Desasosiegos Poesía

El gato de la poesía en la sierra de Francia, de Antonio Costa

el gato

¿Qué demonios me quería ese gato en Mogarraz? Yo andaba por la Sierra de Francia pensando en poetas, incluso pensaba llegar a Sequeros donde vivió León Felipe. Y de repente en la calle principal de Mogarraz se me presentó ese gato. Intenté mirarlo fugazmente, pero me atrapó con los ojos. Y me soltó un vértigo de poetas y lugares. Como si me atrapara con el maelstrom del cuento de Poe, como si me centrifugara como la ropa en una lavadora. Y me dejó sin aliento, me arrebató a los espacios y los poemas igual que el Teatro Mágico de El lobo estepario con sus cien puertas lanzaba a Harry Haller a los mundos y las vivencias.

Me soltó Ballylee, cerca de Galway, donde Yeats protegió sus sueños celtas contra el prosaísmo y el materialismo. Y me llevó a la tumba de Yeats en Sligo y me hizo ver su epitafio “Echa una mirada fría / a la vida, a la muerte, / jinete, pasa de largo”. Es decir: cabalga un caballo más profundo, más inasible. Y recordé El crepúsculo celta, los relatos populares sobre las hadas, los gnomos, el otro mundo, que Yeats recogió por toda Irlanda. Recordé El país de nuestros anhelos, lo invisible detrás del paisaje, La condesa Catalina, que vende su alma al Diablo para salvar del hambre a sus miles de vasallos, Dios la perdona porque ve su abnegación profunda. Porque el cielo para un celta está más allá de los legalismos y los derechos canónicos.

Y me lanzó un poema en que Anne Sexton sigue los pasos de una mujer de finales del siglo XIX, da vueltas por todo París, se mete en una habitación minúscula y la llena con toneladas de libros, pero en lugar de leerlos se pone a leer con fiereza las cartas de aquella mujer. Y da vueltas por todo París con ella y dice que las dos caen de rodillas ante el rosetón vertiginoso de Notre Dame.

Y me soltó Toledo y viví las callejuelas donde uno se olvida de todo, y la calle del Pozo Amargo con su pozo secreto, y los versos de Bécquer que traen la angustia y el desvarío:

De mi alcoba en el ángulo los miro

desasidos fantásticos lucir:

cuando duermo los siento que se ciernen

de par en par abiertos sobre mí”.

Y el convento de Cristo en Tomar, con todos los claustros, las las salas enormes y oscuras, los distantes jardines, las murallas, la ventana surrealista rodeada de cordajes, donde los templarios adoraron el Bafomet de tres caras, donde Camoens presintió el poema de las saudades transoceánicas mucho antes que El barco ebrio:

Vi visto claramente el fuego vivo

que la gente del mar tiene por santo

Vi las nubes sorber por caño extenso

y las aguas subir del plano inmenso”.

Y me soltó Mondoñedo en Lugo, donde Álvaro Cunqueiro escribió con una libertad deliciosa, mezcló como le dio la gana las épocas históricas, las aldeas gallegas con las ciudades orientales, la realidad con el mito, lo gastronómico con lo sublime, la vida con la muerte, dijo en Soledades de mi blanca señora:

¿Me escuchas así, mi señora amada,

cuando de mi pecho la trova arde,

o detrás de ti la sombra de mi sueño

locamente la tuya apresa y besa.

Y me metió en el tren donde Dámaso Alonso embarcó a su Mujer con alcuza:

Oh si, la conozco

Esta mujer yo la conozco, ha venido en un tren,

en un tren muy largo;

ha viajado durante muchos días

y durante muchas noches:

unas veces nevaba y hacía mucho frío,

otras veces lucía el sol y sacudía el viento

arbustos juveniles

en los campos donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas”.

Los ojos del gato eran como el Aleph de Borges, pero mucho más salvaje y referido solo a la poesía. Me metía la poesía en el cuerpo como una tormenta.

Y me soltó una casa de Montevideo donde Delmira Agustini escribió en El libro blanco

La vida brota como un mar violento

donde la mano del amor golpea

Mi vida toda canta, besa, ríe

Mi vida toda es una boca en flor.

