Literatura Narrativa Relato

Retrato de un maleⅎᴉɔᴉo (Parte II)

Portada Maleficio

Dramatis Personae.

  • Aida Benyúsuf y Samir El Hakim: matrimonio en peligro de muerte.
  • Kamal: hijo de Aida, muerto ahogado.
  • Kamal 2: fantasma del hijo ahogado.
  • Sundus Benani: farmacéutica, amiga de Aida.
  • Farid Benmusa: contable de la empresa del matrimonio.
  • Latifa Belgad: criada de la pareja, aficionada a la magia negra.
  • Naila Brahim: médium.
  • Abdulah Mutawakil: exorcista.
  • Salim Cherkaoui: psiquiatra.
  • Madani Khalil: inspector de policía.
  • Abdenúr Mesrar: exmarido de Aida, exconvicto.

La acción transcurre en Berrechid y los alrededores.

DOS.

Al día siguiente, hacía un tiempo fresco y despejado. Latifa llegó a la hora convenida y Samir le abrió la puerta.

—Aida ha ido a hacer footing muy temprano. Está por llegar. Prepara el desayuno mientras yo me ducho.

—Sí, señor —asintió la criada, muy circunspecta.

Ya en la cocina, puso el agua a hervir y echó unas cucharadas de café molido en el fondo de la cafetera. Café solo para el señor. Té con hierba buena para la señora. Al terminar la preparación, puso la cafetera y la tetera en una bandeja con dos tazas y un cuenco con terrones de azúcar, además de los zumos y la fruta, y lo llevó todo a la terraza. Luego fue a hacer la cama. Olfateó el aire como un perro sabueso que busca el rastro de la presa y su sexto sentido le indicó que anoche hubo sexo pesado. Quitó las sábanas y las fundas usadas de las almohadas, las puso en el cesto de ropa sucia y puso unas limpias. Luego lo llevó todo al cuarto de lavado situado en el lado opuesto a la terraza. Pero antes de hacer la colada, y cerciorándose de que Samir seguía duchándose, sacó del cesto unas braguitas color fucsia y unos calzoncillos negros y actuó de la forma más extravagante: oleó ambas prendas, murmurando algunas oraciones, y luego, tras pincharlas tres veces con una aguja de metal, las guardó en el bolso, para usarlas con fines maléficos. El segundo paso consistía en el contacto de su mano con la de Samir. Se acercó al cuarto de baño y preguntó con petulancia, esperanzada:

—¿Necesita el señor alguna servilleta limpia?

—No. Pero tráeme el albornoz, por favor —pidió él, tras vacilar, cerrando la ducha.

La suerte le sonreía. Momento idóneo para actuar. Deslizó rápidamente la mano por la entrepierna y se frotó la parte íntima, antes de llevarle el albornoz: cuando él cogió la prenda, ocultando su desnudez, su mano rozó la de ella y quedó impregnada de unas diminutas partículas, el vello público y el flujo vaginal. El tercer paso, el más importante, consistía en llevarse otro objeto más, para lanzar el hechizo que haría del marido el esclavo sexual más sumiso del mundo.

En ese momento llamaba Aida a la puerta y ella fue a abrirle.

—¡Uf! Estoy rendida —exclamó, saludando a la criada y al marido que salía en ese momento del dormitorio, ya vestido para salir.

—Rendida, pero tienes buena cara, encanto. ¿Qué tal la caminata?

—Bien. Pero en un momento dado, cuando aminoré la marcha en el parque, advertí que un hombre me seguía disimuladamente. No pude verle la cara porque llevaba una capucha que le cubría la cabeza. Pero muy pronto lo perdí de vista al echarme a correr con todas mis fuerzas.

—Has hecho bien. Dúchate y desayunamos.

—No me esperes, cariño, que el café se te va a enfriar. Oye, ¡qué guapo y bien vestido vas! ¡Pantalón beige con camisa verde claro y mocasines marrones! Yo, como voy al mercado, me pondré otro chándal Nike, limpio.

—Cualquier ropa te favorece y te sienta bien, mi gran dama —decretó él, dándole un beso, antes de pasar a la terraza a desayunar.

