Literatura Narrativa Relato

Tánger tiene mil ojos

Tánger, por Tarja Ayam Zaman

El que a hierro mata, a hierro muere.
(San Mateo)

SINOPSIS
Cuando Franco ocupa Tánger y la anexa al Protectorado, los nazis, planeando completar sus últimas conquistas, aprovechan la situación y transforman la ciudad en la sede de sus siniestras operaciones de sabotaje, secuestro de niños para su germanización, asesinatos selectivos, deportación de judíos, etc. Una hermosa y carismática espía marroquí decide enfrentarse a ellos, pero, ¿logrará abortar sus planes? Y, ¿a qué precio?

NOTA

El tema de espionaje antinazi solo sirve aquí de McGuffin y es pronto eclipsado por el suspense que arranca con la actuación de la espía tangerina para ser llevado hasta sus últimas consecuencias: contrariamente al relato de enigma o misterio, aquí el lector sabe desde el inicio lo sucedido, pero ignora por completo cómo evolucionarán los acontecimientos. Esto instala una serie de sobresaltos y emociones en su mente que llegan, después de unas delirantes persecuciones, a alcanzar el clímax cuando acaba el relato. El humor en este tipo de narración es negro, crudo, seco y sarcástico. Pero el erotismo, la gastronomía, la cultura, la costura y algunas escenas anodinas tienden a bajar la adrenalina y a suavizar la atmósfera. Hay verosimilitud, pero no realismo, puesto que se trata de una ficción cuyo objetivo primordial es deslumbrar al lector con todas estas estrategias narrativas para que se divierta, jugando al detective. Y si este milagro ocurre, será el mejor logro para el autor.

1

Tánger, una tarde de primavera de 1941. El majestuoso palacio de la Mendubía, antaño sede de la legación alemana, fue desocupado y devuelto a Alemania que lo transformó repentinamente en su Consulado General, una tapadera para ocultar un centro de espionaje y de propaganda política nazi, un verdadero avispero de espías de los más siniestros de toda la historia de Europa.

Todo había empezado el verano anterior cuando el General Franco, aprovechando la ocupación alemana de Francia, invadió Tánger, suprimió de un plumazo su estatuto internacional e incorporó la ciudad al protectorado ya establecido. Las nuevas autoridades españolas desmantelaron y abolieron los órganos de la administración anterior, despidiendo a todos los funcionarios extranjeros que sustituyeron. En cuanto a la administración indígena, el Mendub fue suplantado por un Pachá y la gendarmería reemplazada por una mehala jalifiana urbana y una mejaznía rural. Tánger perdió en un abrir y cerrar de ojos su esplendor y glamour anteriores y adquirió el ambiente típico de cualquier otra ciudad española, con sus bares, sus fiestas religiosas, sus prostíbulos, su flamenco y sus toros, sin olvidar los desfiles de las juventudes falangistas, los carnavales, teatros, carreras de caballos y las ferias.

Los planes del nuevo cónsul general alemán eran un secreto de polichinela. Consistían en fomentar desde el principio reacciones antialiadas entre la población, convencer, en concreto, a los líderes nacionalistas a promover e impulsar actividades antifrancesas y antibritánicas, a cambio, sin demora ni demagogia, de la pronta independencia del país. Urgía instalar radares y emisoras de radio y escucha en numerosas viviendas –a guisa de mil ojos de Hitler clavados en Tánger– para detectar y sabotear las actividades de los aliados y controlar los movimientos de los barcos. Para lograr aquellos planes de espionaje, el cónsul tenía a su servicio, respaldado por la Gestapo (la policía secreta cuya crueldad y terror traspasaban el umbral de toda deshumanización), a todos los vicecónsules, a la prensa del Eje, censurando los periódicos de los Aliados y sobornando a los directores de los hoteles y de las compañías y empresas alemanas y extranjeras que operaban en Marruecos, y a muchos musulmanes a los que proporcionaban dinero, bienes y hasta armas. Incluso pagaban a funcionarios españoles, incluidos los de Ceuta y Melilla, para que les proporcionaran cualquier información que pudiera perjudicar al enemigo. En cuanto a los ingresos fiscales, la inmensa cantidad de dinero recaudado de los impuestos, que en teoría debía destinarse a obras sociales, se reservó a la compra de propiedades suntuosas por los jefes españoles y alemanes.