Y una calle de Spalato en el Adriático donde una novicia delirante pervirtió al poeta sueco Gunnar Ekelof:

De mis ojos hice un baño

Le di mi vista. Yo soy aquel ojo que dicen fue cegado por un Tirano en el cielo.

Soy el fuego que él apagó. Y ningún cerrajero se atrevería a forzar la cerradura,

excepto tú, Cerrajero de todos.

Y me soltó las riberas del Sena donde el poeta chino Xu Zhimo cantó el xingling, la sensibilidad misteriosa:

Nos encontramos de noche en la oscuridad

tú en tu ola y yo en la mía.

Soy una nube en el cielo,

una sombra casual en las olas de tu pecho.

No necesitas asombrarte

ni alegrarte tampoco

Y me soltó las cuevas de los hippies en Matala, al sur de Creta, donde Odisseas Elytis le dijo a “María Nube”:

Todas las épocas tienen su Stalin

pero el alma no se vende

ni en Mátala ni en Katmandú,

Iris María Nefeli

con el camisón al aire

a caballo y dormida

como en un cuadro de Leonor Fini

crisálida de mi sueño.

Y me soltó el Canal de Saint Martin en París, donde Paul Eluard le dijo a su amada Nusch:

Sobre mis cuadernos de escuela,

sobre el pupitre, sobre el roble,

sobre la nieve y en la arena,

escribo tu nombre:

Libertad.

Decir a una mujer que es tu libertad debe de ser lo máximo que se le pueda decir a una mujer.

Y me soltó en Bucarest una casa donde Mihail Eminescu escribió El lucero, en el que una princesa solitaria se enamora de un astro que entra en su habitación y hace el amor con ella:

Baja suavemente, tierno lucero,

deslizando sobre un rayo,

entra en mi pensamiento

iluminando mi suerte.

Y a Gabriela Mistral en Valparaíso diciendo que todas iban a ser reinas. Y a Antonio Gamoneda en León diciendo en Sublevación inmóvil:

Ay de los fugitivos,

de los que tienen miedo

de sus propias entrañas.

Si una vez el silencio

les hablase ¿sabrían

respirar la angustiosa

bruma de los espíritus?.

Y a Pedro Gimferrer en Montreux proclamando en Arde el mar:

Porque el gran carnaval

permaneciese, polisón, botines,

para siempre girando, carrusel suspendido

en la nupcial farándula del sueño

Le dije al Gato: ¿Por qué me sueltas todo esto? Yo ya estoy convencido, yo ya sé que los poetas son muy importantes. ¿Por qué no se lo sueltas a aquel empleado de Renfe que casi me echa del tren porque no me di cuenta de que al pasar las doce de la noche oficialmente ya es otro día? ¿O a aquellos aprendices de Robespierre que durante todo un día no me dejaron cagar en París porque no tenía dos francos? ¿O al notario más notarial o al algoritmo impasible que no quiere bailar con la monja?

Pero el Gato me soltó a Oliverio Girondo en Tánger escribiendo en Calcomanías:

Fantasmas en zapatillas

que nos miran con sus ojos desnudos,

las mujeres

entran en zaguanes tan frescos

que los hubiera pintado Fray Angélico.

A Wladimir Holan en una isla en el río de Praga escribiendo ese poema sobre el Apocalipsis en que una abuelita pide a Dios que le deje terminar la sopa antes de acabar con todo. A Holderlin en el Paseo de los Filósofos de Heidelberg diciendo (para que lo entiendan al revés):

En lo divino creen

únicamente aquellos que lo son.

A Ibn Hazm escribiendo El collar de la paloma en Córdoba para decir, tan hondo como Rilke, que está contento de vivir en el mismo universo que su amada.

Y el Gato no paraba de soltarme poetas y yo temblaba con todos los poemas. Ingeborg Bachmann decía junto a la Columna de la Peste en Viena que vivimos siempre en un tiempo aplazado. Nikolaus Lenau junto al lago Balatón le pedía a una nube que llevara la tormenta al cuarto de su novia y le pusiera el firmamento como van Gogh. León Felipe en Sequeros, cerca de la Peña de Francia, decía que se agarraba como un insecto a las piernas de los dioses para despertarlos. Y Leopoldo de Luis en el lago Ohrid en Macedonia admiraba un ángel pintado en una iglesia:

La Anunciación de Ohrid tiene un arcángel

con solo un ala al aire decidida

La libertad no tiene más que un ala,

no tiene mas que un ala la alegría.