El mercado semanal se celebra al aire libre y, además de las compras, ofrece la posibilidad de pasear y descubrir novedades turísticas a través de los múltiples laberintos de las callejuelas, soleadas o cubiertos con cañizo para dar sombra.

Aida y su sirvienta enfilaron la calle de los puestos de fruta, legumbres, granos, huevos, carne y volatería. Compraron un poco de todo y acabaron deteniéndose ante un puesto de venta de alheña en hojas. Aida llevaba tiempo deseando tatuarse los pies y aquel descubrimiento la llenó de alegría.

Compró y pagó y, al ver que las dos cestas de compra pesaban más de la cuenta, pidió a Latifa que buscara a un porteador para llevar la compra hasta el coche. Esta se alejó y ella también alzó la mirada, intentando encontrar a uno.

Vio entonces a un niño que la miraba insistentemente, al otro lado de la acera. Tenía el rostro impasible. Alto, delgado, guapo, cejas bien perfiladas, ojos oscuros, nariz recta y la barbilla delicada, con ese hoyuelo tan característico como el que tenía su hijo Kamal. Parpadeó, perpleja, y de pronto sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Estaba viendo la imagen viva de su hijo, su doble. Allí estaba, cerca de ella. En esa túnica blanca. Como un ángel caído. Movía los labios como si quisiera reprenderla o pedirle algo imposible. Con el alboroto del zoco, los gritos de los vendedores, los timbrazos de bicicletas, las carcajadas a mandíbula batiente, no podía oír lo que decía, pero una frase aterradora explotó en su cerebro: “Mamá, por qué me has abandonado”. Vio entonces que el niño avanzaba realmente hacia ella. ¿Qué hacer en estas circunstancias? ¿Correr hacia su hijo, rodearle con sus brazos y decirle cuánto lo quería? ¡Un niño que había muerto dos meses atrás! Y de repente todo pasó muy de prisa. Intentó comprender. Si no era una alucinación, entonces tenía que ser un fantasma. Y ambas suposiciones le provocaron vértigo. Se tambaleó un instante y el zoco empezó a girar vertiginosamente cada vez más de prisa a su alrededor. Intentó gritar. Nada salió de su garganta. Quiso echar a correr, pero sintió que sus piernas parecían haber echado raíces en el suelo, que sus rodillas flaqueaban y que su corazón palpitaba aceleradamente. Una fuerza inhumana la movió y tomó la calle de las tiendas de los productos artesanales, atolondrada, dándose empujones y codazos para abrir paso entre la multitud, tropezando con colchones, derribando muebles y utensilios de cocina hasta chocar con una muchacha vendedora de naranjas que llamaba a clientes a voz en cuello. Ambas mujeres cayeron de bruces, y muy pronto la gente empezó a agolparse a su alrededor.

—Traed agua, por favor —gritó la joven vendedora, recobrando su compostura.

—Llamad a un médico —pidió otra voz, dolorida por lo que veía—. La pobre mujer ha visto al diablo y se ha desmayado.

—¡Dios mío! —sollozó, Latifa, que llegaba corriendo en ese momento. Ayudó a Aida a erguirse. Abanicó un pañuelo frente a su rostro, luego, con dedos temblorosos, buscó su móvil en el bolso, que por fortuna llevaba aún colgado del hombro, y llamó a su esposo. Al colgar, vio a un comerciante que traía las cestas de la compra abandonadas en su tienda.

Poco después llegó Samir y llevaron a Aida a la UCI del hospital estatal donde fue atendida con esmero y dedicación.

Una enfermera acompañó al esposo y su criada a la sala de espera, mientras se realizaba el chequeo médico de urgencia.

—Aida ya nos ha contado lo que supone haber visto —reseñó él, luego inquirió—: ¿Pero cómo ocurrió exactamente todo, Latifa?

—Me siento tan culpable por haberla dejado sola e ir en busca de un porteador —explicó la mujer, reprimiendo un sollozo, la mirada huidiza—: Cuando volví, no estaba. Entonces corrí por todas partes, como una loca, llamándola por su nombre, hasta que vi ese corro de gente rodeándola y ella murmurando: “mi hijo, mi hijo”.

