6
Al día siguiente, Nadra aparcó el automóvil frente a la entrada de la Mendubía, se apeó y se dirigió al consulado. Vestía esta vez un elegante traje de chaqueta gris, el pelo recogido en espiral y llevaba unas gafas de cristal coloreado. Su silueta grácil no dejaba indiferentes a los empleados que se paraban para expresarle su admiración. Se sorprendió al encontrar a la nueva secretaria en su despacho. Esta vez su actitud ni era hostil ni desconfiada. Sus ojos azules reflejaban más bien un gran cansancio y su tez estaba tan pálida como el yeso.
—Le ruego disculpe esta intrusión, señorita Zerhuni —dijo la nazi, estrechando cortésmente la mano de la joven—. Quería informarle que, debido a un acontecimiento de fuerza mayor, el viaje al Rif ha sido aplazado hasta una nueva fecha.
—¿Por medidas de seguridad en la zona? —preguntó la espía, con una ligera mueca de extrañeza en los labios, aunque adivinaba la verdadera causa.
—No. Ha habido un atraco a mano armada en casa de dos de nuestros oficiales que fueron asesinados durante el robo.
—¡Cuánto lo siento! —mintió la espía, fingiendo sentir compasión—. ¿Detuvieron a los ladrones?
—No, pero la mejaznía rural, alertada por los criados muy temprano esta mañana, está investigando la pista de una banda de ladrones que vienen aterrorizando las aldeas desde que estalló la guerra. El señor vicecónsul y la policía urbana se han desplazado ya al bosque diplomático donde ocurrieron los hechos. Bueno, la dejo que continúe con la traducción. ¿Le queda aún mucho?
—Termino precisamente esta tarde. Solo me queda ahora revisar y corregir.
—Muy bien. Entonces cuando acabe, entrégueme el trabajo y pase al servicio de contabilidad para cobrar sus honorarios.
Eran casi las 14:00 cuando la espía abandonó el consulado. Se dirigió al coche, sacó del maletero la bolsa que tenía que entregar a Weisman y caminó en dirección al Zoco Chico. Antes de entrar por el mítico portal arqueado, vio aparecer por la calle a su derecha a dos coches, el Cadillac 62, de Sophía Merkel, la rusa al servicio de Hitler, la mujer de la cara abrupta y angulosa, encargada del proyecto Orfan, y el Mercedes 770, de Hans Müller, “el cirujano del hacha”, el verdugo de la cicatriz en la barbilla, el cerebro de la operación Galút. Sabía que volvían de la playa, donde solían almorzar, para seguir trabajando en el consulado hasta las 17:00. Se detuvo un momento y siguió con la mirada el trayecto de los vehículos hasta que aparcaron a pocos metros de su propio coche. Reanudó su camino y bajó por la calle Siaghín. El ambiente era agitado, como de costumbre: las mesas de las terrazas llenas, voces en múltiples idiomas y vendedores ambulantes con sus habituales ofertas. Faltaba poco para llegar a la tienda de antigüedades cuando Nadra tuvo una súbita corazonada. Intuyó que la seguían a una distancia prudente porque, después de transitar por dos calles opuestas, dar algunas vueltas sin rumbo, tomar una Schweppes tónica en la Esmeralda y otro en el Club Vincent, se dio cuenta, mirando siempre a hurtadillas, de que las dos siluetas le estaban pisando los talones. Se detuvo finalmente ante un escaparate para observarlos de cerca en el reflejo. Se habían inmovilizado al otro lado de la acera, fingiendo discutir. Ambos vestían ropa indígena usada. Uno era corpulento, de aspecto desagradable y resentido, el rostro arrugado como una pasa, la barba tupida. El otro, muy delgado, de cabeza enorme, cejijunto y ojeroso. Parecía una escoba invertida. Tenían las manos hundidas en los bolsillos de sus zaragüelles, listos a blandir un arma. ¿Quién los había contratado para seguirla? ¿Y qué sabían sobre ella? ¿La vinculaban con los nazis que acababa de ejecutar? De una cosa estaba segura: planeaban liquidarla.
