Literatura Narrativa

Bandadas en el aire húmedo. Tres otoños barojianos

«Estos hermosos días de otoño me llenan de melancolía», escribe en una postal, a orillas del lago Leman, Sacha Savarof, una joven rusa que marcha a estudiar medicina a Ginebra tras la revolución de 1905. Se trata de la protagonista de El mundo es ansí, novela que Pío Baroja publicó en 1912. La frase, en sí, no tiene nada de especial: el otoño y la melancolía suelen ir de la mano en cantidad de obras literarias. Da la casualidad que tanto la escritura del libro como la historia que relata tienen lugar en los años previos a la Gran Guerra, período que ciertos historiadores consideran un momento de melancolía en Europa. Esto es, una época en la que predomina la impresión de que un mundo se pierde o se ha perdido ya para siempre, acompañada de un sentimiento de crisis, de una pesadumbre y tristeza sin causas claras, y de incertidumbre respecto al provenir1Ha escrito sobre el tema y, específicamente sobre la melancolía en Rusia (toska) entre las revoluciones de 1905 y de 1917, Mark D. Steinberg. Véase Mark D. Steinberg, “Melancholy and Modernity: Emotions and Social Life in Russia between the Revolutions”, Journal of Social History, vol. 41, núm. 4, Verano de 2008, pp. 813-841. Para la cita, véase Pío Baroja, El mundo es ansí, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1943, p. 17..

No cabe duda de que don Pío tenía bastante de melancólico: tanto en sus novelas como en su no ficción lamenta el desvanecimiento de un mundo pintoresco y con carácter frente a la industrialización y a la homogeneización de las costumbres. A menudo, este sentimiento se traduce en la idealización de lo rural, que parece irse irremediablemente. El novelista escribirá en sus memorias acerca de su provincia natal: «Esta pobre Guipúzcoa, en estos cincuenta años, ha quedado aplastada por completo, ha perdido su espíritu. Los forasteros de cerca y de lejos le han quitado el sello particular que le quedaba.»2 Pío Baroja, Memorias, Madrid, Minotauro, 1955, p. 190.    Cierto es que esto lo dice hacia el final de su vida, pero la misma idea puede encontrarse en sus primeros libros.

Las líneas que siguen no van tanto de la melancolía, tema sobre el cual se ha escrito extensamente, como de la estación que se le suele asociar: el otoño. Concretamente, se trata de apuntes en torno a la manera en que Baroja caracteriza su estación predilecta. Don Pío, como los noventayochistas en general, pone en práctica la escritura paisajística3Tan importante fue el paisaje en la obra de la Generación del 98 que Pedro Laín Entralgo no dudó en comenzar su clásico acerca de estos escritores refiriéndose al paisaje: el primer capítulo se titula “Un paisaje y sus inventores”. Véase Pedro Laín Entralgo, La generación del noventa y ocho, Madrid, Espasa-Calpe, 1970, pp. 15-29.
, y sus descripciones − de cómo se recorta una sierra en el horizonte, de los colores del sol reflejado en el mar, de las casas y sus ventanas en una ciudad centroeuropea…− suelen ser pinceladas minuciosas en su obra. En la paleta del novelista predominan los colores autumnales, los amarillos ocres, los rojos sangrientos, y en sus pinturas textuales destacan los juegos de luces y, sobre todo, los contrastes. El cuadro otoñal barojiano típico retrataría un parque, incluiría elementos acuáticos, y el conjunto daría sensación de frescura.

La voz del buen sentido

Me gustaría empezar con un otoño que contradice lo que escribe Sacha Savarof, es decir, la idea de que el otoño es una temporada melancólica, o por lo menos triste y nostálgica. Consiste en un apartado de la novela Las tragedias grotescas (1907), que es el segundo libro de la trilogía El pasado. La sección en cuestión se titula ‘Sentimiento de otoño’ y es acaso una de las meditaciones más articuladas acerca de la estación en las varias novelas de Baroja.

