Dramatis Personae.
- Aida Benyúsuf y Samir El Hakim: matrimonio en peligro de muerte.
- Kamal: hijo de Aida, muerto ahogado.
- Kamal 2: fantasma del hijo ahogado.
- Sundus Benani: farmacéutica, amiga de Aida.
- Farid Benmusa: contable de la empresa del matrimonio.
- Latifa Belgad: criada de la pareja, aficionada a la magia negra.
- Naila Brahim: médium.
- Abdulah Mutawakil: exorcista.
- Salim Cherkaoui: psiquiatra.
- Madani Khalil: inspector de policía.
- Abdenúr Mesrar: exmarido de Aida, exconvicto.
La acción transcurre en Berrechid y los alrededores.
CUATRO.
Al día siguiente, Samir pasó primero por el taller en busca del contable y, al no encontrarlo, fue al hospital a ultimar los detalles del asesinato de Aida. Tenía que mostrarse abatido y triste por autorizar su internamiento y seguir fingiendo que la quería mucho. Él, como los psicópatas más célebres, era experto en interpretar papeles de hipócrita y cínico, exteriorizar emociones fingidas, realizar camuflajes psicológicos y exhibir falsas actitudes como una presencia carismática, una sonrisa embriagadora e hipnótica. Nadie podía ver que detrás de esa máscara solo había un océano de hielo.
Aida estaba en la cama, pálida, la compostura desaliñada. No había pegado ojo en toda la noche. Él le dio un beso, mostrando preocupación.
—Acabo de despedir a Latifa —declaró ella, con un rictus de dolor en la cara.
—¿Qué pasó, cariño? —inquirió él, fingiendo compasión.
—Picada por la curiosidad y deseosa de saber si tenía copia de la llave del piso, hurgué en su bolso y mira lo que encontré —indicó, sollozando, sacando bajo la almohada unas braguitas color fucsia. Sus ojos se habían puesto violetas de indignación.
—¡Dios mío! ¡Pero si son tus bragas! ¿La denunciaste? Habrá robado el reloj también.
—No. Creo que robó solo la prenda, bien porque quería enaltecer su ego, bien porque pensaba ponérsela al tener sexo. Le pagué la mensualidad y se marchó. Tengo cosas más serias en qué pensar. —Se mordió el labio, contrita.
—Sí. Lo sé, querida. Me han llamado ayer para autorizar tu ingreso y acabo de hacerlo. Es por tu bien, claro, porque te amo y quiero que te repongas pronto. Mañana te trasladan al pabellón de psiquiatría. No va a durar mucho, mi nena. Bueno, voy a comer algo y luego iré al taller.
La besó con fingido cariño y salió. Poco después llegó Sundus, cariacontecida. Expresó lo mucho que lo sentía. Explicó que la había llamado al móvil para tomar café juntas y, por ver que no contestaba, llamó a la empresa y le dieron la triste noticia. Sundus exploró discretamente el lugar del crimen, mientras cotilleaban, y vio que todo estaba perfecto. Se despidió y fue a inspeccionar los lavabos donde se disfrazaría más tarde.
Samir salió de la ciudad poco después de las seis de la tarde y condujo rumbo a la aldea de Naila, situada al noreste, yendo hacia Ulad Hamza.