Cruzó la calle sin volverse y entró en una tienda de ropa. Compró una tela larga rectangular de color blanco y rojo, un grueso cinturón de lana trenzada y una manta que se lleva sobre la espalda para cubrir la cabeza y la boca. Pagó a la dependienta y le pidió dónde podía cambiarse. Esta le indicó el baño, atónita, las cejas enarcadas.
—Es para poner los cuernos a mi marido —le murmuró la espía, guiñándole un ojo para distender su estupefacción.
En un viejo gramófono sonaba la voz inconfundible del divino Mohammed Abdelwahab, el inventor del tango oriental, entonando algunas de sus canciones más incendiarias: “Sahirtou”; “Eh enkatebli”.
Me quedo despierto por las noches / Tu amor es mi supervivencia
Tu ausencia es mi muerte / Un corazón sin amor es un cuerpo sin alma.
Oh, amor; oh, amor… ¿Por qué me torturas con tu abandono?
Poco después, la joven salió de la tienda disfrazada de mujer bereber, vendedora callejera de hortalizas, la barbilla y la frente tatuadas superficialmente al estilo de la sacerdotisa egipcia Amunet. En la cesta de mimbre para hortalizas llevaba la máquina antirradar y los documentos confidenciales robados a S3 y G2. Pasó cerca de sus perseguidores sin despertar ni la mínima sospecha. Aquellos espías de pacotilla eran de los que no daban pie con bola.
El viejo anticuario tampoco la reconoció. Al principio pensó que era una vendedora ambulante. Luego se llevó la sorpresa más grande y más feliz de toda su vida cuando ella le dio la contraseña consabida, pasando luego a la celosía, donde se quitó el disfraz y le reveló el contenido de la cesta de mimbre. Le rogó que se quedara con el disfraz y salió, dirigiéndose a su hotel para comer y cambiarse.
Una hora después estaba ya en su coche, acechando discretamente los vehículos delos nazis. Estos llegaron a las 17:15 y se metieron en el Cadillac 62. Conducía ella. La espía arrancó y los siguió procurando no despertar sospechas. Salieron del Zoco Grande, en dirección al barrio San Francisco, tomaron la calle del Consulado Español, girando a la izquierda y no pararon hasta llegar al orfanato Ibn Al Mundir, donde entraron y quedaron más de media hora. Al salir, desanduvieron el camino para enfilar la zigzagueante carretera que lleva a la Montaña Vieja. El sol empezaba a ponerse templadamente. La espía tuvo un presentimiento que pronto se reveló ser exacto. Los nazis se dirigían al Mirador Perdicaris, una suntuosa vivienda conocida, además del nombre de su constructor, como Plaza de los ruiseñores. En efecto, y casi una hora más tarde, apareció una villa pintada de blanco. Se alzaba casi invisible entre los tupidos árboles donde el cerro se elevaba abruptamente y terminaba en un barranco con una pendiente apretujada de árboles que desembocaba al mar. El chalet tenía muchas hileras de ventanas, con persianas de madera pintadas de azul, resaltaban vivamente. Nadra se preguntó si los nazis vivían allí. Había razones para creerlo. Antes de llegar al chalet, a unos quinientos metros al sur, se extendía un improvisado estacionamiento en torno a un café-restaurante, una vivienda vetusta de madera prefabricada. Había razones para creerlo. Aparcaron y apagaron el motor, ella haciéndolo a varios metros de distancia. La noche y el silencio empezaban a instalarse de forma espectacular. Se podía oír el rumor del mar, los pájaros y la música que emanaba del bar. En el estacionamiento había cinco coches en total. La espía esperó algunos minutos antes de seguir a la pareja al restaurante. Examinó con discreción la estancia. Había, además, dos parejas sentadas a sus mesas. Una de jóvenes enamorados, tomando unos bocadillos con Coca-Cola en una esquina y la otra, visiblemente un matrimonio, cenando pescado variado con ensalada y agua mineral. Los nazis pidieron café. Ella, un zumo de naranja. Los observó discretamente. Hans Müller estaba de espaldas; Sophía Merkel, enfrente. En un momento dado, quizás en una fracción de segundos que a la