Dramatis Personae.
- Aida Benyúsuf y Samir El Hakim: matrimonio en peligro de muerte.
- Kamal: hijo de Aida, muerto ahogado.
- Kamal 2: fantasma del hijo ahogado.
- Sundus Benani: farmacéutica, amiga de Aida.
- Farid Benmusa: contable de la empresa del matrimonio.
- Latifa Belgad: criada de la pareja, aficionada a la magia negra.
- Naila Brahim: médium.
- Abdulah Mutawakil: exorcista.
- Salim Cherkaoui: psiquiatra.
- Madani Khalil: inspector de policía.
- Abdenúr Mesrar: exmarido de Aida, exconvicto.
La acción transcurre en Berrechid y los alrededores.
TRES.
Estaban apaciblemente instalados en la terraza, él, desayunando, ella, en ayunas para la consulta médica, cuando apareció Latifa, desamparada, el rostro preocupado.
—Disculpen la molestia. Mientras quitaba el polvo en el salón —explicó, entrelazando los dedos de las manos—, noté que el reloj de la pared no estaba en su sitio y quería saber si lo han trasladado ustedes.
Sin contestar, Aida y Samir se levantaron, como movidos por un resorte, y se dirigieron al lugar donde en efecto constataron, estupefactos, la ausencia del objeto.
—¡Imposible! —exclamó Aida.
—¡Esto es un robo! —aulló Samir. Sus labios se crisparon y la ira le oscureció los ojos.
—Veamos si faltan otras cosas —ordenó Aida, pensando en sus alhajas y bienes de valor—. Latifa, tú inspecciona aquí y en la cocina, mientras nosotros lo haremos en el dormitorio.
Poco después, los tres se reunieron en el salón. ¡Nada faltaba, salvo el reloj!
Samir llamó entonces al inspector de policía, Madani Khalil, a quien conocieron en la empresa durante la última fiesta del Trono, y se citaron en la conserjería de la residencia.
—Latifa, quédate por si sube el inspector. Yo acompaño a Aida al hospital.
Bajaron y se entretuvieron con el guarda de seguridad diurno, un hombre ya entrado en años. Estaba también el guarda nocturno que, por intercambiar cotilleos, tardaba en irse. Samir les expuso lo ocurrido y les hizo las preguntas acordes. No, no vieron nada anormal. Ningún desconocido en los parajes. Solo los residentes y los inquilinos conocidos.
—Sin embargo —apuntó el guarda nocturno, dubitativo y cauteloso—, mientras hacía mi ronda, creo haber visto el coche del señor Benmusa, aparcado al otro lado de la residencia.
—¿Farid, nuestro contable? —preguntó Aida, boquiabierta, los ojos como platos—. ¡Tonterías! Él nunca haría algo así. Y yo no daré el brazo a torcer en esto.
—Habría pasado a saludarnos —corroboró Samir, con un repentino enfado apenas disimulado—. Se lo preguntaré dentro de poco en el despacho.
Un coche aparcó junto al portal y la pareja reconoció al individuo que se apeaba. Era el inspector. Un hombre rollizo que conservaba una admirable salud y un sorprendente entusiasmo. Llevaba gafas de cerca, un traje beige sencillo, una camisa amarillo claro y una corbata azul a rayas.
La pareja fue a su encuentro y se saludaron.
—A una semana de jubilarme, creo que este será mi último caso —anunció el inspector, sonriente.
—Lamentamos molestarle por algo tan insignificante, señor Madani. Nos acaban de robar un reloj, pero lo curioso es que no se han llevado ningún otro objeto de valor, ni ha habido señales de entrada forzada.
—Un robo es un robo, aunque se trate de un alfiler —sentenció el policía.
—En realidad quería verle, inspector, por otra preocupación: alguien no cesa de llamarme al móvil y no hay forma de saber quién es.
