Literatura Narrativa Relato

Levantemos el corazón, un relato de Mireia Ortega

Levantemos el corazón

Mientras caminaba con la mascarilla puesta, el alcohol en la mano derecha y en la izquierda la bolsa de basura para depositar en el contenedor, los vio doblados en tres partes, echados en el pavimento, hubo una atracción extraña, pensó que no merecían estar ahí, terminar ahí, en la miseria del más absoluto abandono, roció alcohol en sus manos y los tomó, roció también con cuidado los papeles, tratando que no se disuelvan las letras y los llevó en la mano como sosteniéndolos, dándoles protección. —Buen día, señorita María— le dijo el señor Guardia del Conjunto habitacional, apretó los documentos como para que no se fueran, lo saludó y continuó hasta su departamento. Se sentó en la alfombra junto al librero, abrió los papeles y empezó a leer.

Siempre fui una suicida. A los seis años buscaba una puerta de fuga, los días ya se me volvían insoportables; en casa, parada frente a la puerta de salida, tomaba el picaporte y pensaba en huir de ellos, seguramente entendía que quedarme sin protección era una forma de morir. A los ocho años ingenua de mí, escogí la noche y me bebí mientras me duchaba todo el frasco de shampoo, tres horas después tenía fiebre de treinta y ocho grados y ronchas por todo el cuerpo, sudaba de calor y vértigo, empezaba a sentir la atracción racional de ir tras la muerte. Dos de la mañana, mi padrastro, farmacéutico de vocación y 22 años mayor a mi madre, identificó los síntomas de intoxicación, tomó el auto hasta su farmacia y trajo una inyección. Seis de la mañana, estaba como nueva y lista para ir a la escuela. A los 12 años, empecé a almacenar tras la maseta de geranios, pastillas de abono para plantas. Mi madre cuidaba sus flores cada atardecer y les ponía esta substancia para que crezcan, yo la incitaba a la conversación y mientras se descuidaba, tomaba una cada vez. Llegué a reunir 12, hasta que dije, son suficientes. Luego de caminar como loba enjaulada de un lado a otro por mi habitación y siendo 11 p.m., fui a buscar un vaso de agua a la cocina, caminé hasta los geranios y con la decisión irreductible, abrí las hojas verdes, suavecitas y busqué mis pastillas. Cosa del destino, no estaban. Desde ese día mi búsqueda por encontrar la muerte se volvió irracional. Cuando cumplí 15 años, me embriagué por primera vez y a media noche dos tipos me dejaron en la entrada de la puerta de mi casa, timbraron y huyeron. A los 18 años tuve mi único hijo y escondí en el retablo de mi sombra mis impulsos suicidas. Veinte años, en posición fetal y tomándome la cabeza con las manos para cubrirme el rostro, recibía en el piso las patadas que el hombre al que amaba me las daba, según decía era por loca, por histérica. 25 años, me bebí toda la botella de Whisky y preparé algo más, esta vez sí, era veneno de verdad, rojo, a modo de pastillas, su uso era para destapar cañerías. Levanté el vaso al borde de mis labios, pero escuché tu pequeña y hermosa voz, hijo —mami, ven, mami ven—, tus ojitos cafés, tu pelo ensortijado y rubio con la camiseta de Power Rangers. Boté por la taza del inodoro la mezcla roja, preparé café y te abracé por salvarme de la vida y de la muerte. 35 años y la sombra se me hizo inmensa, también el odio, los golpes siembran odio, dejan heridas invencibles. Divorciada entré al psiquiátrico por premeditación suicida, el diagnóstico: “depresión severa”. Hoy, trece años más tarde, he abierto tantas puertas, he sufrido el vacío del abandono, he sido jefa de hogar, me volví grande, me especialicé en andar por aguas bravas y siempre contracorriente, desarrollé una fuerza descomunal para poner el pecho a las balas y nada me ha vuelto a tumbar, me gusta incendiar y más los pueblos chicos. Aprendí a firmar con mano propia la historia de mi vida, solo pasión por la libertad y sueños, con seguridad te dejo hijo mío. Tuve que entender que otro Dios es posible, me cuesta avanzar en el proceso ideológico de deconstrucción y construcción, pero eso sí, siempre tuve el alma feminista. 22 de marzo del 2020, ocho días de confinamiento por Corona Virus y pienso: pasé el terremoto de 1986, la casi dictadura de un León que para el 88 había desaparecido a los únicos guerrilleros de este país y con ellos a los hermanos Restrepo; el desastre natural que impactó las costas del noroccidente en abril del 2016. La protesta social que metamorfoseó chapas y gorilas en cuervos verdes, animales que se comieron los ojos de indígenas y estudiantes en octubre del 2019. Ahora, el encierro me ensordece con el alarido bestial que ya hizo mella en el ambiente y dice sin vergüenza, que soy la tóxica solitaria a la que nadie ama.

