Goethe en Weimar comparte la corona con Schiller. Schiller todavía conserva un impulso idealista aunque se volvió demasiado clásico tras el ímpetu de Los bandidos y Guillermo Tell. Pero Goethe se ha vuelto demasiado olímpico, con mucha papada. Seguramente tenía razón Hermann Hesse cuando le reprochó su impasibilidad en El lobo estepario. Aunque detrás de ella estaban todas las agitaciones del Fausto, las peregrinaciones del Wilhelm Meister, las aventuras del Viaje a Italia.
Rodin captó las contradicciones de Balzac, ese hombre que tan minuciosamente describe y comprende a la burguesía, pero tiene sueños y pasiones secretas, sueña con la búsqueda del absoluto, se pregunta si es mejor vivir intensamente o vivir mucho tiempo en La piel de zapa, se lanza en plenitudes místicas en Serafita, mientras viaja hacia Ucrania en cien postas para ver a su novia. Yasunari Kawabata está en Kioto metido en una roca, así tenía que ser para ese hombre que tan sutilmente sintió la naturaleza, sus velos y sus sensaciones inasibles, que persiguió nostalgias en Kioto, que pintó la melancolía en Lo bello y lo triste.
Hemingway se acoda en la barra del Floridita en La Habana, se ve que escribir no era para él estar en bata de casa ni en frac, es un escritor en mangas de camisa, que escribe como hace deporte o como lucha, que vive la aventura de las palabras y lucha con la tormenta. William Saroyan en Yerevan, Armenia, tiene su corbata ondeando, su abrigo enorme, como ondeaban sin cesar sus frases, rápidas, vibrantes, agitadas, con nervio, lanzadamente armenias, en libros como Respirando en el mundo o El amor es mi sombrero.
¿Y qué quiere ese escritor sin rostro que nos atrae en el parque principal de Budapest, al lado de reproducciones de edificios de Transilvania, como si tuviera palabras innombrables, como si fuera un enviado de las sombras? Rosalía de Castro está en la alameda de Santiago de Compostela viviendo su saudade sin explicación, recibiendo la Negra Sombra que la persigue, agotada por el cáncer, descansando de su inquietud metafísica.
A Rimbaud lo retratan como un niño bueno en Charleville, al norte de Francia. Parece mentira que se trate del meteoro que escribió Una temporada en el infierno y las Iluminaciones, que rompió todas las cortapisas del lenguaje, que viajó en un barco borracho. Si ya no sabéis qué hacer contra el solitario hacedlo famoso y respetable, dijo Rilke. Pero su veneno sigue intacto aunque el escultor lo quiso representar tan inofensivo. Dante en Florencia sí parece conservar toda su fuerza, la corona de laurel no le estorba mucho, el que atravesó los mundos y los planos del ser con sus versos todavía recoge su túnica para sacudirnos con visiones.
Cervantes en Alcalá parece ligero entre chapiteles austriacos, sin peso y juvenil como su Don Quijote, con una espada irónica contra los burócratas que lo persiguen, como alguien que se ríe de sus propios sueños, pero escribe una novela de amores locos por muchos países cuando se está muriendo (Los trabajos de Pérsiles y Sigismunda).
Lorca aparece en la plaza de Santa Ana de Madrid con un pájaro. Una vez un guía le explicaba a unos turistas que vivió durante el franquismo, y tal vez esos malentendidos le afecten. Por algo Umbral dijo que era un poeta maldito, la fama falsifica a los poetas y quizá fuera mejor mirarlo en ese contraluz soltando un pájaro. Hermann Hesse viejo y delgado en Calw tal vez es el lobo estepario que asusta a los burgueses, el oriental que sacude las certezas de Occidente, o el monje que recoge los restos de la cultura en El juego de los abalorios, pero nunca parece demasiado satisfecho.
A Bécquer en Sevilla lo traicionaron. Lo pusieron encima de esa columna como si no fuera a moverse, vestido con ropa grandilocuente, con cabeza pesada de viejo, le colocaron figuras de opereta alrededor, cuando él fue una exhalación apasionada en busca de imposibles que no pueden nombrarse. Rousseau en Ginebra apareció una vez por la mañana con una botella de whisky en el regazo, y tal vez fuera el mejor homenaje, todavía lo vemos con cara de poner patas arriba la civilización, con aire de buscar la autenticidad radical, solitario, provocador, perseguido, aunque a veces cayera en el puritanismo ginebrino.
David Herber Lawrence en el campus de la universidad de Nottingham, esculpido por Diana Thompson, parece concentrarse en su búsqueda de las raíces de la vida, en su lucha contra el industrialismo que afea todo. En su defensa del Eros misterioso y del inconsciente que nos hagan revivir. Se supone que los escultores leen las obras de los retratados, el que esculpió a Rilke en Romda pareció captar su elegancia apasionada, su búsqueda de las esencias sublimes, su sensibilidad que vuelve la tierra invisible.
Es normal que a Tristan Corbiere no se le haga una estatua, tan solo un medallón en una pared, él no querría algo demasiado solemne. Es normal que el hombre que se reía de sí mismo y de su propia pasión y que dormía en un baúl no tenga ningún pedestal ni sea modelo para nadie, él que se burlaba de todos los modelos y que sedujo fracasando.
Unamuno en Salamanca, tallado por Pablo Serrano delante de la casa donde vivió, sí que muestra su intensidad y su fuerza, su capacidad de sacudir a la gente. Oscar Wilde en el Pere Lachaise de París, aparece como un Dorian Gray ocurrente y diabólico, aunque lo aplastaran al final los prejuicios y las pesadeces sociales. Ory en Cádiz, en la alameda junto al mar, no quiere pedestales, no quiere posturas académicas, coloca los pies en el suelo, alborota el cabello, se nos acerca con su tristeza rompedora.
Texto © Antonio Costa Gómez
Fotografía © Consuelo de Arco