Se sorprendió al advertir que imágenes de su infeliz infancia brotaban en su mente como una lluvia torrencial. Por muy lejos que remontara en su memoria, lo único que sobresalía era ese inhumano momento en que lo recogieron de la calle para llevarlo a un orfanato donde lo vistieron y dieron de comer, pero donde sobre todo abusaron de él. Luego, al lograr escapar de allí, fue dando tumbos por diferentes oficios: recadero, limpiabotas, camarero, ladrón de poca monta, prostitución masculina en Marrakech, con apenas 12 años. Continuó haciendo lo mismo, a diestro y siniestro, hasta que las cosas cambiaron y se hicieron más risueñas cuando descubrió lo que sería su loca pasión duradera. Lo había visto en una película: el protagonista psicópata cortejaba a desesperadas y lánguidas viudas a quienes ofrecía sexo y luego mataba para quedarse con su dinero. Así fue cómo empezó todo. Su físico, su energía y sus astucias invitaban a ello y hacían mella entre este tipo de mujeres. Por codicia más que por lujuria tuvo que asesinar por separado a tres de ellas. La situación de soledad e incomunicación en que estas se encontraban le facilitó la faena. Obró con frialdad y sin el menor remordimiento. Para borrar pistas, abandonó la ciudad ocre por la capital económica en la que el crimen organizado ofrecía más ventajas aunque las autoridades no se andaban con chiquitas y si algunos agentes lo tenían entre ceja y ceja, siempre había algún arreglo, algún favor a cambio. Entonces conoció a Sundus quien le orientó a cortejar viudas más hacendadas y adineradas, a casarse con ellas y quedarse con su fortuna, después de asesinarlas.
Interrumpió su ensimismamiento al ver a lo lejos a unos gendarmes formar barrera, agitando los brazos. Había que detenerse. Una motocicleta volcada en la cuneta, un cuerpo yaciendo cerca y un coche en la carretera, atravesado. El sudor corría por el cuello de Samir, por temor a que lo reconocieran. Pero los gendarmes no pedían documentación a la gente y solo intentaban agilizar el tráfico.
Pisó el acelerador, desesperado por acortar la distancia.
Recordó que después de ahogar a su hijastro Kamal y antes de ir a Marrakech, se había percatado de que un hombre bajito y delgado, de brazos cortos, la cabeza cuadrada, lo seguía. Había presenciado el crimen y quería cobrar por su silencio. Samir fingió asentir. Subieron al coche. Samir condujo hasta llegar a unos matorrales abigarrados donde paró. Alzó la vista y miró alrededor. Nadie. Entonces sacó de la guantera un fajo de billetes y se los entregó al chantajista quien se quedó demasiado ocupado en contar tanto dinero como para fijarse en él. Momento que Samir aprovechó para clavarle la navaja en el vientre. Apretó con rabia y odio. El hombre se encogió sobre sí mismo y luego se desplomó, la cabeza chocando con la ventanilla.
Samir dejó de recordar su tenebroso pasado al ver que llegaba a destino.
Aparcó cerca de la mezquita, se cubrió de pies a cabeza con una ligera chilaba con capucha, a guisa de disfraz de un ferviente creyente, se apeó y se dirigió, no a la mezquita, sino a la casita de Naila que se hallaba en uno de los extremos del barrio. Reconoció la construcción en adobe de una sola planta. Llamó y la puerta se abrió cautelosamente. Con cierta repugnancia, traspasó el umbral, penetrando en una estancia sucia y reducida, iluminada por un candil de gas. En aquel hediondo rincón había una cama grande sin hacer, donde dormían sin duda madre e hijo, una mesa sencilla y dos sillas desvencijadas. Estaba sola. Mientras cerraba la puerta, estando de espaldas, él, sin perder un instante, le puso el cinturón alrededor del cuello y la derribó. Apretó fuerte. La vieja no se resistió. Era como si esperara la muerte con un mórbido anhelo.
Samir oyó entonces un ruido de pasos provenientes del pequeño patio que servía de lavabo y baño. Dejó caer el cadáver de la vieja y fue a dar un vistazo. Era un gato que trepaba a la azotea por una escalera de madera destartalada. Lo que no vio Samir era que Ismael había bajado minutos antes a ver quién llegaba a casa. El espectáculo que se ofreció a sus ojos le heló la sangre en las venas: aterrorizado, vio cómo Samir estrangulaba a su madre y temiendo por su pellejo, volvió rápidamente a la azotea, para esconderse. Estaba con un chico y dos niñas. Utilizaban de noche la azotea para divertirse y explayarse, fumando, bebiendo y teniendo sexo, al abrigo de cualquier impedimento. Lo hacían después de que su jefe, un proxeneta de 23 años, les repartiera el dinero ganado en Casablanca y les dictaba proyectos para el día siguiente. La prostitución infantil movía más dinero que el narcotráfico, pero el jefe les dejaba solo algunas migas, lo justo para pasárselo bien en la azotea. Con los pelos de punta, la adrenalina subida y el corazón latiendo a toda velocidad, los cuatro amigos se asomaron y vieron cómo Samir aceleraba el paso hacia su coche, ponerlo en marcha y desaparecer en la noche que caía.