Para el autor, el otoño es un tiempo sobre todo alegre. El narrador nos dice: «El fecundo otoño, la época de los frutos sazonados, tiene fama de triste. Es una fama propagada por poetas llorones que no han paseado por el campo cuando los árboles empiezan a amarillear.»4Pío Baroja, Las tragedias grotescas, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1952, pp. 105-106. Posiblemente don Pío tendría en mente a Paul Verlaine y su conocido poema Chanson d’automne (1866), que, en efecto, le da a esta época del año un aire verdaderamente sollozante (Les sanglots longs/ Des violons/ De l’automne/ Blessent mon coeur/ D’une langueur/ Monotone…). Monótona le parecería a nuestro novelista esta caracterización un tanto sentimental.

A esta representación contrapone un otoño lleno de vida y de plenitud, y llega incluso a sostener una idea bastante singular: la melancólica, triste y chillona es, en realidad, la muy celebrada primavera. Esto es así, no a pesar del renacimiento de la Naturaleza, sino precisamente a causa de él. Porque, si para la Naturaleza (palabra que Baroja siempre escribirá con mayúscula) la primavera suele traer vida y el otoño muerte, al hombre no le sucede lo mismo: la primera muere y revive en ciclos eternos; el hombre, no. Baroja ilustra esta diferencia fundamental entre la temporalidad del hombre y la del entorno natural resaltando la melancolía primaveral:

El día de mayo es magnífico: el sol brilla, las praderas ríen, la Naturaleza grande, indiferente, se ha rejuvenecido con la misma fuerza de la primavera pasada; pero el hombre se encuentra pequeño y triste porque siente su insignificancia, ve que cada año que pasa es un año menos de vida, ve que no se renueva como el árbol ni como el arroyo, ni como la nieve del monte, y que lo que muere en él no vuelve a brotar jamás.5Ibid., p. 106.

Don Pío no participa aquí de una de las quimeras de la época: sabe que el hombre no se regenera y que para él el tiempo pasa, inclemente. La idea de regeneración estaba en boca de todos en la España de aquel entonces, cuando el regeneracionismo se proponía modernizar y renovar la vida pública del país, vista por muchos como ‘decadente’, en especial tras el ‘desastre del 98’. Este no era un tópico exclusivamente español, sino uno de los motivos fundamentales de la cultura modernista de la época. Es por esas fechas, en el cambio de siglo, cuando se habla en toda Europa no ya sólo de la regeneración de la política, sino también de la posibilidad de rejuvenecimiento biológico del hombre y de las palingenesias colectivas6Véase, por ejemplo, Marius Turda, Modernism and Eugenics, Palgrave Macmillan, 2010..

Para Baroja el hombre no está fuera del orden natural, pero tampoco está sometido a todos sus caprichos ni se beneficia de su eterno renacer. Y es precisamente el esplendor primaveral el que agobia al hombre, pues en medio de tan magnífico fulgor le resulta difícil «poner su acción». En cambio, al contemplar el lento morir de la Naturaleza, durante el otoño, el hombre se siente fuerte.

Toda esta reflexión acerca de un otoño alegre que conlleva fuerza y vitalidad toma lugar en un momento específico de la novela. La trama de Las tragedias grotescas se desarrolla en el París de los últimos años del Segundo Imperio y termina con la experiencia revolucionaria de la comuna. La mayoría de los personajes son españoles que viven en la capital francesa. Algunos intentan ascender en la jerarquía social insertándose en los círculos aristocráticos –algo en lo que se empeña Clementina, la esposa del personaje principal, Fausto Bengoa–, mientras otros no pueden salir de la pobreza.

