todo el afuera está dentro de mí.
Carlos Pellicer.
Autor de la revolucionaria novela-río por antonomasia En busca del tiempo perdido, Marcel Proust (París, 1871-1922) apeló a una intuición tan certera como la “linterna mágica” evocada en su obra maestra, y lo consiguió por encima de cuanto hayan podido aprehender sus sentidos a flor de piel. Dada su condición enfermiza que le prohibió frecuentar los salones y ambientes aristocráticos de su época, pudo en cambio penetrar en ese mundo a través de revistas, correspondencia, fotografías y experiencias personales almacenadas en la memoria, bodega y expediente por antonomasia de los recuerdos.
Talento e inteligencia le permitieron describir con mayor exactitud lo que ningún otro hubiera podido hacer incluso viviendo noche y día en los ambientes novelados por el autor de A la recherche du temps perdu. Dotado novelista de los claroscuros, de tiempo completo, Proust representa al escritor nato, con la erudición y el olfato de un lector acucioso y voraz. Esteta capaz de convertir en arte cuanto se propuso, con su obra maestra construyó una de las más sorprendentes odiseas novelísticas modernas, esquema ambicioso pero perfectamente acabado, colosal catedral gótica de un mundo aristocrático francés decadente y en vías de extinción.
Escrita a partir de 1903, En busca del tiempo perdido representa una sorprendente gran pintura moral de los abismos y aberraciones de la sociedad francesa de la época, analizando con exacerbadas precisión y meticulosidad todo aquel complejo de haceres y de cosas —sólo en apariencia insignificantes— que le preocupaban y obsesionaban, con la concreción propia de un investigador y al margen de los convencionalismos de las técnicas narrativas al uso. Novela culminante de una construcción estética —y metafísica— de vida, no tiene principio ni fin, pareciéndonos en ocasiones atemporal e infinita, continuo análisis de fenómenos, hechos y sentimientos del espíritu humano, de la mano de una aguda y sensible inteligencia que profundiza hasta crueldad.
Proust coincidió con Henri Bergson —asistió a un curso suyo donde departió con los poetas Antonio Machado y T. S. Eliot— al asimilar al ejercicio narrativo su tesis a partir de la cual es potencialmente factible desencadenar recuerdos almacenados en la memoria a partir de la repetición de estímulos sensoriales del pasado. El tiempo no resulta ser aquí más que invención convencional del hombre, y lo verdaderamente importante son las experiencias vividas y las imágenes conservadas. Una sensación o serie de sensaciones actúa como motor impulsor de recuerdos; la mente no almacena hechos concretos, sino que éstos se reviven gracias a actos sensibles parcial o completamente idénticos a los acontecidos en el pasado. El novelista parte de una realidad descompuesta y sin tiempo preciso, para entonces crear un bosquejo infinito en el cual cualquiera de nosotros lectores puede proyectarse o verse reflejado. ¿Quién no ha amado alguna vez a una pequeña Odette como Carlos Swann, o deseado enfermizamente a otra Albertina como el Proust novelado?
Proust fue el más fiel de los discípulos de Bergson, aunque no haya precisamente aplicado su filosofía al pie de la letra. La “verdad” del artista emana más bien de la fusión de un pasado vivido con un futuro anhelado, suma de recuerdos y deseos en un potencial presente donde materia y espíritu confluyen en una realidad más aprehensible. El escritor entrecruza remembranzas y deseos, ovillos de la entelequia y de la imaginación, y en ese tejer y destejer, como Penélope ansiosa a la espera de Ulises, el escritor consigue reconstruir el pasado y reinventar todo un universo de situaciones y de personajes donde los sueños igual encuentran próspero acomodo.
Frases musicales de Vinteuil (Saint-Saëns), la rica y profunda prosa de Bergotte (Anatole France), los trazos y coloridos excelsos de Elstir (fusión de varios impresionistas), todo ello coincide En busca del tiempo perdido, narración en la cual todos los sentidos se hacen uno mismo —sinestesia—, el aguzado y exquisito del autor: sensibilidad, vida de impulsos y ajena a cualquier estereotipo que no tenga como función primaria ennoblecer el espíritu.
El pasaje de las “magdalenas” es el más citado por representar la síntesis de una obra tan extensa como compleja; allí se comprueba, por otra parte, la tesis bergsoniana, cuando el recuerdo involuntariamente aflora por evocación de un hecho que a los sentidos se repite. Es la frase musical de Vinteuil, por ejemplo, la incitación necesaria para que el amor por Odette, la hija de los Swann, acuda como torrente de ilusión a la memoria del personaje; ella, ayer glorioso, recorría los mismos caminos de su padre en Combray. El crisantemo, la flor que acostumbraba llevar la señorita de Crécy en la cabeza, de igual manera seduce la memoria del joven enamorado; Botticelli, el pintor renacentista, se convierte en otro instrumento de evocación a la pasión por Odette, gracias a su “Céfora”. El arte sublima al ser amado y a todo cuanto con él tiene que ver; el mismo Proust contribuye a ello. Si es verdad que la necesidad dolorosa por poseerla se hace en ocasiones enfermiza, también lo es que las evocaciones que el arte le proporciona en parte lo tranquilizan y le satisfacen: la imaginación sustituye al deseo.
