— ¿Se puede cambiar el destino?
— Sí, dijo mamá.
— ¿Incluso el de mi hermano?
— El de cualquiera.
Cuando hablamos sobre el destino ya era una mujer frágil, enferma. Se preparaba, otra vez, para el ritual. En la aldea sabían que moriría después de eso.
Para creer en la leyenda de los lienzos tuve que ser testigo del milagro. Ver cambiar la tela de mi hermano más de una vez. Ahora que espero enfrentarlo tengo su lienzo frente a mí. Me pregunto si en él se podrá ver dónde está ahora, cuándo nos enfrentaremos, ¿alguna de estas líneas sabrá cuál de los dos sobrevivirá? Las sabias se llevaron consigo ese hermoso arte de leer el destino. Cuando la aldea cayó en manos de Armendáriz ese y otros mitos se desvanecieron.
Mi hermano y yo fuimos raptados cuando éramos niños. Yo tenía siete, Saulo – o Pablo, como lo llaman hoy- era un bebé. La aldea queda cerca al río. Siempre ha habido muchos niños… también perros, eso la hace un lugar ruidoso, los niños lloran y los perros ladran o aúllan. Nunca hay silencio.
El río y los niños atrajeron al general Armendáriz. El río le da riqueza a su imperio. Los niños alimentaron su ejército. Cuando éramos pequeños el país se quebró en dos. Nuestra aldea fue absorbida por uno de esos países, el país de Armendáriz. Nunca nos sentimos parte de ninguno de los dos extremos. La aldea es nuestro país. Sin embargo, el destino, ese que mi madre se atrevió a cambiar más de una vez, quiso que fuéramos parte del sueño de Armendáriz.
Recuerdo muy bien el día en que nos raptaron. La guerra había estallado meses atrás. El ejército mató en la aldea a unas treinta personas. Cuando los soldados nos sacaron de la casa vi los cadáveres ordenados en fila bajo la sombra de un árbol.
En esa época mi madre, mi hermano y yo vivíamos al lado del río. El esposo de mi madre, nuestro padre, había muerto años atrás.
Los soldados ni siquiera llamaron a la puerta, la tumbaron. Todos esperábamos sobre las esteras, aguardando a que vinieran por nosotros. Mamá sabía que seríamos raptados. Lo vio en los lienzos, las telas en las que está escrito nuestro destino. Por eso estaba tranquila, sabía que nos separaríamos.
Un soldado me tomó del brazo, me empujó hacia afuera. Era un día soleado, con mucho calor. Otro soldado me recibió y me tiró el pelo con fuerza. Desde afuera vi cómo mi madre entregó el bebé a un sargento, sin resistencia.
Recuerdo que lloré de pánico. Desde la casa mi madre me mandó un beso y una señal de coraje. Estaba tranquila. Al fin y al cabo siempre supo lo que pasaría.
El soldado me entregó a mi hermano.
— Cuídalo, dijo.
Caminé con el bebé en brazos hasta una carreta llena de niños llorones. Yo era el mayor de todos. Dejé de llorar.
Cuando los caballos empezaron a trotar, todos los niños, menos nosotros dos, corrieron a un extremo de la carreta para despedirse de la línea de cadáveres que habían organizado bajo el árbol.
Llegamos a un cuartel improvisado en el bosque. Había soldados heridos en el suelo, otros estaban recostados a los árboles. Hombres sanos marchaban bajo el sol. Otros se ejercitaban en un gimnasio construido con palos de guadua y vegetación. Los niños seguían llorando y los soldados nos ordenaban a gritos que nos calláramos. Nos arrojaron piedritas y restos de guayabas podridas.
El general Armendáriz se acercó a la carreta. Nos ordenó bajar. Nos revisó, a cada uno, la dentadura, el rostro, nos pidió alcanzar de un salto la palma de su mano, puesta a la altura del pecho. Cuando llegó mi turno, él mismo me ayudó a sostener a Pablo mientras yo daba el salto. Al terminar me preguntó si el bebé era mi hermano.
— Cuídalo mucho.