El libro retrata una sociedad decadente y viciosa, y recuerda en más de una ocasión a la obra de Émile Zola. El París burgués contrasta con la precariedad de ciertos barrios bajos, hoy desaparecidos. Baroja critica la descomposición social que trae la industrialización, la búsqueda del placer sensual y, sobre todo, las apariencias. La familia de don Fausto no puede abstraerse del entorno, y el protagonista verá cómo su hija, Asunción, irá corrompiéndose por los esfuerzos de la madre y de madame Savigny por ‘casarla bien’. Llega un momento en que Fausto, desolado, cae en la cuenta de que su mujer lo engaña con personajes de la alta sociedad, y es entonces cuando llega el otoño confortante. El «murmullo de la lluvia y el gemido del aire en las chimeneas», que escucha desde la cama, le parecen a don Fausto ser la voz del otoño, la voz del buen sentido que le invita a no preocuparse por los disgustos, pues carecen de importancia ante el pasar de los siglos. El otoño le recuerda que la vida es corta, que hay que aprovecharla ante el abismo de la muerte, y termina dando un consejo: «Reducid vuestros proyectos a los estrechos límites de la existencia, y puesto que la vida es breve no intentéis llevar demasiado lejos vuestros planes.»7Pío Baroja, Las tragedias grotescas…, p. 108.

Lo anterior podría discordar con la figura del hombre de acción, central en la extensa obra barojiana, pero en realidad don Pío, a través de la voz del otoño, no incita aquí a la resignación. Esto sería casi impensable en un contexto cultural en el que se celebra el triunfo de la acción y de la voluntad sobre el destino y la abulia, idea fundamental para el autor y para varios de su generación. Simplemente, exhorta a encaminar la acción hacia fines que valgan la pena, y para Baroja ni la vida sensual ni el juego de las apariencias sociales se encuentran dentro de éstos.

Con todo, el otoño que presencia don Fausto en los parques parisinos es una estampa deliciosa que invita al recogimiento y que vale la pena reproducir:

En aquellos grandes parques, en los jardines bien cuidados, a pesar del perenne verdor de la hierba, se sentía como en parte alguna el paso del otoño; montones de hojas amarillentas se humedecían con la lluvia; otras grandes rojizas, llevadas por el viento, corrían y jugueteaban por las avenidas enarenadas. El agua reposaba en los grandes estanques, tan sólo algunas burbujas se desprendían del légamo del fondo a romperse en la serena superficie, y las hojas secas quedaban inmóviles en el líquido cristal. Las ondinas de piedra, los padres ríos de grandes barbas, ostentaban su cuerpo verdeante por los musgos y los líquenes. En el bosque, algunos árboles parecían de cobre; otros, desnudos y negros, se destacaban en el ambiente gris como tenues humaredas flotando sobre la tierra, y algún nido ya abandonado aparecía entre las ramas descarnadas.8Ibid., pp. 106-107.

Morir tenemos

Aunque a Pío Baroja el otoño le suele parecer alegre y ameno, en ciertas obras participa de la idea, acaso más extendida, de que la estación también es melancólica y evoca los días de otros tiempos, de un ayer perdido. La muerte del hombre es a veces la protagonista y el novelista ahonda en el recuerdo de quienes permanecen. Es el caso del breve cuento Playa de otoño, incluido en Vidas sombrías (1900), el primer libro del autor. 9El cuento puede leerse en lecturia.org (enlace al final del texto)

Se trata de un relato conmovedor en el que una mujer, María Luisa, visita un pueblo de la costa guipuzcoana, como hace cada año a comienzos del otoño mientras su marido viaja con amigos. Rememora en la playa las vivencias que el lugar ha presenciado y piensa con nostalgia en los amoríos con un hombre que duerme ya el sueño eterno. Cuenta el narrador: «Aquel viaje era para ella una peregrinación al santuario de sus amores, lugar donde su espíritu se refrescaba con las dulces memorias de lo pasado, y descansaba un momento de la fiebre de una vida ficticia.» En este caso, el agua también aparece como elemento central en el cuadro autumnal: la niebla, las olas del mar y sus espumas, así como el olor a marisma acompañan a la mujer en el recuerdo. El tono del cuento es inequívocamente melancólico, y es en la ‘playa de otoño’ donde María Luisa toma conciencia de lo fugaz de su existencia: «[…] yo habré pasado como la espuma que brilló un momento.»10Ver ibid.

