Desasosiegos

Bitcoin è galant-vomo (Bitcoin es un hombre de honor).

Bitcoin

Lo primero que hay que preguntarse sobre el Bitcoin es qué es, en lugar de qué valor tiene. Determinar su valor es tan sencillo como dividir la cantidad que se desee entre veintiún millones, siendo aquel número cercano al infinito según se valore la descentralización, la transparencia, la privacidad, la seguridad, la innovación, la inclusión y la libertad financiera, y siendo cercano a cero según se esté conforme con la centralización, la pobreza, la censura, la banca y la impresión indiscriminada de papel moneda.

Bitcoin es esencialmente una fuerza, como lo es el mundo, y como lo es todo lo que produce la naturaleza. Eso es: una nueva fuerza, un primer movimiento, una rueda que gira por sí misma y con una eterna cadencia, y que busca, sobre todo, tres cosas: la inmutabilidad como algo honesto, la libertad como algo necesario y la transparencia como algo bueno. Es una rueca que funciona sin necesidad de una hilandera; un caballo que galopa por sí mismo, y del que es imposible refrenar su ímpetu; una hidra a la cual se le ha tratado de cortar mil veces la cabeza, y que, por tener muchas, o por no tener ninguna, sigue aterrorizando a quienes no se han tomado el tiempo de estudiarla para entenderla; es el primer camino histórico para defenderse de la ambición desmedida de los poderosos; es el protocolo matemático que dio origen al único sistema monetario completamente descentralizado, al que por eso mismo muchos bancos, confesores y gobiernos toman por el mismo diablo; matemáticamente es poesía silenciosa, y económicamente justicia ruidosa; es la perfecta representación, pese a lo simple y conciso de su expresión, de una idea ingeniosa, profunda y seria, que ha sido pensada de cara a la resolución matemática de una cantidad infinita de problemas; es algo tan justo como la luz del sol, pues sale para que todos puedan verlo, y está ahí todo el tiempo, con tanta fuerza que a unos ilumina y a otros deja ciegos; es, en verdad, el único bien que se esfuerza por proporcionar lo apropiado, lo que le corresponde y lo que se merece cada cual, a tal punto que sería más fácil que la tierra tolerara dos soles a que el mundo tolerara más de veintiún millones de bitcoines.

“Sí, defenderé esta proposición, pugnis et calcibus, unguibus et rostro (a puñetazos y a puntapiés, a arañazos y a picotazos)”.
Molière, El casamiento forzoso.

Acaso se creerá, no sin visos de verdad, que hablo del Bitcoin como un sectario, aunque esté alabando un protocolo matemático, y que hablar de una secta matemática sea tan razonable como hablar de una secta de eucledianos, newtonianos o arquimedianos. Pero ¿qué importa? De todas maneras, esta no es una objeción lo suficientemente fuerte como para que me detenga, tanto más cuanto que estamos hablando de algo grande, y las cosas grandes exigen que se hable de ellas con grandeza. No estamos, al fin y al cabo, “esculpiendo un mercurio de cualquier leño”, tal como Pitágoras predicaba entre su círculo de seguidores y adeptos. Lo que estamos resaltando acá es que la humanidad encontró en el Bitcoin un nuevo “para qué”, que a su vez resuelve muchos de los problemas que ocasionó su búsqueda equivocada del “por qué”. Sabemos, por supuesto, que es una meta bastante difícil la que nos proponemos, pero también entendemos que donde no hay dificultades tampoco suele haber méritos.

“Lo bello es difícil”.
Platón, Hipias mayor, 304e

El “para qué” del Bitcoin consiste en anclar para siempre el concepto de riqueza a una cadena de datos abiertos, de tal modo que con ese concepto se piense siempre en esos datos abiertos, y con esos datos en aquel concepto. Pues resulta que hemos nacido en un mundo gobernado por la riqueza y el dinero, y vivimos en un mundo en que se trabaja y se mata por riqueza y por dinero, pero no sabemos a ciencia cierta lo que son la riqueza y el dinero. Nosotros decimos que no puede pensarse la riqueza, que también es una fuerza, como algo ilimitado; nos tenemos prohibida la idea de una riqueza infinita, por ser incompatible con el concepto de fuerza. El para qué del Bitcoin, en este caso, se reduce a profundizar por primera vez en la definición de riqueza, de tal manera que su naturaleza consista en adecuarse lo más fielmente posible a los límites de su propia fuerza. Se trata, mejor dicho, de hallar un invento en el que lo útil momentáneo gane valor en el tiempo, en vez de perderlo, como ha pasado durante toda la historia con el dinero; de replicar en la economía lo que constituye el crecimiento de la vida, que con cada vez menos logra cada vez más, y de hacer de ella una verdadera ciencia, que no viva cambiando en todo momento sus leyes y sus reglas.

“Cuando uno considera que una ciencia es bella, verdadera, útil a la ciudad y enteramente grata a la divinidad, no se puede guardar silencio sobre ella a ningún precio”.
Platón, Leyes, 821A.