En ese entonces Armendáriz era un hombre joven de barba negra, ya era famoso por llevar ese enorme bigote que se unía a las patillas de prócer. Faltaba mucho para ser la imagen paternal que ahora cuelga en las paredes de los colegios y oficinas del gobierno.
Mi hermano era un bebé. No era el único en el ejército. Después de separarnos de mamá fue internado en una de las guarderías del nuevo régimen. Mientras me hacía soldado, Pablo era cuidado por varias mujeres que trabajan por turnos en la guardería. Después supe que esas mismas mujeres eran prostitutas en los griles del ejército. En realidad, todos, hombres, niños, mujeres, éramos cautivos del gobierno. Los militares decidían para qué servíamos: los niños eran formados como soldados, los hombres iban a la guerra o a las maquilas, las mujeres se hacían cargo de las guarderías o trabajaban en los prostíbulos. No importaba la edad, mientras se sirviera para algo los militares le encontraban a la gente algo que hacer. Los muy viejos o minusválidos eran asesinados.
Pablo creció fuerte y sano en una guardería. Lo iba a ver cada semana. Las mujeres lo querían porque era gracioso y bien parecido: tenía los ojos y los labios de mamá. Siempre tuvo estrella. Era obvio que sería un grande. Pero no sé por qué se transformó en la bestia que es hoy.
Gracias al lienzo mamá supo que Pablo iba por otro camino. Pero ella no lo entendía como malo. A su casa llegaron rumores. Le decían que Pablo era malvado. Le decían que era un héroe, un gran militar, un político admirable. Le decían que mi hermano era un asesino.
Ella parecía descreer cualquier comentario. Se limitaba a decir que su hijo se llamaba Saulo y que su lienzo del destino auguraba un futuro de gloria.
A veces le preguntaba a mamá qué decía mi lienzo. Ella, candorosa como era, sonreía y me respondía que estaba bien. Era obvio que el mío no hablaba de cosas halagadoras.
En la aldea, cuando un niño nace, se envuelve en un lienzo blanco. Colocan al bebé cerca del fuego para que no pierda el calor y sude un poco. Ese sudor es absorbido por la tela. Después, una sabia toma el lienzo y lo baña en unas yerbas. Con el tiempo el manto va mostrando unas líneas que son como las rutas de la palma de la mano: muestran el futuro de las personas.
Las sibilas, como madre, saben leer el futuro en los lienzos, como las gitanas deducen el porvenir en la geografía de las manos.
Fuera de la aldea esta creencia se toma como una superchería. En el ejército nos enseñaron a despreciar estas cosas.
Una y mil veces Armendáriz y sus generales nos dijeron que esos eran cuentos para brutos, para gente torpe y sin educación.
Nunca conté nada de las creencias de la aldea mientras estuve en el ejército. Supe que me tratarían de bruto, de ignorante. Me callé todo, al punto de casi olvidarlo, de casi descreer. Olvidé por ejemplo la particular forma que teníamos de entender la muerte. Gracias a los lienzos se sabía cuándo alguien iba a morir. Cuando el momento se acercaba, la persona se iba de la aldea para entregarse a la muerte en el anonimato del bosque. Si la persona era muy vieja e inválida se le llevaba en una camilla y se le dejaba sola en medio de la nada. Un día antes de la despedida se les hacía una fiesta inolvidable. Se llamaba la fiesta de la última noche.
Cuando la muerte se producía a una edad avanzada nadie se interponía. De hecho muy pocos se atrevían a cambiar lo que decía el lienzo. Pero cuando el destino escogía la muerte para un niño o un joven, la madre se sacrificaba por él. Cambiaba el lienzo a la fuerza para que su hijo siguiera viviendo.
Hubo casos de hombres muy ricos que ofrecieron grandes fortunas para que una sabia les cambiara el destino. Casi nunca aceptaban porque lo consideraban inmoral.
Pablo, mi hermano, fue educado a imagen y semejanza del ejército. No cree, no sabe nada de los secretos de la aldea. Es un extranjero, aunque al verlo me recuerde siempre el rostro de mi madre.
