Es normal que no se acuerden mucho de ti en este mundo actual, a pesar de que cumples doscientos años. Porque hablas de cosas que estos tipos de los algoritmos y de la masificación de todo no entienden. En “El idiota” a tu príncipe Mischkin todos lo llamaban idiota pero era el único que se enteraba de las cosas. Era el único que palpitaba con lo que palpitaban los demás, y los conocía a todos porque los amaba a todos. Sentía la palpitación de las otras personas, no sus datos y sus códigos.
En tu “Crimen y castigo” Raskolnikov acaba dándose cuenta de lo que vale una vieja cutre, después de infinidad de noches torturándose en su buhardilla. Lo confiesa en comisaría pero aún no está convencido. Solo se da cuenta en el tren que lo lleva a Siberia porque Sonia que lo ama (y que enamora a todos los presos del tren) se lo dice. Pero eso es demasiado para estos tipos de ahora ahítos de algoritmos, de altas tecnologías que según ellos lo resuelven todo. Porque tú hablas de algo que no puede fabricar ninguna tecnología, hablas de la vibración de la vida (por no decir del alma, qué palabra tan intempestiva) que dormía incluso dentro de la vieja avara.
Y en tus “Memorias del subsuelo”, con esa confesión desgarrada y contradictoria que nadie ha superado nunca, llena de vida abismal, ese hombre subterráneo (mucho más subterráneo que los de Kerouac) echas pestes de la ciencia moderna, de la felicidad a la fuerza, y de todas las convenciones del progreso.
Y en tantas novelas tuyas, en “Los demonios”, en “Los hermanos Karamazov” tus borrachos se cuentan su vida sin parar en las tabernas, tus criminales tienen momentos de generosidad increíbles que se saltan toda la psicología mecanicista moderna. Y a todos les sale la vida entera por los ojos, vomitan un montón de experiencias como si nos echaran su aliento tan profundo.
Yo diría que eres un peligro, pones en duda la felicidad enlatada y fabricada industrialmente, dudas de las pastillas para la felicidad del laboratorio, dices que te importa un pimiento que dos y dos sean cuatro y que eso no te resuelve nada. Ni a mí tampoco. Y mucho menos los algoritmos y las abstracciones económicas. Y los putos robots sin alma. Tú con tu angustia de carne y hueso, con tu palpitación (como después Unamuno, Chestov, Camus) pides algo más íntimo y más concreto. Algo mas espiritual y apasionado, y al mismo tiempo más carnal. Te importan una mierda los programas y las preguntas frecuentes, igual que a mí.
Comprendo que no te recuerden mucho. Eras un exaltado. Estabas lleno de fiebre y delirabas sin parar, o sea, te sincerabas sin fórmulas y sin tópicos, sacabas todas las tripas ardientes de la vida. Aún ahora hay satinados y relamidos que dicen que escribías mal, porque para ellos es hacer peluquería con las palabras. Cuando lo que cuenta es llenarlas de vida hasta lo más asombroso, como hizo después Celine. Le chillaste a la gente su angustia, su amor, sus sufrimientos, sin cortapisas, sin pararte a pensar en las buenas maneras, por eso me hacen temblar tus libros.
Comprendo que ahora eres un peligro público. Tolstoi habló en la “Sonata a Kreutzer” de prohibir la música porque trastorna demasiado a la gente, les hace concebir sentimientos que nunca tendrían de otra manera. Y ahora son capaces de prohibirte a ti por lo mismo. Y porque cuestionas esta época de balances y de idiotez artificial. Le llaman inteligencia a eso, ja, ja. Yo prefiero la idiotez candente de tu príncipe Mischkin. Y prefiero tu vértigo y tu literatura. Tus “Noches blancas” de lucidez nostálgica. Tu sentir vivo y único (fuera de los putos algoritmos) a cada uno de los “Humillados y ofendidos”. Unos cuantos apasionados huidos de los algoritmos sí te recordamos apasionadamente.
Texto © Antonio Costa Gómez
Fotografía © Wikipedia
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