Desasosiegos

Libres por elección; esclavos por exceso de centralización.

En la descentralización es donde habita la naturaleza. En lo centralizado sólo hemos visto hasta hoy máscaras; sólo hemos visto pícaros que engañan a los necios, charlatanes que llegan a los gobiernos para conseguir algo de dinero, que mandan hombres a la guerra mientras entran a saquear impunemente sus neveras, que los hunden en la pobreza a través de impuestos, créditos y deudas, y que los obligan a pagarles sus cuentas a cambio de permitirles seguir caminando sobre la tierra. Eso es, a fin de cuentas, la centralización: mucho humo y mentira mezclados en un mismo fogón, cuya llama mantiene bien encendida el político, que piensa que los hombres no son dignos de gobernarse a sí mismos. En su opinión, esa dicha está reservada para pequeñas tribus que se esconden entre selvas y montañas, como animales que se ocultan de las sociedades civilizadas, pero que a la larga son por ellas descubiertas, colonizadas y exterminadas.

Si para el político es algo insólito el ejercicio del poder sin corrupción, mucho más lo es el ejercicio del poder sin centralización, tanto más si se trata de un tipo de descentralización como la del Bitcoin, que basa su gobierno transparente e inmutable en las matemáticas y que, en cuanto tal, es ya lo suficientemente maduro y fuerte como para avergonzarse de depender de un gobierno al que no le interesa que el hombre progrese. Recordemos, desde luego, que a los buenos inventos no se llegó nunca con la autorización previa de ningún gobierno, empezando por el alfabeto, que tuvo que ser el primer acuerdo tácito -o el primer contrato social- entre los pueblos, justo antes de que los comerciantes inventaran el dinero para representar el valor de la comida, la vivienda o el sexo. Los grandes inventos fueron siempre descentralizados, y para funcionar no necesitaron nunca del permiso de ningún comité humano, como sí aconteció con los más nefastos, como la religión, la política y los ejércitos armados, que nacieron justamente para satisfacer las ansias de dominio de los poderes centralizados. No se entiende, por eso mismo, cómo es que el pueblo cree tener hoy algún tipo de voz, cuando está visto que hace largo rato cayó en manos de la tiranía de la centralización, y permite que un gobierno del que está excluido por completo haga lo que quiera con su trabajo y su dinero, lo vigile como quiera, donde quiera y como prefiera, y le diga sin vergüenza alguna que:

Aquel que es hábil guardián de una cosa, también es hábil para robarla, Platón, República I, 334b

El único Heracles contra los monstruos económicos y gubernamentales de este mundo es el Bitcoin, con todas sus armas “descentralizables”, que no benefician a ninguna abeja sin antes beneficiar al enjambre, y que valoran la privacidad de los hombres a tal punto que cualquiera puede pertrecharse el casco de Hades. El Blockchain, en tanto ciencia relativa a la privacidad, no posee, como es natural, una transparencia total; de ser así, no sólo se vería amenazada su seguridad, sino también su inmutabilidad, pues permitiría exactamente lo mismo que dio lugar a su nacimiento: una vigilancia gubernamental excesiva, una intromisión abusiva en las libertades individuales justificada en la defensa de las colectivas, más desigualdad, mucha más corrupción, y todo aquello que se encuentre en franca contradicción con la filosofía del Bitcoin. El secreto, al menos en el Blockchain del Bitcoin, no es un deber manifiesto, pero sí uno de sus principales derechos, ya que en él la palabra privacidad significa lo mismo que libertad, y el beneficio colectivo no se logra a costa de sacrificar ninguna inclinación individual. La primera finalidad del Bitcoin, como la de toda innovación, es dejar en el mundo seres más libres de lo que en él fuimos nosotros, de manera que quien quiera llegar a una determinada meta cuente también con los medios para obtenerla, dependiendo en la menor medida posible de los demás, pasando sus días entregado al arte de que se crea capaz y, sobre todo, sin estar obligado a entregar su libertad a cambio de una simple ilusión de legalidad.

Verdaderamente, la naturaleza nos deja libres y liberados, pero nosotros mismos nos atamos, nos estrechamos, encerramos entre muros, nos reducimos en lo pequeño y lo mezquino, Plutarco, Moralia, 601C.