Por supuesto Pablo nunca se enteró de los lienzos, tampoco supo jamás que las líneas en ellos pintadas pueden cambiar de curso bajo la voluntad de una sibila. Jamás supo que su manto, su destino, cambió más de una vez porque mi madre quiso salvarlo, quiso verlo vivo aunque se convirtiera en un hombre despiadado.
Cuando Saulo, mi hermano, cumplió cinco años, entró al ejército. Yo mismo lo saqué de la guardería y lo llevé a la guarnición. Armendáriz nos esperaba en uno de los galpones que servían para huir del sol, torturar prisioneros, entrenar soldados. Lo llevaba de la mano. Lo puse en la fila y cuando estuvo cerca del general me acerqué para decir que se trataba de mi hermano. El supremo lo vio y sonrió.
— ¿Cómo te llamas?, le preguntó.
— Saulo.
El general volvió a sonreír, esta vez con una alegría distinta, casi con jocosidad le dijo a mi hermano:
— Ahora te llamarás Pablo.
Eran comunes los cambios de nombre en el ejército. Se comenzaba una nueva vida y era necesario asumir otra identidad. Sólo quienes éramos reclutados a una edad avanzada permanecíamos con el mismo nombre. Yo siempre fui Juan, el hermano de Pablo. Juan, el desertor. Juan, el hombre que traicionó al general Armendáriz.
Mi hermano fue el mejor soldado que tuvo el ejército. Era fuerte, disciplinado, tenía sangre fría para tomar decisiones acertadas en los momentos de peligro y matar con facilidad. Había sido educado para eso, para obedecer y matar. Para dar la vida por la patria y el supremo comandante.
A los soldados de más edad nos mandaban siempre al frente del pelotón. Éramos más fuertes, sí, pero el régimen quería que muriéramos primero porque a diferencia de los soldados más jóvenes no habíamos sido educados desde la cuna en los principios militares. Éramos rebeldes, proclives a la deserción. Logré sobrevivir porque aprendí a no poner gratis la carne. En la guerra somos más los que sobrevivimos por la astucia que los que lo hacen gracias al valor. Aprendí a esconderme detrás de los intrépidos y los idiotas útiles que caían muertos en los primeros momentos del combate. Aprendí a identificar y alentar a aquellos que me servían de escudo.
Varias veces me castigaron por tener esa actitud. Pasé horas cavando fosas y trincheras, semanas encerrado en los huecos oscuros espantando ratas para que no me mordieran. Pero siempre salí de los calabozos dispuesto a volver al frente. Fui de los pocos soldados mayores que sobrevivió a las primeras batallas de la guerra, las más cruentas. Por eso pude llegar vivo para pelear hombro a hombro con mi hermano.
Nunca perdimos el contacto entre nosotros. Cuando volvía de alguna misión o salía del calabozo, pasaba por su guarnición y le regalaba algo que había robado para él: una fruta, un caramelo, la bala sacada de la riata de algún general muerto en combate.
Peleamos juntos en varias batallas. Mi hermano era un extraño caso de estupidez: valiente, bravo, se ofrecía para las misiones más arriesgadas, pero sabía sobrevivir. Aprendió de mí a usar de escudo a los idiotas. Pero aprendió de Armendáriz que para alcanzar la gloria había que hacerse notar.
Ascendió muy rápido. Mientras yo nunca pasé de ser un simple cabo primero, él llegó a teniente en su segundo año de guerra. A ambos nos asignaron en la batalla del río Sare. Fue uno de los combates más cruentos de esta guerra eterna. Quienes sobrevivimos a Sare dejamos un pedazo del alma entre sus muertos. Tuvimos que escoger entre desertar, envilecernos o enloquecer. Las filas de Armendáriz están llenas de dementes, yo deserté, mi hermano es un canalla. Me cuesta reconocerlo como el único recuerdo de mi madre sobre la tierra.
Pero Sare me sirvió para constatar que la “superchería de los trapos”, como la llamaban Armendáriz y su gente, no tenía nada de mentira. Era cierta, tal como mi madre me la enseñó.
