No creo que nunca llegue a hablar de ti lo suficiente. Hoy ha soplado el viento de manera confusa y ha calentando el sol de cuando en vez; las nubes se han paseado por mi ventana dejando un rastro difícil de seguir: destellos de luz y diminutas gotas de agua. He pensado en ti durante un buen rato. Al terminar de leer un libro después del almuerzo, con un té frío en las manos y un extraño disco de jazz fusión que incorporaba el tango en la mayoría de los temas sonando al aire libre, he recordado alguna de nuestras conversaciones. Vi un saltamontes volar desde el tallo quebrado de una tomatera hasta las hojas de una fragaria, brillantes y llenas de tierra, y lo seguí hasta que lo perdí de vista. Intenté sumergirme en lo que compartimos, en las densas noches de insomnio y las animadas discusiones que nos mantenían encendidos como la vela de un candelabro al fondo de un pasillo. Desde que te conocí nos rodeó la oscuridad. Y hoy, sin embargo, había salido el sol durante un rato y me había apetecido un café, un té y un glaseado pedazo de tarta de manzana. Se nos podía haber echado el mundo encima que nos encontraríamos en las estrellas y le sonreiríamos a todo el que quisiera mirarnos. Y, aun así, con todo lo que nos unía, con los delimitados contornos que había dibujado la vida a nuestro alrededor, encontramos un camino en el que el recuerdo haría de nexo entre ambos, un único punto en el horizonte, difuso e intermitente. Hoy pensé en ti y caí en la cuenta de que llevaba, al menos, tres o cuatro días sin acordarme de tu cara, de tus ojos castaños y tus acolchadas orejas, del lunar que escapaba de mi control y surcaba tu cara de un lado al otro como la luna a nuestro alrededor. Hoy está creciente y acaba de entrar en Virgo; intentaré dar un paseo antes de que se haga de noche. Hace, realmente, un día fantástico. ¡Si pudieras verlo, aquí, conmigo, te olvidarías de aquello que nos separó! Sí, seguramente tomaríamos una gran bocanada de aire y nos sonreiríamos con ternura hasta que nos sorprendiera el amanecer. Después desaparecerías de nuevo. Y es que yo nunca llegaré a hablar de ti lo suficiente.
En un principio traté de no hacerle frente, de dejarlo escurrir, quise meterlo en una caja de cartón y colocarlo en una esquina de la habitación, donde nos miraría con envidia, con los ojos abiertos como platos, grandes y curiosos. Pero pronto dejó de ser suficiente. Tú me querías, y lo hacías de verdad. Cada palabra que pronunciaban tus labios se hundía en el mar de mis temores enquistados como un bloque de hormigón. Podía notar cómo golpeaban la gelatinosa marejada de mi interior y rompían la rígida película que se formaba en su superficie; cómo se hundían poco a poco reventando las burbujas que todavía vivían ahí, recuerdos que nunca conseguiré despertar; hasta alcanzar el fondo, donde todo lo que no me importa acababa desapareciendo entre las sombras. Nos había rodeado la oscuridad desde que nos conocimos. Tú dijiste que te daba igual, que con estar conmigo era suficiente. Y yo lo recordé hoy tras perder unos minutos escuchando el canto de unos mirlos y las réplicas de unos violentos cuervos. Las gallinas del pueblo vecino lanzaban un mensaje al aire y las que viven aquí, tras la verja, lo recibían como un lejano y desconfigurado eco, lo codificaban y contestaban. Hoy estaba siendo un buen día para los pájaros.
La última vez que supe de ti me pasé dos días en cama. Volviste con dudas y complicaciones, con una falsa alegría que intentó sepultar todo lo que te aquejaba. Habías tenido unos días difíciles; y yo respondí con ilusión, con inocente alegría. Lo nuestro cruzaba galaxias sordas y mudas. Sin embargo, cuando creíste que ya era suficiente, que la distancia que nos separaba era demasiada, decidiste estirarla todavía un poco más como si fueran fideos chinos. ¿Y yo qué podía hacer? Pues, poca cosa. Sólo me quedaba observar cómo se fundía una preciosa y flagrante estrella en la oscuridad que salía de mí y me rodeaba. Y es que yo no te había querido nunca. Añadí una muesca más a la melancolía que me susurra canciones de cuna cada luna nueva, a la que me pide que me quede un poco más en cama, y contesté a una mariposa que decidió visitarme cuando los ojos comenzaron a llenárseme de lágrimas:
—Buen día para ti también.

Graduado en Economía. Ha publicado relatos en la revista Ícaro, Esperanta Digital y El coloquio de los perros.
Texto © Diego Vale Couso
Fotografía © Alex Robert
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