Hemos de reconocer que incluso hoy, cuando todo el mundo presume de tener inteligencia, no se ha encontrado más que una manera de acuñar una moneda lo suficientemente eficaz y buena, y eso sólo se consiguió con la creación del Bitcoin: un bien limitado que representa una complejidad incomparablemente más grande, una suma mayor de elementos coordinados, con lo cual su seguridad y divisibilidad se hace mucho más eficiente y confiable. Y todo esto de forma transparente, inmutable, democrática, si se quiere, por el solo hecho de que su código, el revés de su tejido, es completamente abierto, y por consiguiente siempre está ahí, listo para que quien quiera le encuentre todas sus virtudes y defectos, para que lo mejore si es que quiere hacerlo, o para que lo deseche si no le encuentra un uso práctico verdadero. De ahí que se diga, con mucha razón, que no se cometen errores impunes entre desarrolladores de código abierto, que la envidia no tiene lugar dentro de su coro divino, y que en sus programas y algoritmos está la manera más honesta que conocen para hablar de sí mismos. Las letras y las matemáticas constituyen todo su equipo de campaña. Les gusta su camino, creen que vale la pena ir por él, aunque se puedan caer, y por único salario piden la gloria y el honor de que su nombre o seudónimo se escriba en cada nueva invención. Son ellos quienes hacen obras maestras en Internet, a pesar de que aún hoy se nos intente convencer de que algo así sólo se puede hacer en tal o cual instituto de investigación norteamericano o inglés. Gracias a ellos se descubren a diario nuevas verdades que, seguramente, hubiesen quedado sin conocer porque nadie se propuso la tarea de encontrar un problema y arremeter contra él, tal como lo hizo Satoshi Nakamoto con el Blockchain, la sustancia de la que el Bitcoin es el accidente, la materia de la que el Bitcoin es la forma, el calor del que el Bitcoin es la luz. Por eso, o por ellos, Bitcoin es tan simple, da origen tan fácilmente a lo compuesto y, finalmente, retorna a lo simple de nuevo, y por eso mismo se parece tanto a los antiguos filósofos griegos, de los que no se sabe quién fue el primero, pero que hoy dan vueltas sin que nadie se lo pregunte alrededor del mundo entero.

“Simplex sigillum vers”
(Lo simple es el sello de lo verdadero)

Debemos convenir, desde luego, que en todas las grandes obras los primeros ensayos no resultan del todo perfectos. Sabido es que, cuanto más noble y perfecta es una cosa, más tarde y lentamente llega a su madurez. Es justo lo que pasa con el Bitcoin que, a pesar de sus notables progresos, es aún un adolescente, que madura con lentitud, como lo hacen todas las cosas excelentes, y quizá agote sus veintiún millones de unidades antes de que lleguemos a descubrir siquiera una cuarta parte de sus aplicaciones potenciales. Un nuevo sistema monetario, que además es totalmente descentralizado, exige que sus mulas vayan despacio. Hasta ahora se empieza a entender su concepto, y a intuir que es tan valioso para el desarrollo del hombre como el precio que él esté dispuesto a pagar por alcanzarlo y mantenerlo. Es un organismo que tiene mucho que ver con lo femenino y, como tal, seguramente crecerá, madurará y llegará a la perfección más tarde y con más profundidad que lo masculino. El Bitcoin, como la mujer, no florece para ser visto: florece para él y no para los demás, y en eso, en florecer y existir, estriba todo su gozo y su alegría. Desde luego que, después de que lo hayamos descubierto, no será una gran cosa encontrarlo, y la dificultad será entonces perderlo, y sólo así entenderemos que en nuestras manos por fin tenemos materializada una libertad soñada durante muchos milenios.

“Escabroso es el camino hacia la cumbre de la dignidad; pero si te agrada escalar esta cima, ante la que se rinda la fortuna, contemplarás, sin duda, bajo tus plantas lo que se tiene por muy elevado, pero llegarás, no obstante, a la cúspide por sendero llano”.
Séneca, Epístolas 84, 13.

Con el Bitcoin me pasó a mí lo mismo que alguna vez me pasó con los libros: el contacto casual, una frase que se encuentra en una página al azar, el nombre del autor completamente desconocido, y el instinto que dice que al fin se ha encontrado un espíritu muy afín y parecido. Para mí fue, antes que la criptografía aplicada al concepto del dinero, el descubrimiento de una idea del mundo conforme a mi propio pensamiento, que hacía de la vida un libro enteramente abierto, en el que los hombres depositarían sus inventos como un memorial para los tiempos venideros. Un poco de libertad y mucho más de transparencia, era lo que para mí necesitaba el mundo con mayor urgencia, y la sola idea de que el Bitcoin contemplaba ambas, de que se ponía justo en la mitad entre lo grande del universo y lo pequeño del mundo infinitesimal, y de que lo buscaba apelando apenas a las reglas de las matemáticas, bastó para que se comenzara a traslucir lo que se podría obtener de él: un poco de buen sentido, cuyo sólo instinto de autorregulación y auto restablecimiento nos sacara de cualquier filosofía de la pobreza y el desaliento. La idea del Bitcoin significó, al menos para mí, la materialización matemática del sentido común, cuya naturaleza a veces no entendemos sino hasta después de que nos hemos privado de su uso casi por completo. El sentido común, por desgracia, muchas veces nos habla como si fuese un ventrílocuo, arrastrándonos a creer que su voz no viene de nosotros mismos. De ahí que del Bitcoin, de aquella herramienta matemática que despierta el sentido común para alcanzar la meta de la libertad y la transparencia, sólo pueda hablar bien, a despecho de tantos gobiernos que no ven más que al demonio tras él.

