida, Óscar.
Tras su marcha, disfruté con el silencio, y su olor. Me senté en la cama y abrí el libro que estaba leyendo, los ensayos de Montaigne, por un capítulo que se llamaba “De como lloramos y reímos de una misma cosa”.
Me estremecí unos segundos. Tenía de marcapáginas un pequeño recuerdo que no había contado a nadie, ni a vosotros: también le había quitado al muerto una foto de Lavinia, preciosa, en ropa de deporte. La tuve durante unos meses dando vueltas por la casa, y luego la tiré en la siguiente mudanza.

Texto © Cesar Holgado
Fotografía © Luke Stackpoole
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