—Pero podría haber visto a un chico real y haberlo confundido con su hijo, por el parecido físico de ambos, y estas coincidencias nos ocurren a diario —aseveró él, enarcando las cejas.

—Si quiere mi modesta opinión, señor, creo que su esposa es víctima de un maleficio. Como usted sabe, Iblis o Shaitán es el verdadero autor de todas nuestras locuras y miserias, nos posee y nos hace hacer perversas acciones. —Se interrumpió un momento al ver el asombro reflejado en el rostro de su amo, luego prosiguió—: Pero también de nuestras delicias más extremas.

—Dios mío, Latifa, sabía que estas cosas existen —concedió él, posando la mano en su rodilla—, pero no con tanta maldad.

Latifa notó que la presión de su mano en el muslo le provocaba un placentero escalofrío en la entrepierna, pero fingió no sentir nada. Comprendió, satisfecha, que el hechizo lanzado por ella había empezado a tener efecto apenas hubo ella quemado su eslip y bebido las cenizas. Él no sabía que la deseaba, de momento. Era un deseo irrefrenable e insaciable, pero aún inconsciente y subterráneo. Faltaba pinchar las braguitas de la esposa y manipular otro objeto. Respiró hondo y prosiguió:

—Sí, señor. El diablo nos acompaña desde que nacemos hasta que morimos. A unos los martiriza y tortura; a otros, los complace y sirve. Yo creo que su mujer necesita a un exorcista y no a un médico de locos, —aconsejó, estrujando con su mano la de Samir que seguía en su rodilla, antes de proseguir—: Porque solo está poseída y no loca.

—¿Te refieres a una sesión de Ruqiya? —preguntó él, perplejo.

—Claro. Es más eficiente y no cuesta nada. En mi aldea, Eit Uamar, tenemos a nuestro exorcista, sidi Mutawakil. —Sonrió voluptuosamente al pronunciar ese nombre y sus palabras sonaron tensas—: Hace milagros, rompiendo maleficios, lanzando hechizos y calmando deseos.

Una puerta se abrió y apareció un médico en bata blanca, alto y de personalidad imponente.

—Soy el doctor Dris Buras, jefe de la UCI y tengo buenas noticias, señor El Hakim —dijo cortésmente—. Su esposa no padece ninguna enfermedad grave, salvo un shock que superará pronto, tomando Alprazolam. Ya le di la receta médica. Que vuelva lunes en ayunas para los análisis y un chequeo psicológico. La atenderá el profesor Salim Cherkaoui, quien dirige ahora el nuevo pabellón de psiquiatría.

—Doctor, le estamos muy agradecidos por la acogida y por el trato eficiente y personalizado.

—Su esposa y usted representan un pilar socioeconómico importante en nuestra ciudad y es un deber y un honor servirles y apoyarles. Buenas tardes.

El médico se marchó, inclinando la cabeza, y la misma puerta de antes volvió a abrirse y esta vez salía Aida, acompañada de la enfermera. Tenía el aspecto mejorado y sonreía, aunque mostraba mucho cansancio y parecía de esas personas que andan de capa caída.

Ya de vuelta a casa, marido y criada acomodaron a la paciente en el dormitorio. Él se quedó a mimarla y ella se fue a la cocina a preparar el almuerzo. Tocaba una paella de marisco con, además de arroz, calamares, gambas, mejillones y almejas. Aida recomendaba añadirle alcachofas, espárragos, champiñones y aceitunas. Recogió luego la ropa tendida en la azotea para el posterior planchado. Dejó la cocción bajo el mando del marido y se marchó.

La tarde transcurrió apacible y sin incidentes. Samir preparó la mesa en la terraza y ambos comieron en un ambiente alegre, disfrutando de la vista panorámica que ofrecía la piscina concurrida y el paisaje natural a distancia. Él comentó discretamente la idea de confundir rostros en situaciones particulares, llegando a provocar el efecto de desrealización, y Aida aceptó el hecho como evidente y natural. Aquello la tranquilizó sobremanera y se sintió agradecida por ello.

—Sé que te sientes indirectamente culpable por la muerte de Kamal —anunció, cogiéndole una mano—, pero yo me siento aún más culpable por haberme ausentado aquel fatídico día; de lo contrario, no habría ocurrido esa tragedia.