espía parecieron durar varias horas, las miradas de ambas mujeres se cruzaron. Los ojos de la nazi tenían un brillo asesino. Encerraban una combustión de odio implacable. Seguía mirando fijamente con unas pupilas dilatadas de rabia. Entonces un pavor desmesurado se apoderó de la joven, aturdiéndola. Sintió como si una aguja de hielo atravesara su pecho: conocían su misión de espía y fingieron no saber que los perseguía. Le habían tendido simplemente una trampa y ella acababa de picar el anzuelo. Sabía que no se trataba de ningún tiquismiquis ni de triquiñuelas. Corría un peligro mortal. ¿Qué hacer en una situación como aquella? ¿Huir? ¿Salvar su pellejo? No podía hacerlo. Tenía que descubrir qué se traían entre manos. Algo siniestro, sin duda alguna. Una ojeada furtiva al reloj le permitió observar que eran las ocho menos veinte. Calculó que ese era un buen momento para actuar. Pidió la cuenta, pagó, cogió el bolso y se dirigió hacia el fondo del local, a los servicios. Oyó de pronto unos pasos tras ella. La S2, la rusa tildada de “inhumana” por matar de inanición a cientos de miles de niños, la mujer de cara abrupta y angulosa, entraba ahora con ella al lavabo. Se sonrieron siniestra y maliciosamente. Nadra entró en una de las cabinas higiénicas, como quien se dispusiera a realizar una función fisiológica, y se encerró. El ruido del agua del grifo cesó de oírse afuera. La espía oyó el taconeo de los zapatos de la rusa acercarse a su puerta, en vez de alejarse. Y, tal como se lo había imaginado, S2 no entró en una de las dos cabinas libres contiguas, sino que se acercó a la suya, conteniendo el aliento. La espía barajó todas las opciones. La rusa llevaría en la mano un arma letal. Desde un cuchillo, hasta una bomba, incluida una pistola. Estaría planeando atacar a bocajarro, creyendo encontrar a la espía sentada en la taza del inodoro. La rusa levantó el pie derecho y, con la suela del zapato, dio un fuerte golpe en la cerradura de la puerta que cedió y se abrió hacia el interior, a la izquierda, provocando un estruendo al chocar contra la pared. Pistola en ristre, la nazi lanzó una obscenidad, quedando atónita, un instante. Nadie en la taza del inodoro. Nadie en la cabina. Nadie detrás de la puerta. Adivinó pronto que la espía estaba de pie, apretujada en el pequeño hueco lateral derecho de la puerta. Orientó rápidamente el arma hacia allí, lista a disparar. Pero Nadra fue más veloz y contundente. Un golpe demoledor y seco con su mano en la muñeca de S2 hizo soltar la pistola, que fue a parar al suelo. Seguidamente, cogió a la rusa por la cabellera y la arrastró dentro de la cabina, con tal violencia que su cabeza chocó contra la taza del inodoro. El golpe la aturdió, echándola al suelo. La joven aprovechó ese momento para acabar con ella. No tenía tiempo para peleas ni violencias. Sacó el cepillo para el cabello. Apretó el botoncito y la hoja de acero apareció aguda y afilada. Levantó a la rusa y la dejó sentada en el retrete, procurando que no cayera. Con su mano experta le clavó entonces el estilete en el cuello, seccionándole la arteria carótida común derecha que lleva la sangre y el oxígeno desde el corazón hacia el cerebro, matándola en el acto.
—Vuestro credo de higiene racial decreta que hay que exterminar a todos los que no merecen vivir —murmuró la espía, mirando con asco al cadáver—, pues bien: ¿nunca os ha ocurrido pensar que podríais estar también incluidos en esa lista?
Procedió a registrar su bolso. Desplegó dos hojas dobladas y lo que leyó le heló la sangre en las venas, dejándola estupefacta. Se trataba de los proyectos Orfan y Galút, a cargo de Sophía Merkel y de Hans Müller, respectivamente. Detallaban el itinerario del embarque, la lista de los pasajeros incluida. La espía sintió un mareo, pero respiró hondo y puso en orden sus pensamientos. Sacó de su bolso la radio de bolsillo que le prestó Adil y apretó el botoncito de emisión, acercando la radio a su rostro.
