Traducido al español por Augusto Nemitz* Original en portugués: “Na terra das palmeiras coloridas”, publicado en el libro de cuentos Insônia Tropical (Ed. Patuá, 2021)
Observo la larga cola delante de mí. Alrededor, los pilares amarillos del aeropuerto, que, en lo alto, se dividen en ramas, como de palmeras, que se encuentran con otras, formando arcos. Me cuesta mantener los ojos abiertos, cansados de una noche entera viajando. Trato de identificar los idiomas que escucho alrededor. Japoneses callados, mirando los letreros para certificarse de que están en el lugar correcto. Jóvenes estadounidenses ruidosos y eufóricos, cargando mochilas de montaña. Brasileros desorientados, separados de las filas, que no logran entender los avisos. Me esfuerzo para no caerme de cansado, en la fila que se arrastra. Me dan pereza los viajes, le tengo horror a las colas, terror a las aduanas. Miro hacia arriba, los pilares del aeropuerto, que parece más bien un delirio. Palmeras de hierro en el techo hexagonal, que parece una piedra lapidada o las cúpulas de una catedral. Pilares, barreras. El guardia me pregunta a qué ciudad voy. ¿Cuántos días se va a quedar? ¿Trajo dinero? ¿Conoce a alguien en el país, algún amigo? ¿Vino a buscar trabajo? Respiro, indeciso entre decirle que no a todo o no decir nada. Todo parece tan irreal que me limito a mover la cabeza, balbuceando, como si no entendiera el idioma. Sí, me quedo una semana. Tengo mil dólares. No, no conozco a nadie, no estoy desocupado. Sí, puede revisar. Miradas amenazantes, minutos de silencio pesado, el sello en el pasaporte, la cola hacia una escalera llena de japoneses callados, estadounidenses eufóricos y brasileños perdidos. Estaba cansado a punto de no recordar ni siquiera el nombre del país. Una tierra extranjera, cualquiera. Un aeropuerto construido con estructuras que parecían ramas de palmeras coloridas, o una hoja de oreja de elefante, una alocacia alienígena, o arcos de catedrales catalanas, una estación de subte que va a llegar a otra terminal de palmeras psicodélicas, haciendo equilibrio unas contra las otras en ángulos bizarros. Sigo adelante.
Hubo, hace mucho tiempo, un país del que yo sabía el nombre. Recuerdo, ya no estoy seguro si era realidad o sueño, que era un país tropical con muchas playas y montañas. Yo era empleado público, tenía estabilidad y todos los beneficios. Durante la semana, trabajaba para el gobierno. Los sábados, escalaba alguna montaña y, los domingos, nadaba en alguna playa. Todos lo querían al presidente, y pensábamos que seríamos una gran potencia. Teníamos oro, petróleo y todas las riquezas que uno se puede imaginar. Había trabajo para muchos en el gobierno, con sueldos tentadores. No es la primera vez que cruzo este aeropuerto interminable de palmeras psicodélicas, de cuyo nombre no me acuerdo, en un país que ya fue mi destino de vacaciones, de cuyo nombre no me acuerdo. Pero estaba el Partido de nuestro querido presidente. Y había que mantener a los aliados del Partido. Contratos millonarios, sin nada a cambio. El Partido me sacó de mi profesión, pero no de mi cargo. Podía seguir con el mismo sueldo, y viajar de vacaciones al aeropuerto de las palmeras psicodélicas, en otro país de cuyo nombre no me acuerdo. La única regla era no ejercer mi profesión, no trabajar en el puesto que asumí después del concurso, y no intentar entender de qué se trataban mis tareas. Mi nueva función era asegurar que se aprobara el dinero de todos los contratos que pasaban por mis manos, haciendo de cuenta que los analizaba, sin exigir ninguna comprobación. Solamente obedecer, y nunca criticar al Partido.
Todos vivían bien en el país, las playas estaban siempre cálidas y repletas. En las elecciones, la oposición siempre perdía por falta de descontentos. Pero, por dentro, me fui endureciendo de a poco. Empecé a gastarme. El calor me daba náuseas. No fui más a la playa. Todavía soportaba las montañas, buscando el frío en lo alto. Cada vez que tenía tiempo, viajaba lo más lejos posible. Lo más distante y frío que fuera. Empecé a subir montañas de otros países. Me empezaron a gustar los glaciares y morrenas, más desafiantes que los acantilados de granito de mi ciudad. Por mí, me pasaría toda la vida viajando.