—Podemos rastrear un móvil mientras está encendido. Si es desechable y sin GPS, será irrastreable, claro. Vayamos ahora por partes, como dicen los asesinos en las novelas —aclaró, sacando una libreta para tomar nota—. El ladrón tiene copia de la llave y os conoce bien. ¿Sospechan de alguien respecto al robo y las llamadas anónimas? ¿Creen que ambos casos están vinculados?
Aida le dio un resumen sobre su exmarido, el sospechoso número uno, y luego sobre la desaparición del reloj.
—Voy a averiguar todo sobre este Abdenúr Mesrar, en menos que cante un gallo, sus entradas al país, sus salidas, etc. —prometió sin engreimiento—. ¿Y la criada, no estaría confabulada con alguno de los de seguridad o de su empresa? —inquirió con la malicia de un sabueso que va husmeando con el hocico pegado al suelo.
—No lo creemos, inspector —apuntó Samir, mostrando que se preparaban a despedirse—. Ella está esperándole precisamente para el interrogatorio. Nuestro piso es ese que hace esquina. Tercera planta, puerta B.
—Bien. Este caso tiene olor a quemado y me parece un poco traído de los pelos —subrayó el policía, mordiendo las palabras—. Empezaré con interrogar a los guardas y la criada y luego pediré información a la DGSN sobre su exmarido. Les mantendré al corriente.
Samir acompañó a su esposa al hospital donde les informaron que el doctor Cherkaoui estaba esperando su llegada.
—Te dejo en buenas manos, tesoro —musitó, besando a su esposa—. Iré al taller a apretarle las clavijas a Farid. No olvidemos que en una época rechazaste su petición de mano y que por ello te podría haber guardado rencor. Puede que para resarcirse de esa frustración, nos haya hecho esta jugarreta. Iré luego a Casablanca por las nuevas máquinas.
—No te pases de rosca. Sé discreto con él, querido. Es un ejecutivo competente que no queremos perder.
Una enfermera acompañó a Aida a una moderna habitación autónoma provista de una consola, una cama con mesita de noche, una silla, un asiento para acompañante y una mesa para alimentos. Allí le midió su altura, el peso, la presión arterial y le tomó una muestra de sangre. Otra enfermera llegó poco después con el desayuno y anunció:
—Buen provecho. Cuando termine, póngase cómoda en ese asiento. El profesor Cherkaoui llegará de un momento a otro.
Aida desayunó plácidamente.
Se asomó luego a la ventana para admirar el paisaje que ofrecía el vasto parque. Otoño se anunciaba exuberante. Algunos enfermos paseaban, mientras otros ocupaban los bancos con sus familiares. Algunos deambulaban, asistidos por los enfermeros. Aida los diferenciaba de los demás por su atípico comportamiento desequilibrado: algunos discutían con interlocutores invisibles de todo tipo, profetas, diablos o el propio Dios; otros hacían gestos obscenos, llorando o riendo, mientras que otros estaban en estado catatónico, anunciando el fin inminente del mundo, sin cesar de salmodiar versículos enteros. Todos no eran agresivos ni peligrosos porque, pensó Aida, estaban sometidos al tratamiento electroconvulsivo o la terapia por electrochoque.
Alguien tosió con respeto a su espalda, abriendo y cerrando la puerta.
Era un hombre atractivo de unos cuarenta años, de pelo castaño, gafas graduadas de intelectual. Ostentaba un optimismo contagioso que le confería el aspecto de un amigo afable, pese a su bata blanca. Llevaba una ficha en la mano que Aida supuso ser su historial médico. Se presentó, acercó la silla y dijo, antes de sentarse:
—Tengo aquí el informe de mi colega el doctor Buras que ya la atendió y veo que no presenta ningún problema físico. Función tiroidea normal. No tiene trastornos alimentarios, salvo este ataque de pánico inusual que le está causando ansiedad y depresión. ¿Qué me dice a esto?
—Yo no creo en los fantasmas, doctor, ni en las supersticiones. Pero que me aspen si entiendo lo que me está pasando.
