Ocurrió una mañana fría de enero, a principios de los años 90. Fue en la calle Núñez de Balboa donde me crucé con una mujer envuelta en telas y con los ojos enfáticamente pintados. Observé con asombro que, en medio de esa llanura verdosa, se asomaban dos ojillos traviesos que observaban el mundo como dos luceros incandescentes. Se sostenía a duras penas sobre unas elevadas plataformas de corcho que convertían su figura en una obra de arte. Al fin y al cabo, eso era ella: arte en sí misma.
Maruja Mallo, Marúnica como a ella le gustaba autodenominarse, fue una de esas estrellas que vienen a este mundo para iluminarlo con su talento inconmensurable y dejarlo plasmado en cada uno de sus cuadros, pero que al final este mundo ingrato la deja relegada poco menos que al olvido.
Maruja irrumpió en Madrid desde su Galicia natal, allá por los años 20, para voltearlo todo. Fue su cometido ser distinta y parecerlo. Se matriculó en la escuela de Bellas Artes de San Fernando y allí perfeccionó una extraña forma de pintar a su manera. No tardó en cautivar a Dalí que, sentado en el pupitre de al lado, se encandiló del talento de la gallega y el exotismo que desprendía a su paso. De la mano de este conoció a Lorca y a Gómez de la Serna y a otros tantos ilustres que en ese momento deambulaban por los cafés y tertulias madrileñas de renombre. Se convirtió sin pretenderlo en una libertaria de la libertad y, aun así, no está en el pódium de las diosas que les corresponde por derecho propio.
Me giré para observar mejor el abrigo de piel sintética con el que cubría su menudo cuerpo y el pelo alborotado y cubierto de virutas de cobre que coronaba su cabeza. En ese momento, yo no sabía que aquella mujer se convertiría en un mito para mí, al igual que Warhol o Bowie. Y al igual que lo fue para muchos otros de su generación y de aquello que luego se llamó la Movida Madrileña.
Desde muy pequeña pintó. Pintó todo lo que se le ponía ante sus ojos, sin saber que esos mismos ojos eran capaces de revelar los misterios de una naturaleza muerta o una arquitectura efímera. Estrenó su extravagancia naciendo en medio de una familia de catorce hermanos y la perfeccionó en Madrid enamorándose de Alberti, quien nunca la mencionó en sus memorias, y de Miguel Hernández quien le escribió un poemario completo bajo el título El rayo que no cesa.
Pero a Maruja, Madrid se le quedó pequeño enseguida. Ella, tan sofisticada y extravagante y a la vez tan popular, puso su entusiasmo en pintar verbenas y campanarios, cloacas y santos, gente de la calle con la que se fue cruzando casi sin querer. En 1931 se fue a París a desplegar aquello que sólo ella sabía y exponerlo en la galería Pierre donde, como no, Picasso, Miró o André Breton se entusiasman con su pintura y hasta le compraron alguna que otra pieza.
Marúnica se paró frente a mí, al ver que yo no paraba de mirarla. Con su cara de pájaro desplumado me miró fijamente a los ojos y me dijo: ¿Sabes quién soy? No, pero me encantaría, le respondí. Yo soy Maruja Mallo, la musa del surrealismo. Y continuó su paso leve, como si no tocara el suelo, desprendiendo en su caminar polvo dorado de estrella. En ese momento, Maruja tenía ya noventa años y a mí me pareció tan única como una super estrella del Pop.
Se fue para no ver los horrores de la guerra y aprovechó para quitarse de en medio en la dictadura, y cuando regresó nadie se acordaba de ella. Muchos, demasiados años después y gracias a Tania Balló, se le recordó a una generación entera que una vez hubo una extraterrestre habitando este mundo. Se hizo un excelente trabajo rescatando a ella y a otras tantas mujeres del olvido. Y se generó un movimiento reivindicativo, el Simsombrerismo que, en ese afán de ponerle nombre a todo y etiquetar todo, unifica, amasa y priva de personalidad a cada uno de sus miembros. Maruja es Maruja y no forma parte de nada porque no lo necesita. Ella solo necesita que, ahora, nosotros, los que estamos aquí, nos sintamos con la obligación moral de rescatarla, a ella y a otras mujeres más, y ponerlas en el lugar que les corresponde.
Ahora sueño con que aquella vez que me crucé con ella en Núñez de Balboa hubiera sido real, que me hubiera parado frente a ella y nos hubiéramos ido juntos a tomar un café para que me contará a solas lo insólito de su existencia.

Nací en Alcalá de Henares (Madrid) y resido en la capital.
Soy licenciado en Derecho, escritor, y fundador de 4 Letras Editorial.
Texto © Julio Francisco Lara
Fotografía © Autor desconocido, en dominio píblico, via Wikimedia Commons
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