Nosotros estábamos en el costado oriental del Sare. El enemigo nos esperaba en la otra orilla. Mientras ellos desayunaban, nosotros esperábamos su señal para empezar la pelea. Eran más que nosotros. Del otro lado del río 200 hombres llenaban la panza para, en dado caso, entrar satisfechos al reino de Dios. Nosotros éramos setenta, listos para pelear. Mientras esperábamos, una tropa de 30 hombres, comandada por mi hermano Pablo, caminaba entre la yerba para alcanzar la retaguardia unionista. El enemigo no lo esperaba porque la única forma de llegar a esa posición era a través de un bosque lleno de matorrales espinosos, dispuestos en la falda de una montaña cuya inclinación es tan agresiva como el obstáculo anterior para subirla: cruzar a nado las heladas aguas del Sare.
Solo un fanático como mi hermano y sus soldados fueron capaces de superar la prueba. Solo a él se le podía ocurrir cruzar a nado el río. Para lograrlo, entrenó a su gente en otros caudales más helados donde los obligó a nadar desnudos para que sus cuerpos se hicieran resistentes al frío. Solo de su ingenio podía salir la idea de usar niños (livianos, ágiles, de buena visión) para abrir en medio de la noche una trocha entre la espinosa falda de la montaña.
El combate inició. Desde mi posición vi la mirada de asombro, y luego de horror, de nuestros enemigos cuando vieron volar desde el otro lado del río seis cadáveres envueltos en llamas. Los cuerpos de fuego fueron catapultados desde nuestra orilla y cayeron entre el heno y las cobijas que los soldados usaron la noche anterior, provocando un incendio fatal en la primera línea enemiga.
Mientras ellos se organizaban y se despertaban del asombro de las llamas, Armendáriz colocó en el agua cuatro botes cargados de arqueros, cuyas flechas traspasaron la pared de fuego para diezmar la segunda línea de los unionistas.
Las líneas tres y cuatro avanzaron para dar la batalla. Armendáriz dio la orden de cruzar el río. En ese momento seguíamos siendo minoría, pero el combate cuerpo a cuerpo era el fuerte de nuestras tropas. Además, aún faltaba el golpe de gracia: los 30 hombres que mi hermano trajo desde la retaguardia.
Cuando los unionistas se dieron cuenta del pelotón fantasma, vi entre ellos más de un rostro de horror. En muy poco tiempo se hizo notoria nuestra superioridad. El río Sare parecía hecho de sangre. Sus hermosas piedras blancas retenían brazos, manos o cuerpos enteros que la corriente quería llevarse rumbo al anonimato del mar.
Fue entonces cuando ocurrió la primera salvación de mi hermano. Lo vi venir sobre un caballo negro que había robado del enemigo. Usaba una lanza larga con la que se llevaba por delante cuanto hombre podía. De pronto vi que un soldado unionista salía de la nada con su arco listo para disparar. Vi el listón azul de la flecha siguiendo el curso de la punta. Era obvio que Pablo iba a recibirla. Pero de pronto la flecha detuvo su camino. Se quedó suspendida en el aire como un carroñero que gravita vigilando la presa que comerá. Luego la flecha cayó a tierra.
Me correspondió ver esa extraña imagen. Tal vez mi madre, o el destino, quisieron derrotar mi incredulidad dándome la ocasión de ser testigo de esa maravilla.
El combate terminó.
Caminé hacia mi hermano. Lo abracé. Un minuto después llegó el general Armendáriz quien sonriente le dijo:
— Pablo, hijo, la gloria es toda tuya. Yo soy solo un humilde servidor de tu talento.
Me retiré. Estaba ansioso por volver a la aldea. Solo ahí podía encontrar la respuesta a lo que había visto en el Sare.
La aldea parecía un pueblo fantasma. Decenas de casas habían quedado sin puertas ni ventanas, saqueadas por ladrones de madera. Construcciones quemadas. Prados crecidos sin control. Ancianos ciegos abandonados en las casas vacías. Fue doña Luisa quien salió a recibirme.