—El no creer a pies juntillas en lo sobrenatural es señal de buena salud mental. Quisiera hacerle una sola pregunta, si me lo permite.
—Adelante, doctor. Le escucho.
—En una crisis de pánico, hay en teoría dos etapas: la de la ansiedad anticipatoria y la del propio ataque. ¿Me puede describir lo que siente en la primera etapa?
—Nada, doctor. Esta etapa es creada por un estímulo exterior a mi conciencia. Se inicia justo después de recibir yo esas llamadas anónimas que desencadenan en mi mente el recuerdo de la trágica muerte de mi hijo, su absurda aparición y las voces. Yo creo que en mi caso, doctor, las dos etapas se invierten.
—Un caso raro el suyo. Estas llamadas telefónicas muestran que hay gato encerrado. ¿Avisaron a la policía?
—Mi marido acaba de hacerlo esta mañana, precisamente.
—Bien. Deje que la policía haga su trabajo. No conteste ninguna llamada de desconocidos y si es posible tome una semana de vacaciones, lejos de esta ciudad. Luego vuelva a verme, si nota que no ha mejorado. Aquí tiene mi tarjeta.
—Gracias por todo, doctor. Un placer haberle consultado. Es usted muy eficiente.
El médico se despidió con una inclinación de cabeza, visiblemente impresionado por esta gran dama.
Sonó entonces el móvil. Hurgó en el bolso y lo cogió para averiguar quién llamaba. La pantalla mostró el habitual número oculto. Escuchó, conteniendo el aliento. Nadie al otro lado de la línea. Vio que tenía muchos mensajes en el buzón de voz. Lo había puesto en silencio antes de llegar el médico. De repente, el aparato se apagó por quedarse la batería sin carga. Y ella no tenía el cargador. “Mejor que mejor”, dijo para sus adentros, cerrándolo con un firme clic.
Seguía sin entender por qué querían atormentarla. En su entera vida no había tenido cuentas que ajustar ni deudas que saldar. Y en su vocabulario no figuraban las palabras odio, rencor, engaño, desprecio o asco.
Antes de marcharse a casa, Aida se dirigió a los aseos que se encontraban al fondo del pasillo, en dirección contraria a la salida.
El corredor estaba concurrido. Gente que iba y venía. Miró atrás, instintivamente. Vio a un hombre que la seguía a hurtadillas. Llevaba una gorra de béisbol que le ocultaba la frente, pero advirtió con estupor y agotamiento que era su exmarido. Tenía un objeto en la mano, solapado por la manga de la chaqueta. Era una navaja. Aida caminó con paso rápido, la ansiedad inundando su garganta, el corazón golpeándole el pecho, los músculos contraídos. Giró de golpe y tomó otro pasillo a la izquierda, acelerando la marcha. Deseó que él estuviera a varios metros, sin la posibilidad de alcanzarla y degollarla. Pero de repente oyó a su espalda repiquetear unas fuertes pisadas y un estertor ahogado. Imaginarse decapitada le provocó el efecto de que le estaban estrujando las vísceras con un batidor de huevos. Su cerebro, ahora agotado, se puso a girar como una peonza y sus piernas cedieron como si fueran líquidas. Lanzó un grito que hubiera hecho a un muerto revolverse en su tumba; chilló varias veces, pero de su garganta no surgió sonido alguno. Una chispa de esperanza se dibujó en sus ojos cuando, como por milagro, se cruzó con la enfermera de antes, que salía de una habitación, y se desmayó en sus brazos, sumergiéndose en un sueño brumoso.
Ayudada por dos asistentes, la enfermera llevó a Aida a la habitación en que estuvo momentos antes y la acomodó en la cama. Fue a buscar un frasco y una jeringuilla. Vertió el líquido en esta, acercó la aguja al muslo de Aida y descargó el contenido.