A la hora indicada, Sundus había entrado ya al hospital. El personal estaba cambiando de turno: se marchaban los enfermeros de noche y llegaban los de día. Por suerte, el puesto de enfermería estaba vacío porque unos enfermeros llevaban a un paciente recalcitrante a la sala de hidroterapia y otros acompañaban a una mujer que podía fallecer en cualquier momento, por lo que nadie prestó atención a Sundus que aprovechó la ocasión para colarse en los lavabos. Salió momentos después, vestida con bata de hospital y una mascarilla que le ocultaba la parte inferior del rostro, pasó a la habitación y cerró la puerta, después de echar un vistazo al recodo del pasillo y ver que estaba vacío. Acto seguido, se acercó a la cama, donde estaba Aida, envuelta en un camisón. Miraba al techo con ojos carentes de expresión. Todo en ella mostraba una situación de desamparo. Sundus extrajo del bolsillo de la bata una jeringuilla con aguja hipodérmica, seleccionó la vena cefálica de la mujer, estiró la piel por debajo del lugar de la inyección con el pulgar y la clavó, vaciando el aire contenido en ella. Aida tenía los ojos cerrados y una expresión tranquila, porque suponía que le estaban inyectando la segunda dosis del sedante. Sundus imprimió con cautela las huellas de Aida en la jeringuilla, la dejó caer y salió sigilosamente.
De vuelta al piso, tarde en la noche, los amantes se asearon y se acomodaron en el salón para festejar la victoria y el botín adquirido.
—¡Por el crimen perfecto! —entonó Sundus, chocando estrepitosamente su copa con la de su amante—. Todo ha terminado, mi rey. Acabo de matar a Aida.
—Y yo a la vieja. Falta el puto niño. Pero voy a quitarme de encima a esa lapa mañana sin falta.
Dejaron las copas y se retreparon en el sofá. El escote de Sundus bostezaba generosamente y sus pechos provocativos suspendieron un momento el pensamiento de Samir, sobreexcitándolo. Alargó la mano y los liberó tirando del sujetador, luego se inclinó para darles unos frenéticos lengüetazos, gruñendo como una bestia y husmeando como un perro rabioso su perfume ensordecedor, una mezcla afrodisíaca de ámbar y almizcle que hervía la sangre en las venas. Se besaron febrilmente para iniciar el precalentamiento.
—Ahora tengo todo lo que ella tenía, dinero, bienes, —cantó, zafándose un instante de sus besos, haciendo chasquidos con los labios, luego musitó—: Incluso su ropa y su marido.
—Te lo mereces todo, mi adorada putita.
—Y ya tengo otro plan para ti, mi semental —expuso, triunfante, con una obscena sonrisa curvándole los labios—. Esta vez la víctima es de BenGrir, muy rica y sin hijos ni relación. Y con un cuello a estrangular de los que te dejarán empalmado por mucho tiempo.
—¿Tan pronto, conejito mío? Deja que pase el período de luto, por lo menos. Sí que tengo una coartada a prueba de bomba —concedió, recalcando las palabras—, pero habrá que echar tierra primero sobre el asunto.
Había colocado ya sus manos bajo sus nalgas desnudas y metido sus dedos en las bragas para arrancárselas. Pero de pronto se inmovilizó. Algo había dicho ella que no era pertinente.
—¿Qué has dicho? —bufó, con una mirada entre afable e inflexible.
