Literatura Narrativa Relato

Zona de obras
un relato de Pedro Díaz Cepero

El recuerdo personal de las pasadas generaciones tiene precarios refugios, se evapora como el humo y desaparece como las anónimas vidas de sus componentes, a lo sumo empaquetadas en el tronco común de la Historia. Empapados como estamos por la lluvia adictiva de las nuevas tecnologías, amurallados tras la coraza virtual del progreso, hemos olvidado su legado moral, la trascendencia y actualidad de sus reivindicaciones.

Me vinieron a la cabeza estas menudencias cuando tropecé hace días con algunas de las cartas que mi abuelo, en el fulgor de la II Guerra Mundial, enviaba al caserón familiar. Polvorientas en el fondo de un arcón, difícilmente legibles, han sobrevivido como testigos de cargo al precipicio de la destrucción. No puede decirse lo mismo de él, ni de las aspiraciones que alimentaron el empeño de tantos hombres y mujeres. Porque el paraguas de protección social de los Estados en Europa se está desmoronando a marchas forzadas. La globalización de los mercados de capitales y las comunicaciones, la crisis financiera de 2008 o el golpe de la reciente pandemia solo han terminado por acelerar el proceso.

Aunque no llegué a conocerle, pues hace muchos años que descansa en una fosa común del cementerio de Cherburgo -en la Normandía francesa-, algo me impulsó a indagar en el alma que trascendía de sus cartas, en la nerviosa caligrafía que presagiaba su fecha de caducidad. Porque su muerte acabaría escriturada en un terreno próximo al puerto de Cherburgo, en donde participó en la construcción de un murete defensivo a lo largo de la costa. La última está datada el 20 de junio de 1944, dos semanas después del desembarco aliado en Normandía. Mi abuelo formó parte de la “Spanish Company Number One”, integrada en la “Royal Pioneer Corps” del Ejército Británico, que estaba compuesta por voluntarios españoles o, mejor dicho, por exiliados republicanos que se amotinaron ante las intenciones del general De Gaulle de deportarlos a España. Tras las derrotas de Dunkerke y Noruega arribaron a Inglaterra casi como polizones de guerra, a pesar de haber servido en las filas de la Legión Extranjera. A su llegada fueron acogidos por el ejército británico en la “I Spanish Coy” – creada en septiembre de 1940-, una compañía destinada a la construcción de carreteras y fortificaciones.

Meditaba, leyendo sus cartas, cuánto pueden cambiar los destinos de los hombres a poco que difieran las fechas de su calendario, lugar de nacimiento o eslabón familiar. Hoy las he rescatado del olvido y, tras tanto tiempo de silencio y oscuridad, son ahora palpitante testimonio de cargo de las sombras del pasado. Al sacarlas de su encierro, no podía dejar de pensar, naturalmente, en la vida de mi abuelo y de muchas otras personas entregadas a una causa, pero también en la fragilidad de la memoria, siendo mientras vivimos tan importante para cada uno de nosotros. Porque ¿de qué otra cosa, sino de los recuerdos, está constituido nuestro cerebro y, por tanto, lo que conforma nuestra identidad personal? ¿ Qué somos realmente sin nuestra memoria? ¡Y qué poco de ella sobrevive al paso devastador del tiempo! Ni siquiera conservan su nitidez original los nombres grabados en piedra de los monumentos al soldado desconocido. La caducidad es lo que identifica nuestra existencia, y es mucho más veloz que el proceso de muda de la naturaleza. La erosión y la transformación de la materia son el verdadero reloj del tiempo.

Mi abuelo luchó por convicción en el bando republicano y en uno de sus destinos participó en la Batalla del Ebro, una de las más sangrientas de la llamada Guerra Civil española, un golpe de estado en toda regla. Cercada en un bucle en el curso en las maniobras de ofensiva y contraofensiva de la terrible refriega, su mermada compañía no tuvo otra opción que acceder a la frontera francesa a través de los Pirineos. Una peregrinación en cuevas como mejor albergue, en apurado sustento de plantas silvestres, caza poco escrupulosa y requisas en aldeas abandonadas o destruidas por los bombardeos, retrato del despojo sufrido por quienes las habitaron. Fue hecho prisionero y vivió tempranamente la dureza y la obscena urbanización de los campos de concentración franceses, en donde tantos españoles morirían tras el final de la guerra a causa del hambre, el frío y las enfermedades. Luego vendría, como he contado, el alistamiento en la Legión Extranjera y un periplo vertiginoso a lo largo de la guerra mundial.