Quisiera, sin embargo, concentrarme en otro cuadro otoñal triste en el que destacan las ideas de muerte y de eternidad. El gran torbellino del mundo (1926) es la primera novela de la trilogía Agonías de nuestro tiempo, y relata la vida del bilbaíno José Larrañaga y de una alemana, Nelly Bauer, en las postrimerías de la Gran Guerra. En el prólogo se explica que en realidad la historia de estos dos personajes la escribe un tal Joe inspirándose en sus viajes, de tal suerte que la novela está trufada de breves estampas que cuentan las experiencias e impresiones de Joe. Una de ellas se llama ‘El eterno otoño’:

El tren se ha detenido en esta aldea al anochecer. ¡Qué monotonía de la vida! ¡Todo siempre igual! —ha pensado Joe—. El humo sale de las chimeneas de las casas; la gabarra espera al lado de la esclusa; en sus cuerdas se está tendiendo las ropas; el perro ladra. ¡Siempre el mismo dolor, la misma melancolía de vivir!
Suena el Ángelus y el tin tan de los carillones, que se derrama por el aire nebuloso. De un bar salen los sonidos de un organillo; de una barriada obrera, gritos alegres de chicos, una canción de mujer y voces ásperas de trabajadores que vuelven de la fábrica.
¡Tristeza! ¡Tristeza!
El otoño triunfa; el campo se torna amarillo, las hojas de oro duermen en el agua muerta de los canales. El aire está cargado de humedad. El cielo es gris y de color de rosa. Hay bandadas de pájaros en el aire. Se siente como un peso en el corazón al notar este «morir tenemos» del otoño, y al pensar que así era ayer, así es hoy y así será mañana.11Pío Baroja, El gran torbellino del mundo, Madrid, Espasa-Calpe, Colección Austral, 1971, pp. 175-176.

En la estampa se repiten elementos que encontramos en el otoño de Las tragedias grotescas: la humareda, el agua quieta, las hojas, los colores autumnales que contrastan con el gris… Y, sin embargo, el texto adquiere un cariz manifiestamente doloroso. El efecto aquí es completamente distinto; no se trata ya de un entorno jubiloso, sino de un ambiente que alude a la muerte («el agua muerta», el «morir tenemos»). En la novela, Joe atraviesa la Alemania de la posguerra, donde presencia la miseria por doquier. En otro punto del libro, Baroja criticará las duras condiciones impuestas a Alemania tras el Tratado de Versalles: «Los cristianísimos ingleses y los humanitarios franceses habían condenado a todo un pueblo al hambre, con el bloqueo, ya después de hecha la paz.»12Ibid., p. 187.
Puede que la guerra y la miseria no estén presentes en el cuadro, pero éste se inserta en el contexto de entreguerras que rezuma muerte. Es un otoño decididamente luctuoso.

Ahora bien, junto con la muerte, hay algo en este fragmento que llama todavía más la atención: la idea de eternidad. En la aldea en cuestión, todo parece inmutable («¡Todo siempre igual!»). El pasaje recuerda a los cuentos que Azorín, otro noventayochista, reúne en Castilla (1912). Más concretamente, al uso que el escritor de Monóvar hace del eterno retorno nietzscheano. La eternidad es uno de los temas fundamentales de la obra azoriniana: en cuentos como Una ciudad y un balcón, Las nubes, La fragancia del vaso, Una flauta en la noche, o Una lucecita roja se relatan historias en las que el pasar de los años no alteran la presencia de ciertos elementos, símbolos de continuidad, de permanencia, de lo eterno. Ora el repique de las campanas, ora las olas del mar, ora las nubes, ora el fluir de riachuelos, ora los cipreses, ora un hombre en un balcón… Azorín encuentra en el tiempo cíclico la persistencia de una España profunda. Ahora bien, el retorno y los elementos sempiternos producen una honda melancolía, sentimiento que, según Inman Fox, representa para Azorín la quintaesencia del espíritu castellano y, por extensión, del ser español.13 Véase la introducción de Inman Fox a Azorín, Castilla, Madrid, Espasa, 2004, p. 34. Veamos un fragmento de La fragancia del vaso:

Todas las horas de todos los días son lo mismo; todos los días, a las mismas horas, pasan las mismas cosas. Las campanas dejan caer sus campanadas; el mostranquero echa su pregón; un buhonero se acerca a la puerta y ofrece su mercadería. Si hemos pasado en nuestra mocedad unos días venturosos –en que lo imprevisto y lo pintoresco nos encantaban– será inútil que queramos tornarlos a vivir. Del pasado dichoso sólo podemos conservar el recuerdo; es decir, la fragancia del vaso.14Ibid., pp. 177-178.

En ‘El eterno otoño’ Baroja también recurre al tañer de las campanas («el tin tan de los carillones») y presenta toda una serie de elementos (el ladrido del perro, las voces de los pueblerinos, los pájaros, los colores…) para dar al otoño el aire de una época triste que recuerda la sucesión de ciclos: «así era ayer, así es hoy y así será mañana». El paso de las estaciones contribuye a dar sentido al año como unidad temporal que se repite. Cabe decir que el uso del eterno retorno por parte de don Pío es más bien atípico. Baroja destaca en el género de la novela histórica, en las aventuras situadas en un momento histórico bien concreto, no en marcos cíclicos. Quizás su fascinación por el otoño le hiciera verter en él cierto encanto atemporal.

Ninfa y deidad báquica

Por último, vale la pena resaltar dos o tres aspectos de ‘El otoño en el país vasco’, sección con que Baroja concluye su guía El País Vasco (1953), estando él mismo ya en el otoño de su vida. Las primeras lluvias que refrescan el campo y la ciudad tras un estío ardiente entusiasman al escritor. Hay en este texto toda una sección de prosa poética exquisita, algo extensa como para reproducirla toda aquí. En ella, don Pío empieza todas sus frases repitiendo «Otoño es…», de manera que en varios párrafos hay una caracterización de la estación que combina líricamente lo alegre y lo elegiaco (a final de cuentas, al fondo de la melancolía parece haber un poso de júbilo, algo así como un dolor placentero).

Entre los elementos que evoca están la niebla, el sol enfermizo, el aire fresco, la lluvia, el rumor del viento, las campanadas, las hogueras, el graznido quejumbroso de las aves… Está presente también la noche otoñal y su carácter fantasmal que hoy nos resulta familiar: «Otoño es pasear bajo la bóveda celeste en la noche limpia y profunda, recoger en el fondo del alma el ritmo del Universo en el parpadeo confidencial de las estrellas y presenciar las fantasmagorías de la dama errante de la noche, que juega a los misterios con su luz espectral en las rocas y en los arroyos, en los estanques y en los troncos viejos de los árboles.»15Pío Baroja, El País Vasco, Barcelona, Destino, 1953, p. 485. A este cuadro se añaden las calabazas y las manzanas. Baroja también nos hace saber que una música otoñal podría ser una lección de piano de Czerny.