—Esto la relajará —le dijo, al ver que recobraba la conciencia—. Es haloperidol, un sedante potente que se toma en dos dosis. Mañana por la noche le inyectaré la segunda. Suspenda el Alprazolam. Siento lo ocurrido. El personal de seguridad está buscando a ese individuo que intentaba agredirla. Su médico ha vuelto a Casablanca, pero miércoles estará aquí. ¿Quiere que avisemos a otra persona, además de su esposo?
—Sí, por favor. Quisiera hablar con mi criada.
—En seguida la pondremos en comunicación.
La noticia de su hospitalización corrió como un reguero de pólvora y muy pronto empezaron las visitas. Llegó la criada, muy afligida. Entregó la llave, el neceser y algunas prendas, y Aida le dijo que la avisaría para reanudar el servicio. Llegó luego la jefa del servicio de producción para expresarle la pena de todo el personal del taller. Le deseó una pronta recuperación y se marchó.
Acababa de almorzar, cuando entró Samir, apesadumbrado y aturdido.
—¡Esto es inaguantable! —gruñó, tomando asiento, después de que ella le narrara lo sucedido—. La policía lo está buscando. Hay controles por todas partes.
—¿Y el contable?
—Ni rastro. Es como si lo hubiera tragado la tierra. ¿Y esto? —preguntó, señalando el neceser, un bolso de mujer y una pequeña maleta.
—Me han dado un sedante y tengo que pasar dos o tres días aquí. ¡Vaya! —prosiguió al ver el bolso de Latifa—: Lo ha olvidado. Mañana vendrá sin falta a recogerlo.
—Te echaré de menos, amor, pero tu salud es lo primero. Bueno, voy al taller a descargar las tres máquinas.
—Y tómate una buena ducha, querido —le deseó ella, dándole un beso en la mejilla—, y descansa bien. Te lo mereces, después de tantos sobresaltos que te he causado.
—No digas tonterías, cariño. Eres mi esposa y tenemos que compartir y superar juntos todas las adversidades. ¿Quieres que te traiga algo?
—No, mi guapo. Estoy satisfecha con el servicio. Además, después de lo ocurrido, viene una enfermera a quedarse conmigo, a velar por mí.
—Estupendo. Hasta mañana entonces.
Empezaba a oscurecer y el pabellón de psiquiatría se quedaba cada vez más desértico, más silencioso. Se encendieron las luces en los pasillos. Se marchaba el personal diurno y llegaba el nocturno. Aida bostezó un momento e iba a cerrar los ojos cuando un insólito incidente le captó la atención. La puerta de su habitación se abrió repentinamente y acto seguido se cerró de golpe. Oyó entonces rodar un objeto por el suelo. Alguien lo había lanzado subrepticiamente antes de desaparecer. El ruido era apenas audible, pero adquirió en la mente de Aida unas proporciones ensordecedoras. Se incorporó, salió de la cama y fue a coger el objeto. Era un anillo. Permaneció mirándolo como el que ve una bomba a punto de estallar. ¡Era semejante al que le había ofrecido su exmarido para el noviazgo! Se tambaleó un momento, el rostro blanco como la cera. Estaba a punto de desmayarse, pero mantuvo el equilibrio. Recordó una frase de Freud que decía “la locura es la irrupción de los sueños en la realidad”. Pero ella sabía con certeza que el asesino la estaba acorralando en un callejón sin salida, como lo suele hacer un psicópata con su víctima, para matarla o, por lo menos, volverla loca. Y hasta ahora había logrado hacer que envejeciera veinte años.
Llegó la enfermera de guardia, pero no la puso al corriente. Comentaron los hechos y los incidentes del día, cenaron y se acostaron. Sin embargo, a Aida le costó dormirse, pues le parecía que la cama se movía y oscilaba como un barco a la deriva. Su boca estaba ardiente. Se levantó y se puso la bata para buscar agua en los servicios. Salió sin hacer ruido, mientras la enfermera dormía profundamente.