—Las cosas ocurren porque han de ocurrir, querido. Esa tragedia no solo ha bloqueado la posibilidad de quedarme embarazada, sino que también ha distorsionado mis emociones. Creo que ambas cosas son correlativas.

—Sí, mi vida. Pero todo pasará pronto. ¿Qué ha dicho tu ginecólogo, la última vez que lo consultaste?

—Que en mi caso el duelo y la melancolía por la muerte de mi hijo y mi madre pueden durar cuatro meses.

—Pues tenemos que pensar ya en tener un par de diablillos, nena —exclamó él, abrazándola.

Cuando terminaron de comer, ella se prestó a ir a la cocina a fregar los cacharros.

—Te lo prohíbo. Tú, a la camita, a descansar, orden del médico y de tu marido enamorado. Y yo, a lavar la vajilla. Fumaré luego algunos cigarrillos en la terraza. Más tarde saldremos a dar un paseo, si te apetece, si no, nos quedamos a ver la tele.

Y así ocurrió. Aida se echó un momento, entrecerrando los ojos. Le llegaba amortiguado el sonido de los platos y vasos al lavarse, voces de niños que se elevaban desde el jardín, el monótono tic tac del péndulo exótico. Una estrepitosa vibración interrumpió sus pensamientos. Provenía de su bolso. Era su móvil. Hizo una mueca. Luego sonrió. Echaría una ojeada y si viera que era de un desconocido, lo apagaría simplemente. Y dio en el blanco.

Salieron luego a tomar aire puro. El paseo por los alrededores fue relajante.

Volvieron cuando el crepúsculo empezaba ya a desvanecerse, acariciando la fachada de su apartamento, antes de ceder a las estrellas su turno de brillar y realizar su vals en el cielo.

Por haber comido tarde, no se necesitaba cenar. Ya en la cama, cuando el silencio de la habitación se hizo más intenso, a Aida le pareció oír una lejana voz de un niño que pedía ayuda desesperadamente, voz lejana porque los efectos del Alprazolam la precipitaron en los brazos de Morfeo. Algunos rostros desfilaron furtivamente por su imaginación, el malvado Abdenúr; Sundus, la amiga sincera; la tenebrosa Naila; el hijo fantasma; Farid, el ex enamorado frustrado; la servicial Latifa; Samir, su marido protector… Finalmente las figuras se entremezclaron, creando extrañas relaciones: Farid y Sundus, teniendo intenso sexo; Abdenúr y Latifa, amantes, decididos a asesinarla para quedarse con sus bienes; el diablo, encarnándose en el niño fantasma para poseerla… Luego todo se esfumó y durmió a pierna suelta.

* * *

Como todos los domingos, Samir había ido a hacer footing y Aida se despertó al escuchar sonar el timbre de la puerta. Miró el reloj. Faltaba media hora para que llegara Latifa. Pero no todos eran puntuales y meticulosos como ella. Se levantó y fue a abrir. Miró antes por la mirilla. ¡Vaya sorpresa! ¡Su amiga Sundus! ¡Y a una hora tan intempestiva! Volvió a mirar para ver si venía sola o acompañada y la visión le provocó un latigazo en la cabeza, se le erizó el cabello y un escalofrío recorrió todo su cuerpo: detrás de Sundus estaba su hijo Kamal, la cara desfigurada por la ira, extendiendo sus manos descarnadas para incrustarlas en el cuello de su amiga. Su rostro era tan nítido como si estuviera enmarcado en un cuadro. Quedó petrificada un momento tras recibir el impacto de su mirada fija y escabrosa. Tapó la mirilla y giró en redondo, quedándose de espalda a la puerta. Le temblaron los pies y sintió que su corazón le salía del pecho, dando vuelcos, como cuando se tiene angina de pecho. No podía dar crédito a sus ojos. Quiso volver a mirar por la mirilla para descartar una posible alucinación. Pero se quedó helada, presa de terror. Se pellizcó no obstante para ver si estaba soñando. Un diminuto ruido le indicó que no era víctima de una pesadilla. Se volvió y vio aterrada que el picaporte se movía y giraba. Estaban intentando abrir la puerta. No, no era una visión óptica la que tuvo, sino la presencia maléfica de dos seres reales enviados por el demonio mismo. ¡Mamá, mamá, por qué me has abandonado! La frase estalló estrepitosamente en su cerebro como ráfagas de una ametralladora, desgarrando sus tímpanos. Se tapó los oídos, pero la voz sonó aún más atronadora que el rayo que fulmina un árbol. ¡Mamá, por qué me dejaste morir solo! Reprimió un alarido que reptaba por su garganta, corrió en busca de una silla y la puso bajo el picaporte para atrancar la puerta, sabiendo que el cerrojo y la cadena de seguridad estaban bien puestos. Quedó inmóvil mientras unos pasos sonaban al otro lado de la puerta. Esperó hasta que un silencio estremecedor y sepulcral envolvió la estancia. Su jadeante respiración rechinaba ahora como arena pasada por un cedazo. Observó el reloj de la pared: su minutero tardaba una eternidad en moverse. Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac. Notó que estaba sudando profusamente, la frente y las mejillas chorreantes. Finalmente, se dirigió bamboleando al cuarto de baño donde se refugió.