—Que somos ricos, mi cerdito.
La frase salió de su boca dulce y acaramelada, pero él la recibió en la cara como un montón de petardos que explotan.
—¿Dices “somos? ¿Se te cruzaron los cables? ¿Qué mosca te ha picado? Tú eres mi cómplice y siempre te ha tocado un 30 %.
—Escúchame bien, codicioso de mierda. Ambos tenemos la sartén por el mango y estamos con un pie en el cadalso —clamó ella en un cóctel de ira, frustración y tristeza, el rostro cerúleo—. Tengo derecho a la mitad de la fortuna de Aida, además de quedarme con sus joyas. ¿Te enteras?
Aquello era pedir peras al olmo. El hombre bramó de repente, echando espumarajos por la boca, y la golpeó en la cara. Notando el hilillo de sangre que brotaba de su boca, Sundus se soltó y le arañó furiosamente con las uñas, soltando palabras obscenas. Entonces él se convirtió en lo que era realmente, un asesino en serie. Le forzó el brazo por detrás de la espalda, torciéndolo hasta que ella tuvo la sensación de que estaba roto. Logró soltarse un momento y se levantó para escapar. Él la cogió por un pie y la hizo caer al suelo y se abatió sobre ella. No se necesitaba mucha fuerza para estrangularla. Estaba borracha. Una simple presión sobre la arteria carótida y el nervio vago. No obstante, presionó fuerte y más fuerte. El rostro de Sundus pronto empezó a tornarse azulado, los ojos a desorbitarse, los órganos internos a convulsionarse y el cerebro a apagarse. Oyó cómo su corazón revoloteaba aceleradamente en su pecho, luego débilmente. La mujer agitó los brazos como si intentara apartar de su vista a terribles demonios, luego cedió.
En ese momento el salón, que estaba en semipenumbra, se iluminó bruscamente y el silencio absoluto que allí reinaba fue sustituido por una voz fantasmal que se elevó en la estancia:
“¿Mamá, dónde estás? ¿Por qué me has abandonado?”.
Samir soltó el cuello de la víctima y paseó su mirada alrededor, buscando una explicación. Se levantó, tambaleándose, presa de terror por la nueva situación pesadillesca que se les ofrecía. Sundus comenzó a volver en sí, abriendo los ojos, abotargada. Se incorporó a su vez, la mano al cuello lacerado, la mirada de un demente. Tosió, produciendo tremendos estertores y sibilancias por falta de aire en sus pulmones.
Algo así como en un teatro, cuando sube el telón para homenajear a los comediantes, Samir y Sundus avanzaron un paso hacia la entrada del salón, pero en sus rostros no había satisfacción o exaltación, sino estupefacción y asombro. Estaban como si los hubiera fulminado un rayo. La tensión aumentaba. La voz alcanzó un tono descabellado con el tic tac de un reloj. Ambos observaron, con ojos vidriosos y circundados por las arrugas del pavor, la aparición de Ismael, como trasladado por teledeportación. Esta vez vestía una camisa a rayas y un jean deslustrado. Llevaba en las manos el reloj de pared. Aliviado de que ahora tenía una visión más clara de las cosas, Samir farfulló:
—Hombre, Ismael, no debiste robar el reloj para chantajearnos —aseguró, intentando permanecer impertérrito—. Te estuve precisamente buscando ayer y hoy para daros a ti y tu madre la última parte del dinero que debíais.
—Mocoso de mierda —gruñó Sundus, iracunda—, te sacamos de un agujero frío y maloliente, te dimos pan y techo y dinero y en recompensa pensaste chantajearnos.
—Calla, mujer —replicó Samir con una sonrisa desmentida por el temblor de sus labios. Fingía reprehender a Sundus, el entrecejo fruncido—. ¿No ves que él ha venido a devolvernos el reloj y cobrar lo que le debemos? Ven, hijo, acércate, dame el reloj. Has estado genial representando a Kamal y grabando tu voz. Vamos a ser muy generosos contigo.
