Literatura Narrativa

Una más que profunda reflexión de vida. Almas flexibles, de Fernando Fernández

Almas Flexibles

Siempre he creído que el título de una obra y su comienzo resultan definitivos en el germinal guiño de enamoramiento de un libro, como lo atestiguan, por ejemplo, obras cercanas a nosotros e imperecederas de la literatura como Pedro Páramo de Juan Rulfo o Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Confieso de igual modo mi inclinación por el uso de epígrafes categóricos, en función de la naturaleza del texto y de cuanto supuso para su creador en su más o menos sanador proceso de escritura, ya que toda creación implica en mayor o menor medida —en ambos sentidos, tanto para su hacedor como para sus potenciales destinatarios— un cauce de fluida y catártica liberación, pretendiendo volver al orden lo que es caos. No menos afecto soy a las dedicatorias, que creo contribuyen a humanizarlos.

Estos y muchos otros atributos más tiene el bello y desgarrador más reciente libro del poeta, ensayista y editor Fernando Fernández (Ciudad de México, 1964): Almas flexibles (Turner, 2021). Lúcido y conmovedor testimonio de quien en carne propia ha tenido que vivir la más que transformadora experiencia tras contagiarse y sufrir los drásticos efectos de la pandemia que desde hace poco menos de dos años asola al mundo, con Almas flexibles compartimos el que ha sido el difícil e intenso proceso de curación personal del escritor. Coinciden aquí sin dilación las voces maduras del poeta y el ensayista, y por qué no del narrador más ocasional que ha sido un voraz y agudo lector, en la sin duda entreverada génesis de un hermoso texto que igual desborda sabiduría, emoción sutilmente dosificada, dolorosas transparencia y honestidad, conocimiento de primera mano y oportuna investigación, a través de una prosa poética decantada e impecable.

Tan contundente como su título, el certero epígrafe utilizado de Montaigne del cual se desprende (“Las almas más bellas son aquellas que son más variables y flexibles”) nos remite a su vez al vívido pensamiento del filósofo y escritor latino cordobés Séneca en derredor del “saber bien vivir y bien morir” (sobre todo del más sosegado de Cartas a Lucilio), del que Almas flexibles ha abrevado con meridiana inteligencia. Y Fernando decidió transitar esta lastimosa experiencia en la mayor reserva, alejado de toda posible “curiosidad sana o malsana”, como él mismo escribe, y entre las nítidas fotografías de los pocos personajes que acompañaron su complicado camino hacia la sanación física y emocional, la de a quien está dedicado (Verónica Chicurel, mejor conocida como Chicu, hija del notable científico ya fallecido Ricardo Chicurel de quien Fernando también nos obsequia una cálida estampa) responde a que fue quien estuvo más cerca, entre otras razones porque ambos se contagiaron por la misma época —el destino y el azar siempre nos rebasan— y en su espinoso itinerario se consolidó un entrañable afecto mutuo.

Conozco a Fernando desde hace la friolera de casi cuarenta años, desde cuando fuimos compañeros de la carrera en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y desde entonces se fraguaron una estrecha amistad y una complicidad literaria nacidas tras una compacta cofradía de apasionados lectores que contribuyó a formarnos. Uno de los personajes centrales en Almas flexibles, por cuanto ha representado la figura de su padre, el Arqui Fernández —como le llamamos— aparece aquí de cuerpo entero, y mi sincero aprecio por él se ha acrecentado tras el hondo retrato que Fernando nos ofrece, con una sabiduría y una entereza admirables frente a la adversidad que consigo ha traído el paso implacable de los años. Los otros gravitan en mayor o menor medida en esta especie de ascenso dantesco, como su madre y sus hermanos, o su joven y sabio doctor Benjamín Valente-Acosta, o Sasha Sokol y Alejandro Soberón que generosamente acompañaron su proceso, o la no menos pródiga Vicki Clay, o la querida Álber que ayudaba a la familia Chicurel y tuvo un destino más trágico, o su amada y no menos sabia gatita Madrina.

En cuanto me enteré por el mismo Fernando de lo que había sufrido casi en el estoicismo, ya a toro pasado y publicado el libro, lo primero que sentí a la distancia, yo en Chihuahua, es no haberlo podido acompañar, porque si bien en estos largos años hemos estado más o menos cerca (menos, por ejemplo, en la prolongada temporada que pasó en Asturias tras las huellas de sus antepasados para la construcción de Oriundos), mi cariño y mi admiración se han mantenido incólumes. Pero su decisión de vivir esta auténtica pesadilla en solitario la he comprendido, porque creo que yo habría hecho lo mismo, blindándome lo más posible y sin alterar innecesariamente a mis seres queridos. En este sentido, Almas flexibles resulta ser ejemplo de sorprendentes ecuanimidad y juicio reflexivos, describiéndonos incluso los olores y sabores ásperos que en él se detonaron contradiciendo el lugar común de pérdida del olfato y el gusto, y esta virtud se acrecienta si caemos en cuenta, como también expresa el mismo autor, que no ha pasado el tiempo suficiente para analizar los hechos con la perspectiva que sólo la distancia necesaria con respecto a los mismos proporciona.

Acopio de saberes múltiples (es ya, por ejemplo, uno de nuestros mayores especialistas en torno a nuestro eterno poeta joven Ramón López Velarde, de quien este año se conmemora su centenario luctuoso y en lo cual trabajaba cuando lo atrapó el virus SARS-CoV-2, el 31 de mayo del 2020), Fernando nos regala una muy bella y detallada elucidación del famoso y más bien atípico Septeto o Septimino en Mi bemol mayor, opus 20, de un Ludwig van Beethoven todavía en su primer periodo clásico, porque ambos compartimos de igual modo esta otra no menos sanadora querencia (al igual que con nuestro querido Sergio Vela, a quien por él conocí desde esos años juveniles), el lenguaje universal por antonomasia del que bien escribió Nietzsche a su confesor Peter Gast, convirtiéndose en una de sus más exactas definiciones: “La vida sin la música es sencillamente un error, una fatiga, un exilio”.

Por lo demás, Almas flexibles, de Fernando Fernández, tiene la cualidad superior de ser uno de esos libros que nos atrapan y se dejan leer de principio a fin sin pausa, más allá de constituir una pertinente e invaluable enseñanza en medio de este abrumador parteaguas que pareciera haber metido a la humanidad en un oscuro y absorbente remolino del que sabe Dios cuándo logremos salir definitivamente.


Texto © Mario Saavedra


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