Desasosiegos

Apocalipsis de un amor romántico

Apocalipsis de un amor romántico

No recuerdo bien, tal vez fue hace dos o tres veranos. Lo elegí entre una pila de libros, de esos que se colocan en las librerías a la altura de las manos, en una mesa amplia de comedor, como si fuera un buffet, un sírvase usted mismo. ¿Me sedujo la portada? Una gran mancha roja como una salpicadura, expandida sobre un fondo blanco, como si fuera un huevo escalfado, y cayendo dos lágrimas en rosa palo. ¿Lo elegí por el título ? Tan estrambótico hoy como un sombrero de copa en un funeral : “Apocalipsis de un amor romántico”. Necesariamente fue por una de esas dos cosas, tal vez por las dos. Seguro que no fue por el nombre del autor, desconocido totalmente para mi, lector impenitente y tragadera de todo lo que contenga una palabra detrás de otra, incluyendo el Boletín Oficial del Estado. El autor era Bernard Erdvenhower, un nombre difícil de pronunciar y escribir. Definitivamente, no estaba en las listas de bestseller, ni había sido agraciado por el marketing de las editoriales de pedigrí, tampoco por las de gran consumo, ambas capaces de sacar al mercado verdaderos bodrios literarios con tal de que su autor sea algún famosillo, reclamo de revistas del corazón, presentador de TV, periodista o tertuliano mediático, ladrón de banco engominado, político en la reserva o retirado, o miembro de la beautiful people, que para todos hay parné. ¡Business is business!, esa expresión urbi et orbi que funciona world wide, culto amigo. Porque eso que se proclama como “Cultura”, con mayúsculas y de forma rimbombante -cultura de la humanidad, herencia y legado cultural de generaciones, cultura popular, etc. – está dirigido en gran parte por, o sea, en manos de la comercialización más rampante.

Pero a lo que iba, acabé comprando “Apocalipsis de un amor romántico” por impulso, esperando me despertara con igual ímpetu del letargo algo tedioso de las vacaciones familiares. Así que, fiel a mi costumbre, incorporé al equipaje playero cuatro o cinco libros a cuál más intrascendente, aunque éste, que también resultó serlo, me revolvió en algo el pensamiento perezoso del estío hacia cuestiones más profundas, a reflexionar sobre aspectos de esta vida de urgencias que nos hemos preparado, o que nos han organizado, no sé muy bien.

Es esta una novela que narra de forma ordenada en el tiempo una historia más o menos corriente para un lector de páginas de sucesos, que bien pudo tener lugar ayer, o incluso hoy, en cualquier ciudad del occidente civilizado. Advierto para quien quiera localizarla que no es un texto de altos vuelos, ni creo vaya a tener una gran repercusión literaria. Admito que es un relato hilvanado con oficio, bien llevado argumentalmente. Seguro que cualquiera de nosotros ha tenido la oportunidad de leer noticias más apocalípticas en la prensa diaria o las ha visto en los “remakes” televisivos. Intentaré resumir su trama.

Thomas y Jenny eran amigos desde niños, siempre acababan emparejados en los juegos de calle de la infancia, y así continuaron en la adolescencia. Desde el principio se habían reconocido el uno en el otro como si de su propio espejo se tratara. Tal vez Thomas había tenido experiencias y aventuras sexuales ajenas, por aquello de que socialmente era admitido que el varón ostentara conquistas y habilidades eróticas como marchamo de masculinidad. Jenny, sin embargo, se mantenía en los confines de rigor que su propio género le indicaba. Eran otros tiempos y costumbres diferentes a las de hoy, aunque todavía pugnen en conflicto en muchas mentes.

Desde entonces, Jenny y Thomas iban siempre juntos y de la mano a cualquier lado. Era difícil tropezarse con ellos por separado, por mucho que entremedias cursara el rio que atravesaba de punta a punta la ciudad. Eran un tándem envidiable y lozano, ramas frondosas que formaban parte del mismo árbol. Thomas, con más edad que Jenny, parecía llevar la iniciativa y la voz cantante en la relación, aunque sólo fuera por su diferencia en años, o tal vez por gozar de una más favorable posición social y una mayor formación. Con todo, cualquiera que hubiera conocido su historia de amor romántico habría coincidido en señalarlos como una pareja ejemplar, unidos por un lazo afectivo sin fecha de caducidad.

Finalmente, se casaron en olor de multitudes, en la confianza -de su parte y, por supuesto, de la de todos los invitados a la ceremonia-, de permanecer fieles a su contrato matrimonial de por vida. Y pese a que los primeros años transcurrieron felices, los diferentes desempeños laborales y los viajes y salidas de Thomas hicieron que, poco a poco, la distancia mediante entre las sensibilidades de ambos cónyuges fuera haciéndose manifiesta, en tanto que la ausencia de descendientes -nada más que una excusa por parte de él- y las oportunidades licenciosas fueron cribando la trabazón de la pareja.

Hasta que la aparición conocida y confesa de un descendiente extra-matrimonial de Thomas dio con una ruptura abrupta del ideal de amor romántico difundido. El compromiso de parentesco de éste hacia un hijo deseado y las presiones de la nueva pareja acabaron por zanjar una relación de lealtad y confianza mutua. No obstante, a despecho de la ruptura y de la separación oficial, Thomas siguió manteniendo el mismo derecho de pernada sobre ella y, por supuesto, el mismo grado de dominio e influencia sobre su intimidad, como si la nueva realidad no hubiera cambiado nada. Pero… ¿podía asumir Jenny de otra manera su soledad repentina, desguarnecida y sin apoyos, enfrentada al derrumbe de las columnas sentimentales de toda su vida ?