—Maldito y asqueroso asesino —gimió el chico, las lágrimas afluyendo ahora a sus ojos, la cara arrugada por el dolor—, vi cómo estrangulabas a mi pobre madre.
Aquella declaración provocó una expresión de pánico indescriptible en el rostro del aludido. Profirió un extraño sonido gutural amenazador y avanzó hacia él.
Del hall se escucharon unos furtivos pasos y Farid entró en tromba en el salón.
—No, no. No permitiré que hagas lo mismo con Ismael.
Una sonrisa sombría jugueteó en los labios del chico, al verse protegido.
Samir y su cómplice miraron de un sitio a otro, desprevenidos y sin dar crédito a lo que veían. A ella se le tiñeron las mejillas de rosa y un escalofrío le produjo tiritera. Él se quedó con la boca abierta y un rictus de ridícula idiotez le puso los nervios a flor de piel. Se le hizo un nudo en la garganta, pero logró decir:
—¡Mira quién aparece ahora!¿Pero qué coño significa todo esto?¿Y cómo explicas tu brusca desaparición del taller?
—Te lo explico en pocas palabras. El reloj lo robé yo, entrando en casa con un duplicado de llave vuestra, y lo llevé al anticuario quien lo abrió y mostró dónde, a petición tuya, había camuflado la grabación, creyendo que contenía un recordatorio de las oraciones de rezo.
—¿Y se puede saber cómo lo adivinaste todo?
—Pura casualidad: ¿recuerdas que en casa del exorcista sonó en el reloj del patio una voz invitando a la oración vesperal? Pues, bien, esa grabación me hizo pensar en vuestro reloj y en su posible manipulación para enloquecer a Aida. Y para comprobarlo, fui a ver al anticuario.
—Te felicito. Siempre hemos reconocido Aida y yo que eras más inteligente que todos nosotros. Bien, supongo que has hecho todo esto para chantajearnos. ¿Cuánto pedís, tú e Ismael? No olvides que somos ricos —prosiguió, enfatizando estas dos palabras, mirando a su amante, como si quisiera redimirse y recordarle que tenía derecho a su parte—. Podemos llegar a un acuerdo entre delincuentes, ya que tú también lo eres ahora, por allanamiento de morada y robo calificado. Te has metido en camisas de once varas, amigo Farid.
—De ningún modo —exclamó una voz que emanó del corredor.
Era el inspector Madani que salía del hall. Se había quedado oculto en el pasillo para grabar la conversación de los malhechores, primero con Ismael y luego con el contable. Y ahora le tocaba seguir con la estratagema. Prosiguió, con una expresión lobuna:
—El señor Benmusa ha obrado para ayudar a la justicia y se merece nuestras felicitaciones. Le acompañé en persona a ver al anticuario quien, además, va a testificar en tu contra —aclaró, mirando a Samir—. En cuanto a Ismael, fue corriendo a avisar a los gendarmes, poco después de ver cómo matabas a su madre. Por el momento el Ministerio Público te acusa del asesinato de la señora Naila Brahim, una antigua y conocida prostituta, y no una médium, y de dos delitos, el de gaslighting contra tu esposa y el de difamación contra Mesrar Abdenúr, quien regresó a España tras asistir al entierro de su hijo Kamal. Tú lo utilizaste luego como pantalla de humo para despistar a la policía y amedrentar a tu esposa, usando disfraces y llamadas anónimas.
En ese momento sonó con estridencia el teléfono fijo. Contestó el inspector, identificándose. Era la enfermera de Aida. Llamaba para informar que la pobre mujer acababa de sufrir una tentativa de homicidio. El policía escuchó largo rato, inmóvil, sin que su pétreo rostro expresara la menor emoción. Pero sus ojos parpadeaban febrilmente. Colgó al final y un silencio sepulcral invadió la estancia.