A veces me despertaba a mitad de la noche, sin poder dormir. Cuando dormía, tenía un sueño sin sueños. Hablaban de una enfermedad que se propagaba por mi país. De repente, las personas dejaban de tener sueños, después dejaban de tener sueño. El problema crecía por las calles, oficinas, escuelas, universidades, canchas de fútbol. Nadie estaba a salvo. De la noche al día, empleados del gobierno, abogados, médicos, periodistas, profesores, estudiantes ya no dormían e iban a las calles, a reclamar contra el Partido. Querían ver al presidente depuesto y en la cárcel. Pero tampoco apoyaban la oposición.
Mis semanas de trabajo eran erráticas. A veces, mal dormido, confundía los lunes con los domingos, y ni salía de casa. Otras, salía del trabajo más temprano para protestar en la plaza. También existía la promesa, un año después del otro, de que, al año siguiente, si aseguraba el dinero para todos los contratos extraños, y dependiendo de complejas negociaciones con mi jefe, de acuerdo con la estación del año, las fases de la luna y la alineación planetaria, podría anotarme en una lotería para que tal vez me eligieran para un puesto de mi profesión, la que me correspondía por derecho. Pero el año siguiente nunca llegaba.
Un nuevo candidato aparecía en las elecciones: el Antipartido. Nadie sabía su nombre. Pero decía que iba a arreglar el país. Prometía que, si lo elegían, iba a poner al presidente del Partido en la cárcel, y nos libraría de todos los enemigos del pueblo que estorbaban el desarrollo, en este orden: los políticos del Partido, los empleados del gobierno y los alpinistas. No sé por qué los alpinistas, en un país donde había tan pocos. Pero el candidato del Antipartido aseguraba que los alpinistas eran extremamente peligrosos y había que contenerlos. Un oscuro diputado de un estado de las planicies del Norte llegó a proponer un proyecto de ley restringiendo la venta y porte de sogas y mosquetones. No se aprobó únicamente gracias a la presión de la construcción civil.
A mí no me pasó, pero muchas personas que se contagiaban de la enfermedad del insomnio, después de algunos días, empezaban a delirar. Un enfermo le preguntaba a un sano dónde tomar el tranvía, y, al escuchar la respuesta, correcta, de que no había tranvía en la ciudad, le gritaba en respuesta que el Partido le había lavado la cabeza. Al pasar cerca de las montañas, los insomnes siempre miraban con temor hacia arriba, preocupados con la posibilidad de que los alcanzaran los tiros de algún alpinista peligroso armado. Algunos incluso iban a las montañas a tirarle aceite a las piedras, con la esperanza de que así no podrían ser escaladas. Los más extremos, en vez de aceite, usaban vidrio molido.
El Antipartido ganó las elecciones, gracias al voto de millones de insomnes, pero no despidió a los empleados del gobierno y no tomó ninguna medida contra los alpinistas. Pero las cosas andaban raras. Yo seguía sin poder ejercer mi profesión. No abrirían nuevas vacantes para nadie en el gobierno, ni posibilidades de traslado. Los contratos, que eran pocos, permanecían, cambiaba únicamente quien recibía el dinero. Cada vez más yo me volvía intolerante al calor. Evitaba las playas, y las montañas eran peligrosas. Nunca se sabía cuándo un insomne podía aparecer armado con una ballesta para tirarle a los escaladores, sin que la policía hiciera nada para impedirlo.
Como yo seguía teniendo insomnio, pero no me convertí en apoyador del Antipartido, ni veía ningún sentido en sus promesas, llegué a la conclusión de que mi falta de sueño no tenía que ver con la misma enfermedad misteriosa de los antipartidistas. Yo todavía pensaba que mi ciudad no tenía tranvía, mientras que los antipartidistas pensaban que existía un complot del Partido para ocultar la existencia del tranvía. Los tranvías se volvían un chiste: en las manifestaciones y en el Carnaval, los jóvenes iban disfrazados de maquinistas y llevaban tranvías de cartón. O entonces iban disfrazados de alpinistas, llevando instrumentos que podían ser útiles si se daba alguna pelea con fanáticos antipartidistas. Para mí, el tranvía nunca existió. Y no podía entender cuál era el problema con los alpinistas, declarados enemigos de la nación. A pesar de que teníamos muchas montañas, en el país entero nunca hubo más de cien alpinistas. Yo mismo fui uno de ellos por mucho tiempo.