Se lavó la cara y tardó bastante en recobrarse lo suficientemente como para llamar a su marido. Se miró furtivamente en el espejo y este le devolvió el reflejo. No. No había otro rostro, se dijo, aliviada. Estaba sola. Recordó algunos cuentos de nodrizas leídos en su adolescencia, sobre todo los que le solía contar su abuela, con tramas aterradoras donde se entremezclaban ogros, fantasmas y toda clase de villanos y héroes. Le encantaban aquellos cuentos, pero nunca había creído que fueran reales, de carne y hueso. Sin embargo, ahora…

Cogió el móvil para llamar a su marido, pero lo soltó bruscamente como si se deshiciera de una barra de hierro al rojo o estuviera aferrada a un clavo ardiente. Era la repulsiva llamada privada. Cuando esta cesó, marcó entonces el número de su marido y pidió auxilio. Pensó en llamar a Sundus, al teléfono fijo de su casa en Casablanca, pero descartó la idea por ser tan ridícula y risible. Incluso horripilante, porque ¿qué pensaría ella si le dijera: “Hola, Sundus, te llamo para saber si hace una media hora estabas llamando a mi puerta en compañía de mi hijo Kamal que murió hace dos meses.”

Unos golpes violentos y fuertes, haciendo vibrar la casa, la volvieron al presente. Sonaban como puñetazos brutales en la puerta, a punto de derribarla. Sonaba también el timbre. El pánico se apoderó de nuevo de ella. ¿Qué hacer? ¡La terraza, claro! Desde allí gritaría y pediría socorro. Pero no era necesario porque el eco de la voz de Latifa resonaba por toda la vivienda. Aliviada, corrió a abrirle y ambas mujeres se abrazaron.

—¡Ay de mí! Señora, siento haberte despertado con mis golpes y gritos, pero pensé que te había pasado algo grave.

—Latifa, mírame y dime con quién te has cruzado al llegar.

—Con nadie, señora. Hoy es domingo y la gente sigue durmiendo en la residencia. ¿Por qué?

—Nada de particular —mintió Aida, manteniendo la compostura.

En ese momento llegaba Samir y se quedó con la cara deshecha cuando Aida le hubo narrado lo que le pasó.

—Terminaremos perdiendo los estribos si continuamos en esta casa —señaló, resollando—. Figúrate que a mí también me están ocurriendo cosas raras.

—¿A ti también?

—Sí. Hoy me he salvado por los pelos al salir del parque. Un coche casi me atropella. Mira, tengo aún la rodilla dañada —explicó, subiendo su pantalón de chándal para mostrar la herida.

—En el cuarto de baño tienes el botiquín de primeros auxilios para limpiártela, después de ducharte. ¿Entonces crees que algún poder maléfico nos está amenazando?

—Por supuesto, mujer. Hay que rendirse a la evidencia y aceptar que los dyíns existen y pueden transformarse en cualquier persona conocida por nosotros para asustarnos.