Además de la obsesión por la situación familiar, sus cartas hablan del sacrificio de tantos hombres y mujeres por unos ideales. Aunque si hoy tomas nota de las declaraciones de muchos políticos, si examinas los índices de desempleo, de dependencia, pobreza y exclusión, de salarios insuficientes y precariedad laboral, de clasismo en la enseñanza… tienes la impresión de que estamos dejando atrás el valioso patrimonio moral que nos dejaron. Los Estados se están desentendiendo de su función social protectora, y eso que el desastre de la pandemia ha traído temporalmente mayor conciencia de su necesidad. Pero… ¿cuánto durará? ¿Hasta que se aleje el riesgo de rotura de la paz social? Porque la alarma más real es que los Estados no son totalmente soberanos en sus decisiones, ya que el poder está compartido/mediatizado por los flujos de capital financiero que se mueven a sus anchas (con más facilidad, rapidez y opacidad fiscal que nunca antes en la historia del mundo) por el universo global hiperconectado de la era digital. Así que, de no haber un gran acuerdo de fiscalidad progresiva que implique a los grandes capitales, que incluya la tributación sin trampas de las corporaciones multinacionales y elimine los paraísos fiscales, será difícil que puedan generarse fondos suficientes para la protección social y mejoras en el reparto de la riqueza. Que se pueda hacer frente a los mayores gastos provocados por el descenso de la oferta laboral, garantizar el acceso igualitario a la educación pública y a la cultura, o responder al incremento de las pensiones y gastos sanitarios ligados a la superior expectativa de vida y al progreso médico-científico, etc.

El corazón del universo nos reserva sorpresas. De repente hemos visto que no tenemos todas las respuestas, que somos espectadores cautivos de nuestra vulnerabilidad. Tal vez hoy percibamos con mayor certeza que la desventura también puede golpearnos a nosotros, supuestos beneficiarios del “estado del bienestar”. Pensábamos que la fatalidad era exclusiva de los miles de personas que llegan en pateras a nuestras costas, o de los expatriados que malviven en campos de acogida, y que la incertidumbre y la precariedad nunca nos alcanzarían.

Y me preguntaba adónde había ido a parar el mantra del progreso humano ilimitado, si no es a un gigantesco supermercado con vomitorio a un inmenso vertedero de desechos. En el reino de la desigualdad, el recelo y la inseguridad laboral, el individualismo destaca en el frontispicio de los Estados tanto como en el entendimiento de sus ciudadanos, es un patrón de ley que alimenta privilegios y establece fronteras, crea egoísmos e insolidaridad. Valga como muestra la conducta acaparadora en la compra de productos de primera necesidad, o en la adjudicación de mascarillas, medicamentos, respiradores o vacunas en esta pandemia, por el otro la codicia empresarial. Parece que los humanos conserváramos ese instinto animal, en nada corregido por los siglos de cultura y civilización, que nos lleva a defender nuestro territorio y regalías por encima de todo y de todos. De nuevo hemos vuelto a fortificar áreas privadas, ciudades y países, igual que se hacía en la Edad Media, a distinguir entre los de dentro y los de fuera.

La memoria, el recuerdo y las enseñanzas del pasado son frágiles, insoportablemente frágiles frente al hiperindividualismo que nos acosa. ¿Dónde están los ideales por los que tantos millones de hombres y mujeres perecieron no hace mucho? Hay que decirlo para no menospreciar la gravedad de este tiempo: estamos otra vez en zona de obras. Para hablar claro: hemos entrado en una nueva secuencia del capitalismo global, más radical y exclusiva, más perversa y menos humanista, caníbal. Aunque algunos, para enmascararla y que suene mejor, para conservar sus prebendas, la llamen “neoliberalismo”.


Texto © Pedro Díaz Cepero
Fotografía © Joanna Kosinska


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