Aquella tarde la inauguración del Consulado General fue llevada a cabo con gran solemnidad y calurosa festividad, en la cual las autoridades españolas insistieron en agradecer con entusiasmo el apoyo y la ayuda de Hitler en la guerra civil. El incidente tomó proporciones de una fiesta nacional donde, además de los ambientes marroquí y español, empezaba a surgir otro, inhabitual, siniestro, antisemita y racista, el germanófilo. Multitudes de gentes de diferentes nacionalidades y estratos sociales se acercaron a presenciar el evento y se quedaron estupefactas al observar el aterrador saludo nazi de un batallón de soldados marroquíes, al mando de Franco, mientras se izaba la bandera alemana con unos gritos rabiosos que parecían brotar de un asilo psiquiátrico: “Heil Hitler”. Muchos estaban visiblemente consternados por aquel surrealista espectáculo. Por su indumentaria y aspecto, se adivinaba que representaban el último esplendor agonizante del Tánger Internacional. Eran empresarios adinerados, escritores famosos y artistas célebres. Por el estupor y la tristeza que se reflejaban en sus rostros, parecían despedirse a desgana, del mejor de los mundos en que vivieron y que, con esa inauguración de mal augurio, acababa de dejar de existir.

Entonces, en medio de aquella apretada muchedumbre, un hombre aulló con furia “Aláhu Akbar”, antes de cortar con su gumía la garganta de otro hombre que estaba de espaldas a él. El grito desvió súbitamente el interés que tenía la gente por la festividad alemana y todos se volvieron para observar, al otro lado de la calle adyacente, cómo la víctima se llevaba las manos a la garganta para detener el chorro de sangre que brotaba con abundancia y chapoteaba a los que lo sostenían. Abrió la boca para decir algo, pero las palabras se le quedaron en la garganta y solo pudo emitir dos sonidos extraños: Orfan… Galut. Sus rodillas se doblaron y cayó boca arriba, los ojos grotesca y aterradoramente desorbitados.

—¡Santo Dios! —gritó una española, haciendo la señal de la cruz—. ¡Lo ha pasado a degüello!
—¡Detened al asesino! —vociferaron varias voces al unísono.
—Llamen a una ambulancia —chillaron otros.

La mayoría de los transeúntes, incluidos el agresor y su víctima, llevaban atuendos locales, chilabas con capuchas o turbantes. Llegaron otros curiosos, con indumentaria europea, y se agruparon con el resto, como moscas a un panal. Hubo apretones y atropellos que aprovechó el asesino para desaparecer en la multitud. Agentes de la policía llegaron pronto, abriendo paso entre la aplastante muchedumbre. Se dieron órdenes y directivas. Uno de los agentes se inclinó sobre el cadáver e introdujo con cuidado una mano en la abertura lateral de la chilaba. Palpó el bolsillo de la camisa y localizó un bulto que retiró cautelosamente. Era una billetera que contenía dinero, un permiso de conducir y el carné de identidad del muerto. Se trataba de un conductor local transportista de mercancías. “Un típico ajuste de cuentas entre moros”, se dijo el agente, mientras devolvía la documentación a su sitio y se ponía en pie. Se acomodó el cinturón del pantalón y, pasándose la pelotita de chicle de un lado a otro de la boca, ajustó la pistola, en señal de autoridad. La ambulancia no tardó en llegar para levantar el cuerpo, depositarlo sobre la camilla y cubrirlo.

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