Con el tiempo, pues no hay mal que cien años dure, acabó refugiándose en los brazos de un amigo de confidencias de ambos, a quien Thomas dio curso como calmante perentorio de las dolencias de corazón de Jenny. Porque él, a su manera, seguía queriéndola. ¿O era el sentimiento de posesión que se experimenta hacia algo que se interioriza como comprado? Y, por eso mismo, no podía estar en sus pensamientos que su amigo acabara siendo el paño de lágrimas y enamorado amante. Gracias a él, Jenny fue abriéndose a un mundo ignorado hasta entonces, algo que su mirada encandilada y seducida (cosificada) no le había dejado ver. Y así se acercó con emoción y curiosidad a nuevas inquietudes, se reconoció a sí misma en un trato de igual a igual, descubrió un horizonte por abrir en los libros, en el arte y en la cultura.

Thomas acabó conociendo los pormenores de la nueva situación, en su visión la manifiesta traición de su amigo y la reconocida infidelidad de Jenny. No podía admitirlo, porque ella seguía siendo oficialmente su mujer, parte de su hacienda. Pensaba que tenía título de propiedad de por vida sobre ella; se sentía como un pygmalión traicionado. Y una rabia incontenible, un fulgor que le fue quemando la sangre día tras día y noche tras noche, sin dejarle dormir, se fue adueñando de él sin darle tregua ni descanso. No podía permitir tal disfrute y usufructo sobre su posesión, ni semejante perfidia y deslealtad de ambos.

Tras varias discusiones y desencuentros, cuadros de forcejeo e insultos, narrados en la novela con profusión de detalles y palabras gruesas que prefiero obviar, Thomas insistía en reclamar sus derechos de pertenencia y custodia sobre Jenny, que ya no otorgaba justificación ni dispensa a sus argumentos. Lo que todavía exasperaba más el juicio alienado de éste, aturdiendo más su enajenada sesera. En uno de los lances sucedió lo inevitable tras la espiral de violencia desatada en cada visita: un malhadado golpe terminó con la vida de Jenny, una más en la lista de muertes por violencia de género de ese año.

Es posible que para algunos sea un déjà vu, una historia conocida, sin más recorrido que el literario. Pero para mi sigue siendo una muestra más de la supervivencia de comportamientos atávicos que se resisten al cambio. Tal vez porque las metamorfosis del alma profunda requieren más tiempo que la supuesta unanimidad de la opinión pública. Tal vez porque la lucha por la identidad igualitaria de la mujer molesta a algunos, celosos de su jurisdicción y prerrogativas anteriores. ¿Pueden explicar en algo esas actitudes no superadas el ascenso de la violencia de género ?

Ciertamente, al lado de la intolerancia, los ideales del “amor romántico” se han ido resquebrajando en las últimas décadas. Las relaciones interpersonales tienen mucho de virtual y fugaz, dependen a veces de unos clics, apenas aguantan una merma en los likes. Y unas fotos comprometidas rondan el desaire o se estrellan en un muro de cruce de palabras. Las implicaciones y urgencias sugeridas por las tecnologías de la comunicación forman parte indisoluble de la fase actual del capitalismo, o son una consecuencia más del mismo.

Los cromosomas del consumo y de la propiedad, aprendidos desde la más tierna infancia, se han instalado con las mismas servidumbres y apremio en las relaciones sexuales. Las encuestas revelan que en las dos últimas décadas la primera experiencia sexual consumada se ha adelantado de tres a cuatro años, tanto en los chicos como en las chicas, y un retraso en la primera experiencia suele ocasionar no pocas alteraciones en la autoestima. Hoy por tanto, en la mayoría de los casos, unos y otros llegan al matrimonio con elevadas destrezas y entrenamiento en las prácticas amatorias. El sexo es un artículo de consumo más, favorecido por las enormes posibilidades de relación que la multitud de páginas de contactos procuran. Las redes sociales han propiciado los encuentros episódicos, las conexiones fugaces, las citas a ciegas. El sexo se oferta a modo de un gigantesco supermercado en red, facilitado por encuentros casuales sin mayor apremio o compromiso. El sexo se exhibe como un producto de consumo: con abundante literatura de autoayuda, maquillado con frases liberadoras, con retoques y filtros premium, a veces tras la máscara de avatares construidos. Hay poco sitio para el romanticismo en esta aduana sin formalidades de entrada o salida, incluso podría decirse que está demodé reclamar algo de autenticidad a las emociones. En este teatro de la vida todos los juegos de la mentira están permitidos, y así nos parece que las relaciones personales tienen a la vista un horizonte turbulento.

Nada es ajeno al neoliberalismo invasor, al “sálvese quien pueda” de nuestro siglo. Los gestos y los ademanes están más de acuerdo con posiciones individualistas, egoístas, generalizadas en los comportamientos sociales que observamos a diario. Y es un síntoma del recelo que apreciamos en cualquier tipo de relación interpersonal por nimia que sea – laboral, episódica o comprometida-, a poco que pensemos que se están rozando nuestros intereses particulares, o nuestros supuestos -y siempre preferentes- derechos.

 


Texto © Pedro Díaz Cepero
Foto de Nathan Dumlao en Unsplash


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