Desasosiegos

Habes, habeberis (tanto tienes, tanto vales).

Estoy convencido de que, si un pavo real pudiera hablar, se alabaría de ser más rico que cualquier otro animal, y afirmaría que las riquezas residen en la cola. En lo escaso, en lo que apenas un par de sus semejantes posean, se encuentra todo lo que excita la fantasía del hombre al crear la imagen de la riqueza. Lo que busca y ansía cada cual, ya en la simple conversación y mucho más en lo referente a su capital, es estar por encima y en un camino diferente al de los demás. Por eso la riqueza se parece tanto al agua del mar, puesto que entre más se bebe de ella más sediento se está, y por eso mismo:

“Ningún límite de la riqueza está marcado para los hombres; pues quienes de nosotros tienen una vida próspera, / se afanan doblemente: ¿quién podría saciar a todos?”
Solón, Elegía a las musas, 71 – 73

Sea como sea, el hecho es que todo hombre nace con una inclinación muy violenta hacia la dominación, los placeres y la riqueza y, con gusto, hacia la pereza; en consecuencia, cada cual quisiera tener el dinero, las propiedades y las comodidades ajenas, ser su único dueño, supeditarlas a todos sus caprichos, y no hacer nada ni para conservarlas ni para obtenerlas. La fortuna, la riqueza, o como se le quiera llamar, es un invento del ser pensante; invento sin el cual no sentiría ninguna necesidad de trabajar. No hay un solo bien que valga tanto por lo que es como por lo que los hombres hacemos de él, a tal extremo que lo mismo que podría hacernos ricos en uno o dos puntos del hemisferio alcanzaría para que se nos contara como pordioseros en el resto del universo. En general, toda pertenencia tiene tanto valor como lo que se considere justo dar a cambio de ella, lo cual quiere decir que la humanidad mide hoy -y medirá siempre- la riqueza como cuando cambiaba vacas por caballos y ovejas. Nuestro rico de hoy es, en efecto, el mismo comerciante árabe de otros tiempos, sólo que envuelto en trajes y conceptos americanos, chinos o europeos; es un hombre que paga con sus monedas por lo que no tiene, venga de donde venga, así no lo necesite con urgencia; alguien que está en la corriente del río, y sabe que no tiene sino que dejarse llevar, pero que también entiende que si lo valioso está más arriba tendrá que subirlo a buscar; un hombre que sabe muy bien que los tontos no entienden el significado de lo valioso, aun teniéndolo en sus manos, hasta que se lo arrebata alguien que sí entiende de negocios.

Son muchas las personas que acusan de injusta a la fortuna, como si fuese una mujer que escoge a quién prestarle o negarle su ayuda, pese a que ella está ahí siempre a la espera, durante épocas enteras, ansiando abrirle sus puertas a quien así lo merezca y lo quiera. Es el deseo de gozar de sus beneficios lo que hace al cobarde atrevido, al indolente trabajador y al derrochador ahorrativo o, mejor dicho, es ella la que nos proporciona el remedio de males infinitos, que hemos arrastrado durante siglos, pero somos nosotros quienes día tras día la convertimos en uno de nuestros venenos más nocivos.

“Ofrece tu mano, cuando la fortuna te llame”
Proverbio griego.

De todas maneras, no dejo de pensar que hay que tener una extraña aversión a la pobreza para asegurar que las piedras están hechas para representar riquezas, y que el oro, ese desagradable mazacote de rocas, barro y carbón, ese monumento a la esclavitud de tantos pueblos, sea considerado como algo de gran valor, y que por causa suya un prodigioso número de hombres haya salido de su rincón en el mundo para robar y asesinar en el otro. No hay cosa más grotesca que causar la muerte de una innumerable multitud de hombres para sacar un poco de oro de las entrañas de la tierra, para extraer una piedra en sí totalmente inútil y fea que, si es una riqueza, no es más sino porque a alguien se le ocurrió escogerla por signo de ella. ¿A qué vileza no ha arrastrado al hombre la maldecida sed de esa piedra? Tan sólo los españoles ahorcaron y torturaron a más de doce millones de nativos de América, para arrebatarles ese lodo amarillo endurecido que sólo sirvió para despoblar España y empobrecerla, porque le hizo desatender las verdaderas cosas que alimentan cuando se siembran.

“Y no solamente se exigía a la rica tierra las cosechas / y el alimento debido, sino que se llegó a las entrañas / de la tierra, y se excavaron las riquezas, acicate para el mal, / las que ella había escondido y acercado a las sombras estigias; / y ya había aparecido el hierro nocivo y el oro más nocivo / que el hierro: apareció la guerra, que lucha con uno y otro, / y blande las armas tintineantes con mano sangrienta.”
Ovidio, Metamorfosis, I, 137.

¿Que el oro es un bien escaso? Bueno, algún día debió serlo, porque hoy se encuentra en todos lados, de suerte que encontrarlo ahora en el mundo es algo casi tan común como encontrar gente mendigando. Y si antes fue un mineral raro, seguro lo fue en lugares bien determinados, pues cuenta Heródoto que en Etiopía los prisioneros eran atados con cadenas de oro, debido a la escasez de cobre; añade Plutarco que Creso hizo fabricar una imagen de oro de su panadera, cuyo pan apenas había probado; y afirma Plinio que a Lolia Paulina, esposa del cruel Calígula, la vio “cubierta de oro, perlas y esmeraldas que refulgían entrelazadas por toda su cabeza, en los cabellos, en las orejas, en el cuello y también en sus dedos”.

“The prince had, by frequent lectures, been taught the use and nature of money; but the ladies could not for a long time comprehend what the merchants did with small pieces of gold and silver, or why things of so little use should be received as equivalent to the necessaries of life”
Samuel Johnson, Rasselas, XVI.

Después del sentido común, y después de la sensatez del espíritu, lo más raro en el mundo son el Bitcoin y los buenos amigos. Por eso mismo, yo preferiría tener un solo Bitcoin a todos los amigos de Alejandro o todo el oro de Darío. Considero que a los jóvenes no se les ha de decir que la riqueza reside en la escasez de un trozo de cieno, sino más bien en los números, la ciencia y el conocimiento, y que en lugar de cavar con su codicia hasta los confines del infierno deberían hacerlo hasta las profundidades de su cerebro; que dejen que el color de la piel de los viejos se torne tan amarillo como el oro al que siempre están adheridos; que se pongan de una vez por todas al abrigo de la rapacidad de las grandes potencias, que tienen un afán inconcebible por los guijarros y por el fango de nuestra tierra; y que no admiren a ese dios que a tantos hombres les ha hecho perder la razón, y al que incluso el peor de ellos puede llegar sin mucho esfuerzo y sudor.

“Amante del oro toda la estirpe bárbara lo es”
Sófocles, Fr. 587. Tereo.


Texto © Anderson Benavides Prado
Foto de Pepi Stojanovski


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