Esta mañana mientras caminaba, pensaba en la medida exacta para lograr que mi cabeza golpeara contra el guardachoque y lo estrellara contra el asfalto, era la misma sensación que sentía de niña, cuando jugaba a saltar la cuerda y calculaba exactamente el momento de entrar mientras otras dos niñas la agitaban, pero solo podía saberlo lanzándome a ella. El miedo es como una mosca asquerosa, gigante, rodeando con sus alas cochinas el dulcísimo manjar de un segundo de luz. Mejor no, tal vez era preferible convertirme en asesina, asaltar a la anciana que entró al banco, decirle con voz grave y precisa —deme todo el dinero que tenga o la mato. No me hubiese costado mucho hacerlo, ese cuello frágil, mis dedos aprisionándolo hasta que los ojos delaten la inercia, claro está, que el final hubiese dependido de la velocidad de mis piernas o la rapidez en llegar de la policía. No, preferiblemente le digo a mi tío que está por fallecer que tome mi cuerpo, que se lo cambio, que me deje ir en el suyo. O ¿mejor opción sería botarme desde un quinto piso?, dejar que el aire sueñe ser orgasmo mientras cae, el cráneo roto, las vértebras, el hilo que me hace marioneta, entonces, el caparazón que abraza la sangre se fisurará. Algo se me pudre lentamente, tal vez sea la realidad o la memoria. Pero la vida siempre jala de su lado así no se quiera, y las palabras me siguen cayendo como lluvia, como látigo, como palo golpeando el bombo andino, o para nombrar lo miserable y perverso del año anterior, como bomba lacrimógena en el ojo de: Ecuador, Chile, Bolivia. Pero, ni la realidad, ni la memoria me traen algo de felicidad, solo cuando imagino ponerme un vestido que se despabila (por la comodidad, nada aprieta o roza), caminar de la mano con quien no le importe las formas de mi cuerpo, las arrugas, y me diga: —vamos nena, a veces el viento eres tú— Entonces la memoria peca, unos ojos con diez años menos, caen en los míos y lo extraño, como a la cobija de plumas de avestruz que nos cubría desnudos los días que nos daba la gana, su piel siempre con la temperatura apropiada, en nuestro mundo, sin nada políticamente correcto, en nuestra burbuja donde sobraban besos, ingles acariciadas, caderas cadenciosas, ropa sucia, botellas de vino, la cumbia y el mapalé. “Tu aroma de árbol dulce marrón/ gotea una película lúbrica —yo tan sin vos—. “Pero el tiempo me llevó donde habita el olvido y con el paso de los años, desconozco su rostro, solo tengo el registro de unos ojos donde el abismo es blanco, donde dan ganas de quedarse.

Se estremece al leerla, María nunca había pensado en el suicidio, son días extraños, la ciudad más muerta que viva. Las noticias en las redes sociales, invaden con sus titulares: “Muertos por Covid”; “Guayaquil y Samborondón en lucha contra el Covid 19”. Pero hay otra noticia que la espanta: “Ayer, mujer de cuarenta y ocho años de edad, se suicida lanzándose con una soga del puente de la avenida González Suarez”.

Al día siguiente y con toda la trasnochada dándole vueltas a la cabeza, al pasar por la Guardianía preguntó si ha ocurrido algo fuera de lo normal en los condominios. El guardia supo decirle que la Señora María Karla había muerto, la de la Torre 6, departamento 403.

–Imagínese señorita María, morir así, dicen que por esto del Covid, nadie se quería acercar a ver si aún estaba viva, pero yo creo que no, dicen que mueren en minutos los que se ahorcan. La Analuisa que le hacía el aseo del departamento, ayer mismo en la tarde, sacó al contenedor un montón de cosas: papeles, ropa, me dijo que el hijito estaba trastornado, que solo repetía y repetía “¡Salvo mi corazón, todo está bien, salvo mi corazón, todo está bien, salvo mi corazón todo está bien!”. Aquí, dejó el joven Carlos esta información para los vecinos. Era un enlace digital para la misa del funeral, a las 16h:00.