—Han intentado asesinar a la señora Benyúsuf. La enfermera que acudió a darle la segunda dosis del sedante la encontró sufriendo graves convulsiones, descubrió la jeringuilla y alertó al médico jefe quien le aplicó un tratamiento anticoagulante intensivo a tiempo y la salvaron de milagro.
—¿Dijo si tenían alguna pista? —inquirió Farid, preocupado, arqueando las cejas.
—Sí. Están estudiando la silueta de una extraña enfermera que aparece en el vídeo de la cámara de seguridad. Se la ve pinchando a Aida y luego salir del edificio, poco antes de que llegara la enfermera oficial.
El inspector sacudió la cabeza, con aire de cansancio en el rostro. Se tomó su tiempo para encender un cigarrillo y darle una larga calada. Giró la cabeza y dijo a Sundus, extendiendo el brazo y apuntando con el índice:
—La policía sospecha que usted es la autora de esa tentativa. De todos modos están ahora identificando a esa silueta.
—Pero si Aida no ha muerto, no veo de qué acusarían a nadie —apuntó la mujer, con un destello de interés en sus ojos penetrantes.
—De tentativa de asesinato, señorita. Pero escúcheme bien —aclaró el agente, en tono conciliador y afable—, el juez puede ser muy magnánimo y conmutar la condena si hay colaboración con la justicia. —El inspector se dio unos golpecitos en la frente y añadió, mirándola con acritud—: En ciertas circunstancias, señorita, conviene jugar sus bazas.
—¡Calla, Sundus! No digas nada, es una trampa —espetó Samir, enjugándose la frente y dirigiéndole una mirada asesina—. Si no, apechugarías con las consecuencias.
Sus ojos se habían puesto violetas de indignación e ira. Ella hizo oídos sordos y dijo, observándole con un destello de odio y malignidad en la mirada, tocándose el cuello dolorido, la sonrisa forzada:
—¡Menuda suerte tiene esta mujer! La jeringuilla que le clavé en la vena mataría a tres elefantes —confesó, luego añadió con una tosecilla teatral—: ¿Qué quiere saber, inspector?
—Solo dos preguntas. Respecto a las llamadas anónimas, fue usted quien las hizo, ¿no?
La pregunta hizo mella en ella.
—Afirmativo. Pero siempre bajo la instigación de Samir. ¿Y la segunda pregunta? —inquirió, mirándole con sus oscuros ojos donde brillaba ahora una esperanza de salvación.
—Estamos barajando teorías sobre misteriosas muertes, pero nos faltan pruebas que reforzarían la verdad sobre este caso.
—¿Qué muertes, inspector? Ahora ya saben todo lo que ocurrió.
—Me refiero a la muerte de Kamal y su abuela.
Hubo una larga vacilación, tras lo cual ella rompió el insoportable silencio reinante, declarando:
—¡Fue él, inspector! —aclaró, con la mirada fija en el policía—. Ahogó al niño antes de viajar a Marrakech, asesinó a un testigo ocular y más tarde maquilló el asesinato de su suegra en accidente.
—¡Mentira! Puta de mierda. ¡Imposible! —aulló Samir—. Porque en ambos casos yo estaba a doscientos kilómetros de distancia. En mi móvil aún conservo las llamadas telefónicas que realicé hablando con mi esposa.
—Vamos, vamos, Samir, déjate de triquiñuelas y no te andes con rodeos —contradijo Farid, con un deje de sarcasmo—, todo el mundo sabe que un celular sin GPS no muestra ninguna localización del usuario. Sobre todo cuando tu móvil es de pago ilocalizable.
—Así que ahora —interrumpió el policía—, se te acusa, no de uno, sino de cuatro asesinatos y dos tentativas de homicidio con alevosía y premeditación, además de los delitos ya citados.
El blanco de los ojos del aludido pareció llamear en dirección a Sundus y, presa de un odio indescriptible, rugió como una bestia:
—¡Hija de la gran puta!¡Zorra asquerosa! Fuiste tú quien mató a mi suegra con un alambre atravesado en las escaleras. Y mataste también a muchas otras mujeres, lo puedo jurar por el Corán mismo.
