Literatura Narrativa Relato

Tánger tiene mil ojos

2

Al día siguiente, Tánger amaneció como si los horrendos hechos del día anterior nunca hubieran sucedido. Brillaba el mismo sol con sus mil matices abigarrados, acariciando las callejuelas de la Medina, animadas por un sinfín de sonidos y aromas, por desfiles de burros transportando mercancías de todo tipo y por las voces emitidas por los minaretes y las mezquitas llamando a la oración. Por las avenidas del centro transitaban, como de costumbre, automóviles de diferentes tipos, la misma agitación en las terrazas de los cafés donde mujeres y hombres, de diferentes confesiones y culturas, vestidos con ropa local o europea, llevando gafas de sol y sombreros flexibles, se acomodaban para desayunar y leer su revista preferida o su libro de aventuras. La única nota discordante que ahora saltaba a la vista de todos era la presencia insólita de las autoridades españolas, soldados y falangistas, la policía secreta alemana y los primeros indicios de empobrecimiento de la ciudad.

En la primera plana de los periódicos no apareció ninguna información sobre el sangriento homicidio de la víspera. La noticia, tanto en el España, en la Depêche Marrocaine, como en el Tangier Gazette, fue relegada en la sección de los hechos de crónica, resumida en una frase: un lamentable ajuste de cuentas entre contrabandistas.

En el Gran Café de París solo se comentaban dos temas, la participación o no de España en la contienda y la dramática situación que vivían los judíos.

—¿Por qué este tremendo odio a los judíos? —inquirió un anciano, estirando el pescuezo para enseñar un artículo de prensa que leía y donde se hablaba de deportación.
—Los nazis creen que descienden de una raza superior, la raza “aria” —explicó una mujer, con acento inglés—, y que esta los destina a dirigir un vasto imperio mundial, el Tercer Reich. Piensan que los judíos constituyen una raza inferior dedicada a crear solo disturbios sociales para realizar su posición de liderazgo en el mundo.
—Pero el antisemitismo es tan viejo como el mundo —insistió el anciano, aprensivamente—. Se dice que son responsables de la muerte de Jesús y de la invención del comunismo.

En la mesa contigua un hombre se volvió y dijo:

—Disculpen la indiscreción, pero tengo otra explicación. Soy Albert Calbrait, profesor de asiriología.
—¡Qué interesante! —lanzó el anciano, el ceño fruncido—. Aclárenos el asunto, por favor, profesor.
—Se les acusa sobre todo de haber copiado textos antiguos de Mesopotamia y Egipto para redactar la Biblia. En concreto, hay semejanzas abrumadoras entre relatos bíblicos redactados durante el Cautiverio de Babilonia y relatos mesopotámicos y egipcios redactados 2000 años antes de ese Cautiverio. Casi todos los grandes acontecimientos bíblicos, incluidos los personajes, pertenecen a esos mitos.
—¡Dios mío! —profirió la inglesa, intrigada—. ¿Nos puede dar algunas referencias, profesor?
—La arqueología y el estudio de mitos antiguos han hecho últimamente grandes descubrimientos sobre el tema. Científicos como Friedrich Delitzsch, Alfred Jeremías y Hugo Winckler niegan la originalidad y la sacralidad de la Biblia y muestran con pruebas irrefutables en sus libros que esta reproduce textualmente los grandes mitos mesopotámicos y el pensamiento religioso egipcio.
—¡Válgame Dios! —farfulló el anciano, al borde de la desesperación—. Este descubrimiento nos precipita y encierra en una verdadera psicosis.
—Para tener una buena salud mental —aconsejó el profesor—, hay que renunciar a la religión y al sexo fuera de la reproducción.
Hubo un silencio sepulcral. Todos miraron al profesor, atónitos, considerando aquella genial e inédita terapia. Del fondo del local, alguien carraspeó con voz solemne y sombría:
—Y ahora este odio antisemita culmina en lo que ellos llaman la “Higiene Racial”, realizada mediante la eutanasia y la eugenesia.
—¿Se refiere a esos horribles experimentos sobre familias judías en los campos de concentración?
—Sí. Se trata del programa de purificación de la raza aria que consiste en el exterminio total de lo que los genetistas nazis definen como “razas inferiores” o “gente indeseable que no merece vivir”, refiriéndose a judíos, negros, discapacitados físicos y mentales, pedófilos, homosexuales, los testigos de Jehová y todos los opositores al III Reich. Al respecto, pueden leer el espeluznante libro escrito por Karl Binding y Alfred Hoche, la siniestra tesis doctoral de Josef Mengele que puso en práctica y el darwinismo social, de Ernst Haeckel.