—¿Oiga? —susurró—. Aquí ZN1. Estoy en el Mirador Perdicaris. Sé lo de Orfan y Galút.
—Bip-bip-bip-bip…
—¿Me oye? Informo sobre el embarque de niños y judíos secuestrados, hoy a las 20:30. Bajando la pendiente oeste del Mirador se llega al pie del acantilado, donde aguarda un yate.
—(…)
—¡Adil! Contesta por favor. Avisa a la policía y al cónsul británico. Diles que hay dos nazis que aguardan la llegada de dos camionetas transportando a esta pobre gente. ¡Que acudan pronto! La vida de muchas almas, incluida la mía, está en peligro de muerte.
—(…)
Desesperada y al borde de estallar en llantos, Nadra manipuló varias veces la radio. La cogió y la acercó a su oído. No se oía nada. Nadie al otro lado de la línea. La guardó finalmente, recogió la pistola de la muerta, los dos bolsos y salió de la cabina, cerrando la puerta, y luego de los servicios, por la parte de atrás, para despistar a G3. Contornó el local y se colocó en un ángulo desde el cual podía observar el estacionamiento, alumbrado por la luz de una farola, sin ser vista. La placeta estaba ahora desierta. El nazi estaba en su coche, sentado ante el volante, fumando y esperando visiblemente la llegada de su colega. Pero pronto empezó a impacientarse al no verla aparecer, e hizo lo que uno haría en estas circunstancias: salió del coche y entró al restaurante, del que salió poco después, el rostro descompuesto por la rabia y el espanto. Miró a su alrededor. El coche de la espía seguía en su sitio, desocupado. “La hija de puta ha puesto pies en polvorosa, tendré que avisar al vicecónsul”, dijo para sus adentros. Regresó a su coche, se sentó ante el volante, dio el encendido y fue a aparcar junto a la villa, en el porche. Se apeó y entró en la vivienda. Los dos guardianes alemanes a su servicio no daban señales de vida. Llamó. Nada. Volvió a salir y entonces vio, presa de terror, la pistola que apuntaba a su pecho.
—Levante las manos —ordenó la espía—. Y no se pase de listo, si quiere seguir vivo.
G3 obedeció, consciente del peligro que corría. Vio al mismo tiempo cómo uno de los guardianes se movía cauteloso detrás de la espía para asestarle un golpe en la cabeza con la culata de su pistola.
—Está bien —espetó el nazi, queriendo mantener desviada su atención—. Le diré lo que me pida.
—No me diga nada. Lo sé todo. Enséñeme solo dónde está el teléfono.
La joven intuyó súbitamente que algo iba mal, pero no tuvo tiempo de reaccionar. El golpe la derribó al suelo, donde cayó inconsciente.
—¡Rápido! —ordenó G3 a su subordinado—. Ayúdame a meterla en mi coche.
La levantaron y subieron al automóvil que empujaron hacia el borde de la pendiente del barranco. No era necesario arrancar el motor. Bastaba con soltar el freno y las ruedas se deslizaron hacia la nada. El mar rugía abajo. Se oía cómo las olas se estrellaban contra las rocas. La zona, en todas direcciones, continuaba desierta. Dieron el empujón final. El coche perdió el equilibrio y zigzagueó, cruzando la pista en diagonal, hacia el abismo, a un centenar de pies debajo de ellos. G3 vio cómo se acababa allí la misión de la espía más sagaz de la historia.