Regresó pronto del trabajo, no le gustan los funerales, pero sentía que no le quedaba otra opción. La extraña que acompaña a otra extraña, en un mundo extraño. No habían más de 20 conectados. Una de las imágenes proyectaba una pequeñísima capilla ardiente, en el centro una mesa donde yacía un libro grande, de madera, con su nombre inscrito, unos versos que no alcanzaba a leer y los años 1972-2020; había muchas flores blancas y grandes girasoles de lado y lado, las velas alumbrando la muerte y un atril de cristal al lado derecho, en el piso se veía salir el humo del Palo Santo y un hombre sentado con un piano electrónico. Los sonidos que empezaron a salir de ese instrumento, eran de un Yaraví, lo sabía porque al Sebastián le gustaba dárselas de musicólogo y le hacía escuchar por horas sus descubrimientos musicales ecuatorianos. Una tarde de sábado en la Ecovía, mientras iban al cine gratuito de la Casa de la Cultura, le puso sus audífonos y “No me olvides” del dúo Benitez y Valencia, despertaba una nostalgia de otro mundo, “quizá ni en la tumba helada podré olvidar tus amores”

Se acercó al atril, un hombre alto, vestido de negro, delgado, bastante pálido pero erguido, llevaba una hoja de papel, doblada en tres partes, empezó diciendo –Todo está frío, descolocado. Estás donde habitaste siempre, quisiera dejarte amontonadas todas mis palabras y abrigarte por siempre. Solías recitar a Carranza, también te vas con él, lo llevas, “Salvo el corazón todo está bien”. Ayer en la tarde tal cual lo pediste por incontables veces hablando de tu muerte, desaparecí todo lo tuyo: la ropa, las imágenes, tus artesanías que guardabas sigilosamente y que solo con el tiempo entendí como le daban significado a tu vida. Dejé que se llevaran tus papeles, pues esas historias también son las mías. Lo único que no dejé que se llevaran, son los libros que leías, te seguiré encontrando en ellos. Te amo. La última hoja de tu carta, la tengo en mis manos, voy a despedirte con tu voz ardiendo en mi boca. Y leyó un poema:

Hay una calle en los ruidos profundos, húmedos, tras las mascarillas.

El Corso se acerca,

los cuerpos se mueven lentamente,

en cada mano llevan ojos enredados,

los rostros gesticulan muecas.

[Se esconde en el umbral de la realidad:

-no me empujes-

suplica la enana que vive en ella.]

Nada más flemático que este tiempo, parece tocar melodías de un vinilo puesto en el tocadiscos de la abuela.

[Nunca quiso estar presa, ni siquiera en su sexo.]

Viene una fila de días sin nombre,

echan redes de pescar

en un mar de cemento

no queda más que retroceder los pasos.

[Se esconde en el umbral de la realidad:

-empújame-

suplica la gigante que vive en ella.]

Las distancias son bombas de tiempo que enceguecen, han venido a instalarse como floripondios entre la hiperosmia de una humanidad abúlica. Ellos se comen los “desde lejos” para hacerlos carne.

Carne que aúlla

mientras un corsé mediático

funde la pantalla de la realidad en blanco y negro.

Una mujer en oración, una boca descomunal, necia, imparable invoca la dimensión del réquiem por un sueño, se pone de pie apunta y dispara un escupitajo en la cara del Señor, en nombre del Señor, materializa el horror realista, es la prédica impune de los misterios gozosos del infierno.

[Si no fuera por el olor a canela que le trae su nombre,

o la existencia del mar que desde el fin del mundo

sana el vacío de la metamorfosis del tiempo.]

Las casas se hicieron escondites donde juegan los mortales, teclean palabras leprosas que caen en páginas-espejismos donde creen verse humanos. Se cierran las puertas, se cierran.

[El infinito se hace

partícula

abiogénesis

carta astral

regreso a la fuente

engendro de vida,

solo es un nombre, mi nombre llegando de la tierra]

¡¡la noche es mía!!

El Cura dijo –levantemos el corazón– y los monigotes telemáticos respondieron –lo tenemos levantado–

Mireia OrtegaMireia Ortega Enríquez (Ecuador), es tulcaneña, cuenta con estudios en Lingüística y Literatura, es Gestora cultural, Licenciada en Administración Pública, docente de Literatura y directora de la Editorial independiente ecuatoriana-mexicana “Lunadaediciones”. Ha participado en varios encuentros internacionales de Poesía y está considerada en Antologías de: Ecuador, Colombia, Argentina, México y Perú. Sus obras publicadas son: “Luna rosa en un mundo ciego”(2001), “Entre Eva y Lilith” (2010), “Quinta noche” (México 2015) y Pájaros en giros (México 2018); En noviembre del 2014 fue nombrada Embajadora Cultural por el Ministerio de Cultura para que represente al Ecuador en el XXII Encuentro Internacional de Mujeres Poetas de los Cinco Continentes, por el País de las Nubes, México- Oaxaca. Ha recibido reconocimientos de: Centro de Estudios de la Cultura Mixteca, La Unidad Regional Huajuapan de Culturas Populares (México) y la Universidad Autónoma del Estado de México. En el 2017 su trabajo poético fue seleccionado para formar parte de la Antología de escritores ecuatorianos en poesía y relato, por convocatoria de la Municipalidad de Loja en el marco del Festival de Artes Vivas.

Texto © Mireia Ortega Enríquez
Fotografía © Diego San


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