En la legación norteamericana, sala de reuniones, dos distinguidos hombres comentaban también con gravedad los últimos acontecimientos. Sir James Paddington, el cónsul británico, era alto, rubio y dinámico, no habiendo rebasado los treinta y cinco años. Tenía los ojos color miel. Llevaba un traje gris y camisa blanca, con corbata color rosa. Sus maneras eran elegantes y refinadas. En contraste, su homólogo estadounidense, Robert Hartman, también elegante y distinguido, era en cambio bajo, calvo y corpulento. Frisaba en los sesenta años. Ojos oscuros, piel bronceada, rostro ovalado y cejas gruesas. Vestía una chaqueta marrón y un pantalón blanquecino pulcramente planchado. Su bigote bien recortado y la pipa que acababa de encender le conferían un aspecto de militar más que de administrativo.

—¡Esto es inaguantable! —prorrumpió Sir James, con voz quebrada, retrepándose ultrajado en el sillón—. Gran Bretaña ha venido sufriendo graves reveses de todo tipo perpetrados por los agentes del Eje: sabotajes a nuestras valijas diplomáticas, ataques contra nuestros establecimientos públicos y privados, panfletos nazis por todas partes denigrándonos, y ahora este execrable asesinato de nuestro mejor espía. El cuarto que acabamos de perder. Nosotros no asesinamos a los suyos. Ellos, sí.

Hubo un silencio insoportable. Los dos hombres se miraron y en sus rostros había pesadumbre y gravedad. El americano colocó la pipa en el cenicero y dijo con indignación, el bigote tremulante:

—El fascismo y el nazismo solo dialogan con las armas, Sir James. Esta gente me recuerda la época de las cavernas. Y la situación peligra cada día más. Resumiendo, y como usted sabe, nuestra participación en la guerra es ineluctable e inminente. Alemania ya tiene a sus tropas en Libia para invadir Egipto. Creemos pues que el talón de Aquiles del III Reich está aquí en África del Norte y no en Europa: con desalojar a las fuerzas del Eje y neutralizar a los regímenes de Vichy y de Franco, el Reich se derrumbará como un castillo de naipes.
—Una operación que salvará sin duda al mundo libre del hundimiento, capitán Hartman. He venido precisamente a verle por un asunto de suma importancia.
—¿Está relacionado con nuestras preocupaciones actuales?
—Por supuesto.
—Le escucho, pues. Intuyo que va a ser sumamente excitante.
—Gracias, usted habrá notado, como yo, que el consulado alemán se ha convertido últimamente en un auténtico nido de espías y el nuevo cónsul en el mismísimo Argos Panoptes.
—En efecto. Incluso diría que los últimos en llegar son oficiales de la policía secreta de Hitler.
—Le felicito por su sagacidad, capitán. Se trata, en efecto, de tres hombres de la Gestapo y tres mujeres de las SS. Suponemos que han venido para reclutar a mercenarios con intención de secundar las operaciones militares del Eje por el Magreb, Libia y Egipto. Ayer nuestro malogrado agente interceptó en el puerto, durante una diversión, una valija diplomática que contenía un potente y sofisticado aparato con doble función: es transmisor de radio y entorpecedor de transmisiones por radar. Pero alguien lo persiguió y se lo arrebató, antes de degollarlo. Esta mañana descubrimos con estupor que nuestros radares ya no funcionan convenientemente, es decir, las transmisiones son puras interferencias.
—¡Cuánto lo siento! ¿Alguna pista sobre el asesino?
—Un testigo ocular nos lo describió como un coloso de rostro amelonado y dientes de conejo.
—Supongo que tienen a otros agentes para reemplazarlo.
—Esta vez tenemos a una mujer y quiero citarla aquí para darle instrucciones, si usted me lo autoriza. Como sabe, hay mil ojos de espías invisibles clavados en nuestro consulado y en nuestra comunidad y no quiero correr más riesgos.
—Por supuesto que puede ver a esta persona aquí. Está en su casa. ¿Ha dicho una dama?
—Sí. No me mire así, capitán. La ventaja que ofrece en estas circunstancias es que nadie la conoce y con su actuación despertará menos sospechas que un agente masculino. Es una joven tangerina muy leal a la causa de su país. Lleva el patriotismo a flor de piel. Se llama Nadra Zerhuni. Es traductora y profesora de árabe dialectal en Gibraltar. Habla cinco idiomas con fluidez y es, además, Tercer Dan de judo.
—¡Interesante! ¿Y cómo se conocieron?
—Fue un encuentro digno de una película policíaca. De hecho la hemos detenido robando obras de arte, cuadros de gran valor, que vendía, según nos confesó, para ayudar a la resistencia marroquí. Una habilidosa ladrona de guante blanco.
—¡Vaya por Dios! ¡Van a contratar como espía a una ladrona de cuadros que vende para ayudar a su país! Esto suena a una Mata Hari marroquí, ¿no?
—En absoluto. No es una bailarina exótica, ni cortesana, ni estríper, ni trabaja para los alemanes. Es más bien un Rubín Hood en femenino, por robar a los ricos y ayudar a los oprimidos, en este caso los resistentes marroquíes, pero sí podemos llamarla “matahari” puesto que esta palabra significa etimológicamente “ojo del día” o “pupila del alba”, o sea, nadra, en árabe.
—Gracias por esta información —apuntó el americano, atusándose el bigote, luego añadió, pensativo—: ¡qué curioso! Si en árabe es “mirada” o “visión”, esto implica la función escrutadora de los ojos, o sea, la función de espiar. Esta muchacha es una espía por antonomasia. Y ahora dígame, Sir James: ¿Cómo roba esta joven esos lienzos?
—Lo hace de una forma original y es tan hábil y astuta como Arsenio Lupin: localiza primero el cuadro, se las ingenia para obtener una reproducción exacta y con esta sustituye al original que se lleva oculto en un tubo.
—¡Asombroso! Una dama cleptómana, pero de acrisolada honestidad. Esto solo ocurre en el cine. ¿Dice que la arrestaron? Supongo que llegaron a un acuerdo.
—En efecto. Le prometimos archivar el caso, si colaborara.
—Esto suena a chantaje, querido amigo.
—En absoluto. Ella accedió y aceptó de inmediato el acuerdo. Me quedé complacidamente boquiabierto cuando insistió en que Marruecos ganaría mucho estando del lado de los Aliados que del Eje. Estoy convencido de que asumirá su misión como una causa patriótica elevada.
—Comprendo. Una mujer digna de admiración. En suma, usted le ha sacado las castañas del fuego y ahora espera que ella le devuelva el favor. Yo en su lugar archivaría su expediente penal sin vacilar.
—Ya está hecho, capitán Hartman. Ella no lo sabe, por el momento.
—¿Y cuándo llega aquí?
—Voy a avisarla ahora mismo. Está hospedada en el hotel Continental. Le diré que acuda disfrazada de criada mora, para esquivar esos malvados mil ojos de Argos que nos quieren fulminar.
—Vale. Mientras tanto, voy a decirle a la sirvienta que prepare el desayuno y algunas bebidas.

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