Estaba vieja, aún más calva y arrugada de lo que la recordaba. Para mí siempre fue ‘El Espanto’, el apodo que le teníamos los niños de la aldea. Me abrazó. Temblando, me dijo que madre estaba en cama, muriendo.
— ¿Qué le pasó?
— Hizo mover el lienzo de tu hermano. A él le tocaba morir en el Sare.
Cuando entré a la casa me recibió un fuerte olor a yerbas. Las paredes estaban cubiertas por el vapor de agua. En su alcoba, madre, recostada sobre un costado del cuerpo, gemía de dolor. El lienzo de mi hermano estaba colgado en una de las paredes. Las líneas de su vida tenían la forma de una araña. Un centro rodeado de líneas que se perdían en el trazo.
Una sabia paga con su salud, o con su vida, los cambios que hace en un lienzo. Madre, me contó Luisa, había pasado una semana encerrada en la casa, sometida a los vapores que ella misma había creado, esclava de los delirios y las fiebres de la brujería. Luisa vivía a varias casas de la nuestra. Me dijo que incluso en su habitación se oyeron los gritos de dolor de la sabia.
Mi lienzo estaba guardado en el lugar de siempre, un baúl pequeño donde madre conservaba mechones de nuestro cabello, juguetes, alguna muela de leche. Ahí encontré la tela de mi destino, tal como la había dejado la última vez, enrollada y con sus puntos intactos, porque la mía -sabrá Dios por qué- está hecha de puntos, mientras la de mi hermano está trazada con líneas.
Pude hablar con madre dos días después, cuando ya se había repuesto de los dolores del trance. Parecía más vieja. Sus movimientos eran los de una anciana al borde de la muerte.
— ¿Salvaste a mi hermano?
— Dímelo tú. ¿Qué viste? Porque sé que lo viste.
— ¿Sabías que iba a morir en el Sare?
— El trapo lo supo siempre.
— Si yo fuera a morir ¿me salvarías?
— Tu vida es más simple. Se parece al cielo que no espera tormentas, lleno de estrellas pequeñas. Además, eres más inteligente.
Una vez me di cuenta que madre no moriría, salí de la aldea en busca de la tropa. En ese momento supe que desertaría. Me había cansado de servir a un ejército que no me representaba, que había dejado morir la aldea sin importarle mayor cosa. Además, ver a mi hermano comprometido con la causa de Armendáriz me produjo resentimiento. Pensar que le servía a un asesino me enfermó. Verlo, indestructible, sobre ese caballo negro, convertido en la muerte misma, rompió en mí el cariño que le tenía. Ya no quería cuidarlo.
Huí del ejército en una noche helada. Me habían asignado un campamento en una montaña alta y llena de nieve. Me largué. Viví varios años en Acre, un pueblo anodino que meses después de mi llegada se hizo rico gracias a las minas de oro. Hasta ese horrible y aburrido pueblo llegaron las noticias sobre las barbaridades de mi hermano. Se decía que había quemado vivos a 20 desertores (¿si yo hubiera estado en ese grupo me habría incinerado? ¿Quería encontrarme entre ellos?) Lo acusaron de atravesar a lanza a los niños y a las mujeres de una villa donde no había hombres; Pablo mató a los niños en presencia de las madres para que ellas delataran a sus maridos, que habían huido a las montañas para formar una guerrilla en contra de Armendáriz. Después las masacró a ellas. Cuando capturaba a un alto oficial enemigo lo mandaba azotar hasta abrirle la carne, llenaba de mierda las heridas para que infecciones indecibles terminaran de matarlo. Su disciplina en las artes del horror le daba buenos resultados. Armendáriz lo amaba. En poco tiempo se hizo su mano derecha y el ungido para tomar el mando después de la muerte del comandante supremo.