La libertad, por desgracia, es odiada en épocas excesivamente centralizadas hasta tal punto que su psicología entera parece orientada a empequeñecerla y calumniarla, provocando que como libre sea hoy el hombre tan malo, que aún libre se sienta y actúe en el mundo como esclavo. Libre, en todos los casos, significa no movido ni obligado, sin sentimiento alguno de constricción: el solo hecho de poder hacer de la propia vida un experimento, sin autorización alguna de ningún hombre, institución o gobierno. Quizá todos los hombres serían libres e iguales si no tuvieran necesidades, pero mientras la miseria subordine unos seres humanos a otros, mientras actúen por estricta necesidad antes que en virtud de su libertad, mientras a sí mismos pocos de ellos se pertenezcan, y los demás hayan de contarse entre sus pertenencias, mientras tanto, decimos, existirán la dependencia y la desigualdad, y la esclavitud será una desgracia completamente real. Y sí, es verdad, ya sabemos que, en comparación con otras épocas, el hombre de hoy goza de mucha más libertad, y que el esclavo que en la noche besaba la misma mano que en el día le molía la espalda a latigazos es ya una cosa del pasado; pero aún así estamos muy lejos de creer, como lo creen los adictos a la idea del progreso, que el hombre de estos tiempos es enteramente libre de nacimiento, un hijo imparcial del universo, que se mete mar adentro sin que una sola ola lo empuje de regreso al puerto. Un hombre que centra su libertad financiera en tener cada vez más deudas, y no se da cuenta que el peor de los estados es el de aquel que no tiene nada que realmente le pertenezca, no puede ser libre de ninguna manera, pues contempla el ideal de la libertad en su forma más simple y caricaturesca. Un hombre tal juzga la libertad no en lo que es capaz de hacer, sino en lo que es capaz de soportar, incluso en medio de la peor necesidad, y cree que el hecho de no tener un amo es suficiente para afirmar que no vive como un esclavo. Alguien así cifra su destino en servir toda la vida, con tal de que se le permita decir que ama su libertad con idolatría: por poder decir que por ser libre serviría a Dios, si así se lo ordenara el mismo diablo; pero, aunque no guste del yugo, y a pesar de que diga odiarlo, sabe muy bien que tiene que llevarlo.

Por más que te pese el nombre, esclavo eres, y no de un solo hombre; antes bien, de muchos serás inexorablemente esclavo e, inclinando la cabeza como un peón, bregarás de sol a sol por un sueldo insultante, Luciano, Sobre los que están a sueldo, 23.

Es sorprendente, por otro lado, el prodigioso número de discursos enfáticos que en todos los tiempos se han pronunciado contra la esclavitud entre los antiguos griegos y romanos, pero es más sorprendente aún comprobar que esos pueblos no tuvieron siquiera una tercera parte de los esclavos que aún hoy tienen los europeos y norteamericanos. Los actuales señores de la tierra se sienten muy conformes en pensar que, de no haber sido por la aventura de Babel, en todo el mundo se hablaría hoy inglés. Ellos son nuestros grandes demócratas, pero no pueden tolerar la idea de que exista algo que escape al control de sus políticas regulatorias, y mucho menos que la gente invente y use cosas que haga innecesaria la existencia terrenal de sus burócratas. La libertad sólo es libertad cuando ellos quieren, no cuando quieren los otros, y lo que con mucho esfuerzo y a costa de sacrificios han conseguido, con mucho menos esfuerzo y muy a las malas tienen siempre que prohibírselo. Todo lo que ellos no hayan hecho autorizar es un mal moral, una acción criminal producto de la libertad de que el hombre se ha permitido abusar, y por tanto ha de ser perjudicial para el resto de la sociedad, que ha de agradecérselo obedeciendo y pensando tal como se le ha enseñado a obedecer y a pensar.

La libertad apóstoles recluta; / mas yo a ninguno sigo; el burdo juego / de sobra ya conozco; todos quieren / la libertad para su propio medro. / ¿Quieres de veras librar al prójimo? / Empieza por servirle… ése es el medio, Goethe, Epigramas, 50.

Como quiera que sea, lo cierto es que quienes confiamos en la idea del Bitcoin hemos oído hablar mucho de la libertad ajena, pero no creemos que exista alguien sobre la faz de esta tierra que se haya forjado una como la nuestra. Sabemos que cualquier precio que se pague por la libertad es un buen precio, que el hombre más libre es el que tiene la máxima independencia relativa de sus fuerzas, que es el que mejor vive y el que mejor desea y se alimenta, el que se aparta de sí mismo en mayor medida y se renueva. Por haber aprendido a tiempo a desear lo que debemos es que hoy vivimos como queremos, descubriendo todos los días que apenas tenemos dos segundos en la vida, y que no vale la pena pasarlos arrastrándonos bajo los pies de ningún gobierno. Si se nos ha de condenar, pensamos, que sea por haber buscado la libertad sin descansar: por haber pretendido de la vida únicamente lo justo y bello, persiguiéndolo lo mejor posible de acuerdo con el alcance de nuestro conocimiento. ¿Qué vida futura podríamos haber logrado para nosotros, de haber seguido viviendo la presente para otros? ¿Existe acaso una esclavitud más deshonrosa que la voluntaria? ¿Se puede llegar a algo sin desatar antes el espíritu y liberarlo; sin hacer cuanto sea necesario por desencadenarlo?

El espíritu es libre por naturaleza, no esclavo: solo le sale bien lo que hace por sí mismo y a gusto, Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Complementos, I, 7.

 

 


Texto © Anderson Benavides
Fotografía © Imagen de frimufilms en Freepik


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