Volvieron al chalet en el momento en que llegaban dos camionetas transportando a los niños y judíos secuestrados. El plan transcurría como bien lo tenía programado el vicecónsul alemán. Sin embargo, antes de que se dieran órdenes para que los secuestrados bajaran y se dirigieran a la pendiente del acantilado, se oyó, en la lejanía, la estridente sirena de un barco. Era una fragata inglesa que llegaba de súbito para inmovilizar al yate atracado a pie del acantilado y arrestar a su tripulación. Al mismo tiempo, un helicóptero planeó de repente sobre el parque Perdicaris, iluminando la zona con unos enormes proyectores y, tras algunas maniobras, de incómodos rebotes, rodó por el terreno de la explanada y se detuvo. Se abrió una puerta y tres hombres saltaron al suelo. El cónsul británico, Adil y el gobernador de la ciudad. Tronaban al mismo tiempo los rugidos de las sirenas de cinco motoristas y tres coches de la policía española e indígena, que llegaban para detener a los conductores de las camionetas. Se oyeron portazos de coches y ruidos de pasos. El gobernador dio estrictas y perentorias instrucciones, destacando la siguiente:
—Hay un coche atrapado entre dos árboles allí abajo, con una mujer dentro. ¡Vayan a socorrerla!
Adil y tres mejaznías bajaron por la pendiente a sacar del coche a la espía. Aquellos árboles le habían salvado en efecto la vida: cuando rodó el coche cuesta abajo, el parachoques topó violentamente contra una gran piedra, haciendo que el vehículo se desviara y chocara lateralmente contra los robles que lo estancaron, evitando su caída libre. La joven abrió en ese momento los ojos, volviendo en sí, y vio al joven contraespía que le estaba frotando las sienes para que se espabilara.
—Intenté varias veces contactar contigo. ¿Qué le pasó a tu radio?
—Yo escuché tu conversación —explicó el joven, ayudándola a incorporarse—, pero tú no pulsaste el botón de admisión para escuchar la mía.
—Ah, claro, ¡pero qué idiota he sido! —reconoció ella, saliendo del coche.
—No importa, cariño. Estoy aquí y ya estás a salvo.
Al oír la palabra “cariño”, la mujer le echó los brazos al cuello, levantó la cabeza y le ofreció los húmedos labios; él se inclinó y los aprisionó con loca fuerza. Se besaron en la boca, tiernamente y sin importarles los ojos que los miraban, fascinados por aquel beso de cine.
Cuando subieron y llegaron a la terraza del chalet, encontraron solo a Sir James, el gobernador y los agentes de policía estaban ocupados en arrestar a los criminales nazis y a liberar a los secuestrados. El británico extendió las manos para estrechar calurosamente las de su heroína.
—Pensamos informar a sus majestades los monarcas de sus hazañas —carraspeó, con una sonrisa infantil llena de admiración.
—¿Los monarcas? —inquirió la joven, atónita, tironeando el lóbulo de la oreja.
—Sí. El nuestro y el suyo. Su exitosa misión ha cambiado definitivamente el curso de la guerra, siendo además fundamental en el inicio de la futura operación Antorcha. De común acuerdo con España, hemos decidido cerrar el consulado alemán y expulsar a sus espías. De hecho, acaban justo de informarnos que el vicecónsul alemán, el señor Gayer, se ha suicidado en su despacho, por evitar ser ejecutado por tráfico de menores y deportación de judíos marroquíes. Gracias a ti y a Adil, ahora sí que vamos a recuperar nuestro poderío y nuestra dignidad perdida. Tánger vuelve por fin a ser la ciudad que enamora y embruja, ahora vuelve respirar, sin esos mil ojos ignominiosos y siniestros clavados en ella.
—¡A buen fin no hay mal principio! —exclamó Nadra, citando a Shakespeare, luego preguntó—: ¿Y Hans Müller?
—Intentó escapar por el acantilado, pero fue abatido por varios disparos —explicó el diplomático, luego, cambiando de tema, añadió, guiñando un ojo a la joven—: necesitamos a espías sagaces como usted, como la duquesa rusa Carlota Petrovna o la filántropa inglesa Astrid Berkeley.
La aludida entendió y, sonriente, le devolvió el guiño cómplice, momento que aprovechó él para sacar un sobre doblado del bolsillo de su chaqueta.
—El capitán Hartman me ha instado a que se lo entregara en persona.
—¿Qué es?
—Dos billetes de vuelo abierto con destino a la isla Paradise, para unas vacaciones de lujo, todo pagado y lejos de la guerra.
FIN