En los bares de Acre comenzó a formarse una guerrilla fuerte, robustecida por la riqueza del oro. Los nuevos ricos del pueblo estaban molestos por los altos impuestos que el régimen cobraba. Entré a esa guerrilla hace dos meses. Hemos tenido un par de choques con las fuerzas de Armendáriz. Uno, el primero, lo ganamos. En el siguiente fuimos derrotados, pero ofrecimos un buen combate.
Mi hermano se encuentra sofocando otra rebelión al norte del país. Se dice que una vez recupere ese territorio vendrá a pelear al Acre.
Mis compañeros ignoran mi parentesco con Pablo, ahora gran general. Si me descubren corro el riesgo de ser fusilado. Muchas veces me he preguntado si seré capaz de enfrentar a Pablo. Creo que sí. Debo hacerlo. No somos hermanos ahora. Lo fuimos cuando él era Saulo, en los años en que lo cuidaba por ser el recuerdo vivo de mi madre.
Pero ahora Pablo le pertenece a Armendáriz, el hombre que asaltó, que mató y borró la aldea. Pablo es un asesino. Representa un régimen inescrupuloso, bárbaro, que quiere levantar un país sobre la sangre de inocentes. Eso no puede pasar. Hace dos semanas volví a la aldea, disfrazado de mendigo. Con la complicidad de la noche entré a la casa de madre. La encontré preparando las yerbas y los rezos necesarios para entrar de nuevo al rito del lienzo.
— Tu hermano corre peligro en el norte.
— ¿Por qué no lo dejas morir?
— Porque es mi hijo.
— Él no te quiere. Ni siquiera te recuerda.
— No importa. Sigue siendo mi hijo.
— ¿Se puede cambiar el destino?
— Sí.
— ¿Incluso el de mi hermano?
— El de cualquiera.
— No te vayas a molestar, vieja, pero Pablo ha matado a cientos de inocentes. Entre esos a niños y mujeres. Déjalo morir. Le harías al mundo un favor.
— ¿Quién es Pablo?
— Tu hijo. En el ejército le cambiaron el nombre. Deberías saberlo.
Madre se retiró a su alcoba, como queriéndome decir que me callara.
— No entiendes nada. No sabes lo que una siente por los hijos.
Permanecí en la casa de mi madre hasta que ella terminó el ritual. Nunca entré al cuarto donde lo ejecutó. Ella me prohibió hacerlo. Durante dos noches la oí llorar o gemir de dolor. Los vapores que usó llegaron hasta mí, su aroma me hizo vomitar. Mientras ella trabajó tuve alucinaciones horrendas en las que vi monstruos aterradores.
Cuidé de mi madre hasta donde me fue posible. Se la encargué a doña Luisa. Era obvio que moriría pronto. Saqué de la casa los dos lienzos, el mío y el de mi hermano. El de Pablo parece ahora una Margarita. Tiene un centro fuerte, elegante (¿será su gloria militar?). El mío sigue siendo ese firmamento sobrio que no dice demasiado.
Los dos lienzos están colgados en una pared. Los veo a diario. Nadie sabe lo que significan. Sus formas incomprensibles pasan desapercibidas entre los mapas y las notas que cuelgan de mi muro. Nadie me pregunta por ellos.
A veces me quedo viéndolos a la espera de que se modifiquen. Dice la leyenda que cuando una persona muere el lienzo queda en blanco. Una vez soñé que el mío se borraba mientras el de mi hermano permanecía intacto. A veces me quedo viéndolos y me pregunto si sabrán cuándo y dónde mataré a Pablo.
Texto © Andrés Felipe Osorio
Fotografía © Stijn Swinnen
gran relato. me atrapó de principio a fin. dan ganas de preguntarle al autor por los referentes.
Gracias Gabriel. Mis referentes son la lectura del tarot, que siempre me ha causado curiosidad. Además, la inquietud borgiana por explicar la realidad a través de lo fantástico y mi interés por el siglo XIX latinoamericano, sus caudillos, la magia de lo precolombino, las guerras civiles. Gracias por leer.
El relato es muy atractivo e interesante, me gusta mucho la combinación del ambiente bélico y la religiosa predicción . El tema del pelea entre hermanos también es muy clásico
Very interesting! I loved it!