Destaca la índole femenina del otoño. Además de la nocturna dama errante, el novelista nos dice: «Otoño es acompañar a una mujer lánguida del brazo, al anochecer, y hablar con ella de la vida, de las ilusiones pasadas, mientras los gusanos de luz brillan misteriosos entre las hierbas.»16Ibid., p. 486 De hecho, para Baroja las personificaciones de la estación son mujeres divinas:

Otoño es una dama aventurera saciada de amores y de frutos; en el Mediodía, en las tierras del vino, muestra la carnación abundante de una Venus de Rubens; es barroca, espléndida, tiene el color dorado del Sol y en el cabello el adorno de los pámpanos y de las hojas de la viña; en los países del Norte, menos opulenta y más discreta, es una ninfa pálida, engalanada con flores, que marcha por prados entre las altas hierbas humedecidas por jirones flotantes de bruma.17Ibid., p. 484.

Este pasaje tiene su interés, ya que en él se percibe otro tema barojiano relacionado con el contexto cultural de las últimas décadas del XIX y buena parte del XX, es decir, el contraste entre el Mediodía y el Norte. Se trata de un tema sobre el cual Baroja escribe extensamente, ya sea en las novelas que se desarrollan en Europa en general, o en España en particular. La personalidad y el aspecto físico de sus personajes a menudo se explican a partir de esto, es decir, según vengan del septentrión o del sur. Acaso valga la pena esclarecer algo al respecto.

Tras el tópico decimonónico de la supuesta decadencia del mundo latino, surgen en Francia, en Italia y en España movimientos políticos y culturales que resaltarán las bondades de la civilización mediterránea y del clima y la geografía del Mare nostrum18Jon Juaristi pone como ejemplo a Charles Maurras y la École Romaine de Jean Moréas, que influirán en el maurismo español y en la bilbaína Escuela Romana del Pirineo. Véase Jon Juaristi, Sacra Némesis, Madrid, Espasa Calpe, 1999, pp. 241-246.. La exaltación del sur de Europa –del Mediodía– tendrá una vertiente artística considerable, y en España será importante sobre todo en Valencia (Azorín elogiará la «luminosidad mediterránea» de la prosa de Vicente Blasco Ibáñez y de la pintura de Sorolla19Azorín, Visión de España: Páginas escogidas por Erly Danieri, Madrid, Espasa-Calpe, 1972, pp. 50-52.) y en Cataluña, con el novecentismo de Eugeni D’Ors. Pues bien, Baroja, sin meterse en debates infantiles sobre superioridades e inferioridades, critica el mediterraneísmo literario (ridiculiza a D’Annunzio) y plástico, y se decanta por los matices, los «efectos atmosféricos» y las tonalidades suaves del Norte,20Véase Pío Baroja, El mundo es ansí…, pp. 117-119. de la España atlántica, cantábrica.

Y es en el país vasco autumnal donde don Pío mejor encuentra estas gradaciones de color y perspectiva. Explica que en vascuence el otoño no tiene nombre propio, pues quiere decir «verano último» (udazkena), y que esto probablemente tenga que ver con la posibilidad de que la estación sea una invención meridional relacionada con la vendimia: «La recolección, con sus fiestas báquicas, coincide con la época equinoccial. En el País Vasco, donde apenas hay vino, el otoño no tiene aire báquico; es un verano lánguido, suave y tardío.»21 Pío Baroja, El País Vasco…, p.486.

Y termina el escritor hablando del paso de las aves, de las bandadas de pájaros variopintos que viajan del Norte al Mediodía, lanzando gritos melancólicos.

 

Roberto Antonio Larrañaga Domínguez es mitad mejicano y mitad español. En la actualidad es Doctorando en Historia y Civilización en el Instituto Universitario Europeo (Florencia). Anteriormente ha realizado el Master Universitario en Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea (2015-2016), y es licenciado en Relaciones Internacionales por El Colegio de México (2008-2012)
Su tesis se titula De canales, plata e imperios: México dentro de la política exterior del Segundo Imperio francés. Directora: Erika Pani Bano. Esta tesis recibió el premio Genaro Estrada de la Secretaría de Relaciones Exteriores (México) en el año 2015.

Lee aquí Playa de otoño de Pío Baroja.


Texto © Roberto Antonio Larrañaga Domínguez
Fotografía © Nicolás Müller


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