Al principio, pensé que bastaría distraerme. El alcohol, por ahora, no estaba prohibido. Pero después quise buscar algo con más emoción. Algo que me hiciera realmente olvidar que el lunes volvería a trabajar para el gobierno. Conseguí, por medios que no quiero revelar, el té de una planta que, me decían, me haría volver a tener sueños. Lo tomé y empecé a soñar incluso antes de dormir. Estaba en un pasillo largo formado por palmeras amarillas de metal, que se juntaban unas a las otras como si fueran pilares de una catedral gótica. La visión fue aterradora, pero al mismo tiempo la idea de que había otro lugar adonde ir me consolaba. Busqué otras drogas, legales e ilegales. Probé hierbas, lianas y hongos de varios tipos. Y, cada vez que los tomaba, me aparecían las palmeras amarillas. Alguien me contó de una planta más fuerte, que si uno la tomaba una vez hacía que la persona viajara durante varios días, tal vez para siempre. De esa compré un poco, pero nunca me animé a probarla. Seguí con las experimentaciones de todos los demás tipos de plantas y hongos alucinógenos que uno podía encontrar en mi país. Quería, por un momento, olvidarme de todo, hasta de mi propio nombre. Los sueños volvían, siempre como palmeras coloridas. Pero, después de algún tiempo, el insomnio vencía nuevamente.
Un insomnio raro, que hacía que las cosas perdieran poco a poco su nombre y su peso. Un día, me desperté a las seis de la mañana y caminé por la ciudad sintiéndome como si flotara. En la panadería vi que en la tele pasaban un reportaje sobre cómo los empleados del gobierno perjudicaban a los ciudadanos, y después una entrevista con un médico que llamaba la atención sobre los efectos de la nueva enfermedad del sueño, que hacía que las personas durmieran mucho y tuvieran sueños. Algunos enfermos llegaban a pensar que podían tener derecho a una profesión y una carrera, incluso sin ser miembros del Antipartido: estos eran los casos más graves, había que internarlos inmediatamente. Al final del noticiero, una psicóloga con expresión entre histérica y horrorizada advertía a los padres sobre los indicios que se podían reconocer cuando un hijo estaba involucrado en el alpinismo. El programa terminó con una llamada de un padre desesperado que acababa de encontrar un par de zapatillas para escalar en el cuarto de su hijo adolescente.
Entonces ¿ahora los enfermos serían los no insomnes? Le pregunté a una señora en la panadería, tratando de sacarle charla. Empezó a gritarme, horrorizada, diciéndome que ya estaba contaminado y que debería mantener distancia. Salí corriendo, antes de que la mujer me metiera en un problema. Todo ese día fue raro, de angustia, como si de repente el mundo estuviese desolado. Contando solamente a las que me crucé en el camino hasta el trabajo, tres personas me preguntaron sobre la estación de tranvía. En la oficina, todos estaban asustados con una declaración del presidente, de que despediría a todos los empleados del gobierno. Al mediodía, sin embargo, lo desmintió, diciendo que no iban a despedir a nadie y que los periódicos habían mentido. A las seis de la tarde, cuando volví a casa, vi en la tele que el presidente había hecho otra declaración, asegurando que iban a despedir a los empleados del gobierno, pero solamente a los perezosos. El periodista no se animó a preguntarle cómo se medía la pereza entre los empleados.
En el cuartito del fondo yo tenía un armario cerrado con llave, con todos los ítems prohibidos. Casco, zapatilla, arnés, mosquetones, cintas express, cordinos, magnesio; hoy soy casi un terrorista. Un sobre con flores y hojas secas de dicha planta peligrosa, que hacía no volver. Mi pasaporte. Dólares. Era el momento de viajar al nunca más. Olvidarme cómo me llamaba, mi pasado, el país que nunca me quiso. Una vez que me olvidara la profesión, ya no me faltaría, ni tendría que seguir pasando el dinero de los contratos. Una vez que me olvidara de todo, no necesitaría más al gobierno, ni al país. Viajar para siempre, sin acordarme ni siquiera de lo que agarré en el cajón y lo que dejé a mis espaldas.
El aeropuerto no se termina nunca. Después de migraciones, palmeras psicodélicas, ahora rojas. Un subte. Palmeras bordó, después verdes. Interminables colas en las tiendas de cositas importadas. No me acuerdo si tomé la planta y no me hizo efecto, o si simplemente la tiré. Si la aduana no me paró, es porque no la traje. Mi país no existe más. Cruzo la ciudad de altos edificios espejados hasta una estación ferroviaria que parece un invernadero con palmeras de jardín plantadas entre las plataformas. El tren, en el país distante de cuyo nombre no me acuerdo, cruza las mesetas color arena hasta llegar a una ciudad de playas rocosas sin nada de arena. Mientras más lejos voy, menos cosas recuerdo del antiguo país. Me tomo un colectivo que sale de la playa y pasa por inmensos olivares hasta llegar a la base de altos picos nevados. Después me tomaré otro colectivo, trenes, tranvías, lo que haga falta. Voy a viajar hasta no acordarme nada más de mi vida anterior. Le mentí a migraciones, vengo para no volver. No sé si este viaje va a llegar a su fin: todo lo que quiero es encontrar una casa, una profesión y un país que tenga nombre.

Texto © José Petrola. Traducido por Augusto Nemitz
Fotografía © Marco López
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