Una fuerza misteriosa la guió hacia el parque y luego al portal de la salida. El guarda de seguridad estaba cenando y pasó desapercibida. Anduvo hasta el cementerio, entró y buscó la tumba de su hijo, decidida a encontrar una posible explicación a sus absurdas visiones paranoicas. Caminó a una velocidad alocada e inusitada, abriéndose paso, derribando varias lápidas. Localizó finalmente la de su hijo, pese a la oscuridad reinante. Se acercó y miró. ¡La tumba estaba vacía y profunda! ¡Kamal se había ido! El espanto y el shock se apoderaron de nuevo de ella y le hicieron obnubilar la conciencia, petrificándole el cuerpo y el pensamiento. No obstante, y para desmentir lo que veían sus ojos, avanzó torpemente, aterida de frío, pese al calor que hacía, mientras el terror la carcomía de dentro. Y, lívida de consternación, contempló de nuevo la tumba: ¡Estaba vacía! Entonces captó con claridad el ruido de unos pasos que se acercaban a su espalda. Una mano le tocó el hombro. Por hiperestesia, sintió un aliento sobre su nuca, mientras unas garras de acero se clavaban en su piel. Su respiración se hizo más rápida. Aspiró una profunda bocanada de aire y se giró para ver. Estaba frente a dos espectros patibularios, los pómulos salientes, los ojos ariscos e inyectados de sangre: el rostro angulado y desencajado de su hijo, cuya mirada irradiaba un odio desmesurado, y la cara de su maníaco exmarido, los ojos fuera de las órbitas. Ni el ulular del viento ni los horrendos ruidos que hacían algunas ratas pudieron ahogar el grito que lanzaron padre e hijo, un grito que desgarró sus oídos cual afiladas y sangrientas cuchillas:
—Por fin te tenemos —vociferaron al unísono, con voz cavernosa—. Pagarás caro por lo que nos has hecho.
Un golpe impactó en su pecho, expulsándola hacia delante, y sintió que salía volando por el aire para aterrizar dentro de la tumba donde su cuerpo, al chocar contra el suelo, quedó sepultado. Y, mientras le echaban tierra encima para enterrarla, una enorme rata le hincó sus afilados caninos en el tobillo, soltando un chillido agudo. Entonces dejó de luchar, y sintió que su mente y su cuerpo fluían hacia un obscuro reposo, y, por fin, la paz, la dulce y absoluta paz.
Se despertó con el rostro bañado del sudor del terror, irguiéndose como impulsada por un muelle. Sus gritos sacudieron a la enfermera que a su vez abrió los ojos, aterrorizada.
Samir salía de la ducha en su albornoz, cuando sonó el timbre del teléfono. Era la enfermera jefa. Lamentaba informarle a esa hora que su esposa había empeorado y le rogaba acudir por la mañana para autorizar su internamiento para seguir un tratamiento de choque durante seis meses. El esposo asintió, entonando con voz dolorida y áspera, luego colgó el aparato y se volvió…
Se volvió para observar a su amante. Era Sundus. Volvía de la cocina con dos vasos. Los llenó a medias con Ballantines, le pasó uno a él y ambos se sentaron en el ancho sofá. Levantó ella el vaso y dijo: “Por el crimen perfecto”, y se lo bebió de un trago. Él hizo lo mismo con el suyo y, rebulléndose en el sofá, preguntó, inquieto:
—Hasta ahora creo que no hemos dado ningún paso en falso, pero ¿quién coño robó el reloj?
—No importa, mi cerdito adorable. Quienquiera que lo hubiese hecho se incriminaría a sí mismo. Tanto el contable como la criada pudieron haber incrustado la grabación en el reloj para amedrentar a Aida, ya que ambos tienen acceso al piso. Este mero hecho los incriminaría, dejándonos impunes.
—¿Y cómo explicar a la policía el que yo no oyese nada?
—Estarías durmiendo como un lirón. Qué sé yo, te pondrías los tapones de oídos…
—No pega. Hay que encontrar el puto reloj y destruirlo.