Proust convierte en literatura pura toda una teoría filosófica; una filosofía, la de Bergson, hecha obra de arte por Proust. Sus sensaciones se metamorfosean en recuerdos (Bergson), y los recuerdos, en un oficio estético, se novelan. ¡Ya decía Balzac que toda vida es digna de ser novelada! Proust temporiza aquello que parecía atemporal, aquello que era material inacabado de la memoria. Todo acto artístico resulta reivindicador al sublimar lo en apariencia prosaico, y En busca del tiempo perdido es un claro ejemplo de ello. La Odette de la novela, y aun la idealizada por el personaje, es sin duda superior a la Odette física, como lo hace patente el escritor en uno de tantos trazos de introspección del relator: “¡Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!”
Para Bergson, por otra parte, no hay más que una diferencia de intensidad entre la percepción y el recuerdo, que en Proust en cambio es de naturaleza. El objeto evocado resulta otro muy distinto —con las consabidas e intermedias sensaciones— del que nuestra memoria ha erigido, ya que adquiere matices nuevos y superiores; es más corpóreo y está pleno de intenciones y deseos inesperados. Filósofo y novelista coinciden en cambio en que la memoria es ya dominio del espíritu, aportación bergsoniana que en buena parte le valió el Premio Nobel de Literatura al autor de Materia y memoria. Y por supuesto que no se trata de una vida o un tiempo malgastado, sino más bien de cuanto ha quedado atrás y se recupera de manera parcial o robustecida a través de la memoria y de los recuerdos que son su sustancia.
Para Proust el nombre dice mucho más que la cosa evocada, quizá por sus mismas resonancia y visualización: dos sentidos ligados; el nombre es esencia, carga emocional depositada en él, como nos lo hace saber en Nombres de tierras, el nombre (tercera parte de Por los caminos de Swann) donde las evocaciones están ligadas a un ambiente determinado y a una personalidad propia del lugar. ¡El nombre confiere una individualidad a la cosa referida! Este es el aspecto de la obra de Proust que supera, creo, las aseveraciones bergsonianas, las cuales reducen dicho fenómeno a una relación llana entre referente y referencia. El recuerdo, en Proust, intensifica el objeto evocado; cuando la memoria recrea lo amado, dicho objeto del deseo es fortalecido en su esencia gracias a la reinvención —se le añaden atributos que no le corresponden— que de él hace nuestro espíritu.
El conjunto de En busca del tiempo perdido recorre instantes, vidas y sucesos para encontrar un tiempo ido de sensaciones, de deseos y de pasiones que se funden en un presente eterno y a prueba de toda ruptura, y en el que Proust se fusiona con su “alter ego” literario para entregársenos como perpetuidad de un tiempo perdido para la vida pero recuperado para la literatura. La obra de Proust, su vida misma, se justifica en el lenguaje, que a través de siete novelas —que a su vez se dividen en partes— revela un talento y una sensibilidad inusuales, tanto como el mismo mundo en el que nos sitúa; un espacio de imágenes sensoriales que recrean una realidad —verdad por el lenguaje y para el lenguaje— próspera de sustancia y materia. Una gran novela que vierte toda una vida, la cual se explica por su inefable afán de hacerse literaria.
Un todo genial y complejo —el mismo autor lo compara con una aparatosa catedral— que se torna universo, y en el cual la ensoñación es el hilo conductor, cauce que lleva a un plano desconocido en el cual nos perdemos autor, personajes y lectores. En ese mundo sin fronteras del sueño todo adquiere el mismo valor, la misma presencia ante un espíritu abierto a toda clase de placeres indómitos, entrega que el mundo cotidiano y común y corriente tacha de inmoral y sucia, a sabiendas de que los actos de la memoria no se atan a ninguna clase de prejuicio o de inhibición, y menos los del propio individuo, que entonces se encuentra en sopor, en el letargo de un paraíso sin fronteras.
Un acto de libertad individual, el de la ensoñación, llevó al escritor a uno de libertad colectiva, gracias a una obra colosal y poderosa. Un sacrificio —el de su encierro— que reivindica al hombre y al arte, pero que también lo justifica a él, a Marcel Proust.
Texto © Mario Saavedra
Fotografía © Wikimedia Commons
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