Y Leopoldo María Panero en una casa en Astorga con una fuente solitaria llamaba a Peter Pan y al Llanero Solitario y decía:

Porque todos llevamos dentro un niño muerto.

Y Lorca (en el fondo un poeta maldito, ya lo dijo Umbral) decía en Granada con vitalismo trágico:

Dejaré mi boca entre tus piernas,

mi alma en fotografías y azucenas

Y quise hablar, pero el gato no me hizo caso y me soltó a Oscar Milosz en el barrio 16 de París rompiendo Las siete soledades:

En un país de infancia vuelto a encontrar llorando

En una ciudad de latidos de corazones muertos.

En un pasado fuera del tiempo, enfermo de encanto,

donde los queridos ojos de luto arden aún de amor”.

Y a Costas Montisen Famagusta de Chipre añorando:

Un polígono inscrito en un círculo somos nosotros.

En nuestros mejores momentos

a lo sumo tocamos el círculo.

Y a Carlos Edmundo de Ory en el paseo de azulejos junto al mar de Cádiz triste y postista y contando en Cuentos sin hadas como un niño pedía para su cumpleaños pide que le metieran el mar en su habitación. Y a Teixeira de Pascoaes en el río de Amarante con higos amando amando a su Señora de la noche:

busto de la esperanza que resplandeces

dentro de nosotros, en la oscuridad de la memoria.

¿Qué demonios quieres?, le dije al Gato. Pero el Gato contestó: Quiero todos los demonios. Y me puso a Pessoa en Portalegre, en el Alentejo Norte pelado diciendo:

No soy nada

Nunca seré nada.

No puedo querer ser nada

Aparte de eso, llevo en mi todos los sueños del mundo

Y a Pizarnik en Buenos Aires con Los trabajos y las noches:

He desplegado mi orfandad

en la mesa como un mapa.

Y he bebido licores furiosos

para transmutar los rostros

en vasos vacíos.

Y a Antero de Quental junto a la Quinta de las Lágrimas en Coimbra, debajo de un arco loco cubierto de liquen, que decía (con cara de Schopenhauer) en el soneto Redención:

Voces del mar, los árboles, el viento,

cuando a veces, en sueño doloroso,

me embala vuestro canto poderoso

 

Un ansia de libertad

agita las formas fugitivas.

Y a Rimbaud escribiendo en la calle Monsieur Le Prince en Paris:

Por delicadeza

he perdido mi vida.

Y a Georges Rodembach en un canal espectral de Brujas:

Sobre los cuadros colgados de los muros, en la memoria

donde están los recuerdos en sus descoloridos marcos

parece que se oye caer como una nieve oscura.

¿Qué demonios quieres?, le pregunté al Gato. Pero el gato me dijo: Los quiero todos. Y me metió en los ojos todos los demonios de la poesía. Y bellezas desgarradoras y profundas. Y trozos de poemas medio muertos medio vivos en los muros. Y cuartos de poetas donde se morían o mataban la vulgaridad. Y el cuarto azul donde soñó en París Rubén Darío. Y el cuarto donde Chatterton se lamentó de que el mundo no se enteraba de nada – y menos de su genio. Y toda la genialidad de los momentos geniales sin técnica ni algoritmo. Y toda la escandalosa belleza. Y Orfeo subiendo de los infiernos hermosos de todos los cuartos donde una vez se olvidó la mezquindad y el algoritmo.

Y el Gato, en aquella calle de Mogarraz, dijo: “Parece que por fin te enteras”. Y yo le dije: “Pero tienes que avisar a otros, a los aprendices de Robespierre, y a los que ponen sus testículos con el bigote de Stalin, y a todos los puritanos calvinistas que lo consideran todo pecado, y sobre todo la poesía. Para ellos la poesía es demoníaca. Y solo no es pecado acumular capital y cobrar intereses y convertirlos a todos en monedas abstractas”. Pero el Gato removió en mis ojos las brasas y saltaron chispas en las chimeneas de todos los cuartos de los poetas. Y yo que no sé bailar bailé con el Gato.


Texto © Antonio Costa Gómez
Foto © Consuelo del Arco


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