En dos elementos simboliza Italo Calvino el proceso de formación de todo organismo vivo: uno es el cristal; el fuego, el otro. El cristal representa lo invariable, lo sólido, lo firme; la llama, lo cambiante, lo dinámico, lo elusivo. La llama, con su calor y sus impredecibles movimientos, traduce la intensidad de la vida. La transparente solidez del cristal evoca la firme nitidez de los descubrimientos. Simboliza, también, la perfección de las formas, la regularidad de las ideas, la exactitud de los conceptos, la precisión de lo abstracto y racional. En la llama encarna la luminosa presencia de las imágenes, los siempre cambiantes diseños de las voces que arden en las manos del poeta. A la metáfora del cristal le resulta ajena cualquier visión de movilidad y diversidad. La metáfora de la llama expresa cambio e inmarcesibilidad; la del cristal, exactitud y transparencia. Cristal y llama: tan opuestos y, sin embargo, de alguna forma, también tan semejantes. Fuego del tiempo y cristal del tiempo: ambos aluden a luminosidad, reflejo, brillo. Ambos se relacionan con la luz necesaria para percibir la intensidad de tantas imágenes esenciales.
El calor de los días y la luz de los días se reiteran en las voces escritas por los seres de palabras. Luz y calor del tiempo humano reflejados por una escritura que se esfuerza en llamar la atención sobre sí misma. Para todo ser de palabras, la búsqueda estética de sus voces será una manera de acercar hasta ellas el interés o la curiosidad de los lectores; atraparlos en esas páginas en las que viven y actúan las palabras. En un acto que revela un profundo rechazo al vacío, a lo despojado, a lo inexistente, el ser de palabras llena de voces las páginas que escribe. Necesita dar vida. Precisa escribir imágenes o ideas y proyectarlas más allá de sí mismo.
En su trabajo El arte romántico, dice Baudelaire: “Pocos hombres se hallan dotados de la facultad de ver; y menos aún son los que poseen el poder de expresarlo. Ahora, mientras los demás duermen, éste está inclinado sobre su mesa, lanzando sobre una hoja de papel la misma mirada que dirigía hace un momento sobre las cosas, esgrimiendo su lápiz, su pluma, su pincel.” Artista será, entonces, todo ser humano capaz de ver, y, sobre todo, de expresar eso que ve; de dedicar buena parte de su vida a decir, y, haciéndolo, a señalar su presencia. En su acto, que tanto se parece al del náufrago que arroja la botella al mar, esperando que alguien la recoja y lea el mensaje que ella contiene, todo artista, todo ser de palabras, necesita comunicar y compartir; pero existe, también, algo más: su pulsión por aferrarse a sí mismo.
El ser de palabras escribe y, al hacerlo, refleja su vida con sus caminos y laberintos y destinos. Pero, a la vez, la escritura refulge con brillo propio, tratando de atraer miradas sobre sí misma. De nuevo, la imagen del cristal; transparencia de la palabra que es voluntad de nitidez, de conjuro ante la confusión y la imprevisibilidad; forma de las informes circunstancias de la vida. Dar forma: la posible voluntad de orden del ser de palabras al escribir, reitera la cristalina solidez de las comprensiones, el propósito por ordenar ese universo que percibe y vive y siente a través de demarcaciones verbales con las que enfrenta el caos de lo tumultuoso o lo fragmentario.
Pero si ese propósito de orden y transparencia en la escritura se asocia con el símil del cristal, la imaginación del poeta se parecería más bien a la fuerza y el calor del fuego. El lenguaje imaginativo es el de las llamas. Imaginar, fantasear, soñar son actos que van más allá de las comprensiones y los raciocinios; acciones con las que se puede llegar a tocar lo indescifrable, lo incomprensible, lo intraducible. A través de la imaginación, el ser de palabras crea cálidas metáforas que analogizan realidades muy distantes, que relacionan poéticamente las comprensiones humanas ante el universo. Y existe, desde luego, el fuego del juego de las palabras. Juego y fuego: jugar con las cambiantes llamas que alimentan la curiosidad, la fantasía, los recuerdos; fuego del pasado que regresa reconstruido por el calor de los días presentes, por el fuego de la realidad misma. En la conciencia del ser de palabras, necesariamente enfrentada a su realidad, necesariamente viviéndola o padeciéndola o dominándola, vive el fuego de sus actos, de sus sueños o de sus pesadillas. Y su escritura está hecha con las llamas de sus circunstancias. Las formas del fuego fue el muy bello título con que bautizó uno de sus libros el poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre. Forma del fuego: forma de lo informe, disformidad o transformación incesante de las formas; forma de la luz y del calor, forma de la intensidad y de la pasión. Del fuego de la experiencia, del fuego del contacto con la realidad, queda para el poeta el rescoldo de los recuerdos: cenizas de la experiencia, brasas de lo vivido.
Y está, por último, el fuego del lenguaje mismo: el de las voces inflamadas por su expresividad; fuego de una verbalidad capaz de abrumar o seducir; de una expresión que, en su misma sonoridad y fuerza, se hace calor y color que llegan a privar sobre la idea y la imagen. Escueta pureza de la voz que por sí sola es exaltación que consigue ir más allá de la linealidad de las informaciones. Fuego de la voz capaz de transmitir lo incomprensible o lo indescifrable. Fuego del término que se consume en una explosión de palabras indisciplinadas, casi autónomas, que parecieran escapar de la voluntad de quien las hizo arder.
Texto © Rafael Fauquié
Fotografía © Gaspar Uhas
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