“¡De qué forma las buenas obras les dan siempre a los mortales motivo de buenas palabras!”.
Eurípides, Hécuba, 1238.

No me puedo asombrar de que la mayor parte de los gobiernos calumnien al Bitcoin, pues, por desgracia, el Bitcoin avergüenza a los gobiernos casi hasta los confines de la misma humillación. ¿De qué no se le ha acusado? De usarse exclusivamente para lavar dinero, de ser una terrible amenaza para el orden financiero, de no tener ningún valor intrínseco verdadero, de ser demasiado anónimo y privado, de ser una versión moderna del fenómeno de los tulipanes en los Países Bajos, etcétera, etcétera. Al Bitcoin, cosa curiosa, se le acusa exactamente de los mismos delitos de los que en su tiempo se acusó a Sócrates, a saber, de no creer en los dioses, de tratar de introducir pensamientos extraños y de corromper a los jóvenes. Aunque recordemos que los griegos tuvieron miedo de Sócrates como los primeros hombres tuvieron miedo del fuego y de la repercusión del eco, y que hoy su nombre se venera como se odian los de quienes lo condenaron a beber una copa de veneno. Algo similar pasa con el Bitcoin, al que se le puede mezclar con todos los delitos y todas las estafas monetarias y, aun así, su nombre siempre volverá a estar por encima, como el aceite sobre el agua. Todos los días se podrá decir que ha llegado a su fin, y todos los días dará muestras de que ni siquiera ha empezado a vivir; todos los días se le advertirá al pueblo que a causa suya perderá todo su dinero, y todos los días el pueblo concluirá que no es que su gobierno le haya dejado mucho como para perderlo; todos los días se recordará que es demasiado débil como para considerarlo una moneda, y todos los días demostrará que su dureza no es tan bien conocida como para quienes a diario la golpean; todos los días se dirá que el Bitcoin es un invento perverso, contrario a los grandes inventos que la humanidad le debe a sus banqueros, y que por eso nunca mandará en el mundo, o al menos no tan bien como mandan ellos; todos los días se nos repetirá que lo centralizado es sumamente democrático, y todos los días el Bitcoin demostrará que la tranquilidad, la democracia y la riqueza sólo imperará entre los hombres cuando exista una separación verdadera entre los gobiernos centrales y las monedas; todos los días, en fin, se harán cien millones de comentarios para defender las bondades de nuestro actual sistema monetario, y así se probará cien millones de veces que nuestro actual sistema monetario es anticuado y equivocado.

“Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia. En lo que concierne a los asuntos privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos no anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de que goza cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie, en razón de su pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición social si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad”.
Tucídides, Guerra del Peloponeso, II, 37, 1.

La del Bitcoin es una idea sumamente innovadora, y una idea innovadora que no produzca envidia, celo o rivalidad, las pasiones más capaces de engendrar el odio y la enemistad, no ha existido hasta ahora ni existirá jamás. Los bancos y los gobiernos, por eso, nunca lo tendrán en el mejor concepto, por más que deban refugiarse en él durante el mal tiempo, como bajo un árbol en la tormenta al que luego, cuando mejore el tiempo, querrán robarle un par de ramas y arrojarlo al suelo. Seguro querrán reemplazarlo con sus monedas centrales digitales, que no son sino una simple imitación, cuyo único mérito es copiar al Bitcoin para convertirlo en algo peor, empezando porque el Bitcoin, como el universo, circula en todo momento, mientras que las otras monedas sólo pueden hacerlo cuando y como le parezca oportuno a los gobiernos. Así, pues, querer compararlo con lo que los gobiernos llaman dinero es igual a querer comparar un buen perro con un mal cerdo. Es él el reclamado por el sistema monetario, no el sistema monetario el reclamado por él, pues como todo lo grande, sin ayuda de nadie ha logrado convertirse en algo superior e incomparable. De manera que, así como antes cada país tenía su propia moneda, llegará el día en que una sola moneda tenga su patria en toda la tierra. El Bitcoin, mejor dicho, es el océano en que tarde o temprano tendrán que desembocar todos los ríos, pues será imposible que desaparezca mientras exista la idea de la descentralización, ni que exista la descentralización si por suerte desaparece el Bitcoin. La descentralización, en realidad, es como el pecado original: la única condición bajo la cual el mundo puede disfrutar de una verdadera libertad.

Y sí: todo esto que acabo de decir seguro alguien lo dijo ya; y más vale así: es la prueba de que digo la verdad.


Texto © Anderson Benavides Prado
Fotografía © Executium


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