—Bien. Recapacitemos —precisó ella—. Cotejemos lo más reciente. ¿Qué tal fue tu disfraz, haciéndote pasar por su ex, cuando te despediste?
—Me cambié en los lavabos. El maquillaje dio el efecto esperado. Me esmeré en imitar los rasgos generales de Abdenúr: la mandíbula prominente, la nariz de toro y los labios gruesos. Oculté el pelo con una gorra. Incluso me puse khúl en las cejas para hacerlas espesas y unidas. Mi aparición y el incidente del anillo la trastornaron por completo. La enfermera acaba de confirmarme que ya ha perdido la cordura: la oyó decir, gritando, que su exmarido y su hijo difunto estaban intentando enterrarla viva.
—Te felicito. Ahora todo el mundo creerá que padece esquizofrenia.
—Y yo te felicito a ti por esas llamadas anónimas que le hacías, dándole la impresión que eran de su ex. Total, el plan A tuvo un éxito rotundo: yo, ahogando al niño antes de viajar a Marrakech y tú, más tarde, maquillando en accidente el asesinato de la abuela.
—El plan B también ha tenido éxito, querido: la actuación de la vieja Naila, la falsa vidente, y de su hijo Ismael, interpretando al fantasma de Kamal en el zoco y luego en vuestro piso, en mi compañía, además de la grabación de su voz en el reloj. Fue realmente todo genial.
—Y ahora nos queda el último paso, el plan C.
—Te entiendo. El crimen ha de ser siempre perfecto. ¿Lo tienes ya planeado, mi amor?
—Sí. Mañana autorizaré el internamiento de Aida y por la noche, la matas.
—¿Cómo vamos a proceder?
—La visitas por la mañana, después de haberme despedido yo, fingiendo preocuparte por su salud y estudias y preparas el terreno, y a las diecinueve horas, cuando hacen el relevo del personal, te disfrazas en enfermera y le inyectas aire en una vena. Como ya lo hiciste, matando a Malika Hasnauí, nuestra sexta víctima. ¿Te acuerdas?
—Sí. El diagnóstico fue unánime: suicidio provocando la muerte por embolia gaseosa.
—Pues lo mismo ocurrirá con Aida. Dirán que se suicidó por evitar los electrochoques y el internamiento. No olvides imprimir sus huellas en la jeringuilla antes de tirarla al pie de la cama. A la misma hora yo acabaré con Naila y su hijo, para evitar posibles chantajes o pistas delatoras posteriores. Te recojo en la farmacia a las ocho y, para que nadie te vea, entramos al piso por el parking subterráneo y la escalera de incendios y lo celebramos a lo grande.
Sundus llenó otros vasos y brindaron por la inmensa fortuna que les tocaba adquirir. Luego él la cogió entre sus brazos y empezó a besarla con gran ahínco. Ella le mordió la oreja, el cuello y, con más pasión, los labios. Como era habitual, daban rienda suelta a las perversiones más prohibidas y a los juegos más dolorosos. Lo suyo era sucio, escabroso y cochino. A ella le enloquecía empezar quedándose desnuda a gatas en la alfombra, mientras recibía los fuertes azotes del cinturón en las nalgas, antes de ser embestida y humillada sádicamente. Pero aquella noche tocaba el goteo del ardiente espelma de la vela en sus zonas erógenas. Cuando él hubo terminado de hacerlo, le separó las piernas y, sin dejar de morderle los pezones, exploró frenéticamente la pelvis, estrujó el monte de Venus y le arrancó la braguita con un movimiento brusco, desgarrando la prenda. El tacto de sus dedos con la parte húmeda y pulposa provocó en ambos cuerpos infinitas descargas eléctricas de lujuria y, presa de desvaríos y delirios, procedieron a entremezclar sus cuerpos en un arrebato de pasión bestial, entre gemidos, gritos y jadeos.
Texto © Ahmed Oubali
Fotografía © Devin H
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