—Le explicará todo esto al Fiscal en su debido tiempo —concluyó el inspector, mientras se disponía a detenerlo.
Viéndose perdido y, para salvar su pellejo, Samir miró alrededor en busca de una escapatoria, pero estaba acorralado entre la pared y el policía, que avanzaba ahora hacia él para esposarlo. Estaba hecho una piltrafa. De irascible su rostro cambió a pálido y enfurruñado. Se movió con ligereza. Sus ojillos sanguinolentos eran ahora los de un animal atrapado. Echaban chispas, llenos de odio. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, apartó de sí al agente, propinándole un directo a la mandíbula. Todos se miraron con idéntico estupor, momento que Samir aprovechó y corrió cuanto sus fuerzas le permitieron hacia la terraza, antes de que nadie se hubiera dado cuenta.
—¡Detente! —ordenó el policía, con voz iracunda, empuñando el arma—. La pistola no es un elemento de atrezo: Puedo disparar a herir.
Haciendo caso omiso de la orden, y con la ligereza de un gato, Samir evaluó el pequeño salto que le permitía pasar de su terraza a la contigua. Puso un pie sobre la ménsula del balcón y alargó el otro, listo a saltar. Pero perdió la posición vertical al resbalar, se echó hacia atrás, precipitándose en caída libre, y fue a parar al jardín donde se aplastó contra el suelo adoquinado lateral al porche. Se oyó un golpe sordo, como cuando se rompe un cuello, seguido de un jadeo ahogado. Se encendieron de súbito las luces en los balcones y muchos bajaron a ver lo que sucedía. Algunos agentes uniformados se acercaron al cadáver y obligaron a los curiosos a retroceder al otro lado de la piscina.
Sundus, en cambio, no opuso resistencia y se entregó con resignación al policía, el rostro macilento.
La residencia estaba ahora plagada de agentes y no tardarían en llegar el Fiscal, la ambulancia y el equipo de unidad científica.
En el cielo las estrellas brillaban con un intenso azul metálico.
Al día siguiente por la tarde, Farid fue al hospital, a visitar a Aida, un ramillete de rosas en la mano.
Estaba en la cama, sonriente, el físico mejorado y la compostura recuperada.
Se abrazaron e intercambiaron muestras de alegría por el reencuentro.
—El inspector Madani y el doctor Cherkaoui acaban justo de irse. El señor Madani nos ha informado sobre el desenlace de este macabro caso —resumió ella—. La sagacidad con que adivinaste que el reloj estaba adulterado es digna de un Arsène Lupin. Te felicito por todo.
—El caso olía a chamusquina desde el principio —aclaró él—, porque nunca creí que fueras paranoica. Y la visita al exorcista fue decisiva, al fin y al cabo.
—Gracias por haber creído y confiado en mí. Y gracias por las flores.
—Fue una actitud natural, un deber también. Ah, aquí te traigo la copia de la llave robada. En cuanto al reloj, se lo quedó la policía para el juicio.
—No es necesario. Me desharé de todo lo que me recuerde esa pesadilla —indicó Aida—. De todos modos me mudaré pronto a mi nuevo chalet y me ilusionaría que fueras el invitado de honor para la inauguración.
—Acepto con mucho gusto.
—Y ahora dime, querido ladrón de llaves, relojes y corazones —musitó ella, incorporándose, cambiando de tema y de protocolo—, ¿sigue pendiente tu invitación a comer juntos, aunque han pasado tres meses? Me dan el alta esta noche, sabes.
Iba a contestar con un “más vale tarde que nunca” o con “nunca he dejado de quererte”, pero la palabra “corazones” le hizo cambiar de idea: le cogió la mano suave y galantemente y la besó con ternura.
FIN.
Texto © Ahmed Oubali
Fotografía © Devin H
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