—¿Crees que lo que yo vi no eran alucinaciones, sino visiones provocadas por un hechizo?

—Exacto. Tú no has tenido alucinaciones porque no estás loca. Pero puede que te hayan lanzado un hechizo. Así de claro.

—Un momento, ¿seguro que no estás de guasa? —sondeó ella, enarcando las cejas.

—Sabes muy bien que en cosas serias nunca ando con remilgos —contestó él, con un tinte de amargura, recuperando el aliento.

—Entiendo. ¿Y qué hay que hacer en estos casos? —preguntó ella, con voz estropajosa.

—Deshacer ese posible hechizo, cariño. Sé que no tenemos la misma actitud ante esta situación: tú crees en psiquiatría y yo en lo sobrenatural. ¿Pero, por qué no probamos lo mío y luego lo tuyo y, como dice el refrán, matar dos pájaros de un tiro?

—Creo que tienes razón, mi vida. No te lo conté por temor a ser ridícula, pero una vidente ya me vaticinó que corro un peligro inminente.

—Ayer en el hospital comenté precisamente el tema con Latifa y nos propuso ver al imam de su aldea, al que llaman el sabio. Veré primero de qué pata cojea, claro, antes de llevarte a consultarle.

—Perfecto. ¿Cuándo vas?

—Nos duchamos, desayunamos tranquilamente y tú te tomas el sedante y te quedas con la criada hasta que yo vuelva. Me llevaré a Farid que, por cierto, comparte nuestra preocupación. Él es cartesiano como tú, pero me hará compañía.

Samir recogió al contable y salieron del centro de la ciudad. Eit Uamar quedaba a 30 kilómetros, tomando la carretera de Settat.

—Como ya le dije a Aida, vamos a descartar primero un posible hechizo, luego veremos al psiquiatra, aunque me desagrada la idea.

—Yo creo que necesitáis iros de vacaciones un par de semanas —observó Farid, algo malhumorado—. Sabes muy bien que hemos estado trabajando todo el verano.

—Has dado en el clavo, hombre. Pero no seas tan solapado. Sé que eres más materialista que el mismísimo Marx y que rehúyes toda superstición.

—Es verdad. Yo comparto la idea de Protágoras según la cual el hombre es la medida de todas las cosas.

—O sea, que tú no crees en el Mektúb.

—Así es. Aunque sí creo en las corazonadas. He leído muchos libros sobre antropología y demonología y finalmente me convencieron los primeros.

—¿Tú lees en francés, no es verdad?

—Sí. ¿Olvidas que he estudiado Economía en Paris? Pero también leo en árabe e inglés.

—Dame entonces alguna referencia. Pero solo dos autores de cada disciplina.

—Vale. Mientras conduces, te los noto y tú elegirás luego algunas de sus obras. —Cogió un bloque de notas a su alcance y empezó a escribir al mismo tiempo que leía en voz alta—: Veamos, en antropología tenemos a Claude Lévi-Strauss y Richard Dawkins y sobre demonología, te aconsejo a André Frossard y Roland Villeneuve.

—Gracias. Buscaré luego las obras en Casablanca. Sabes, yo he leído La Divina comedia, de Dante, y te aseguro que se me puso carne de gallina por lo que nos espera en el Más Allá.

—Pues yo la encontré muy aburrida. Bueno, ya sabes que sobre las creencias, como sobre los gustos, todo es relativo y no hay nada concreto. Por eso donde uno ve La verdad absoluta, otro verá La mentira absoluta y otro, un espectacular cuento chino —concluyó, guiñándole un ojo.

Llegaron a la aldea de Latifa y preguntaron por sidi Mutawakil. Un vendedor ambulante de plátanos les indicó la vivienda.

Vivía en una vieja pero espaciosa casa de planta única, separada, color ocre. Llamaron y les abrió una adolescente que, tras escuchar su solicitud, los dejó entrar y fue a llamar a su padre.

Las habitaciones daban todas sobre un amplio patio con una fuente de agua en el centro. Debido al calor, habían reservado una esquina alfombrada donde tenían instalado un espacioso salón con mtarbas y parasoles, sillas plegables, almohadones, mesas con utensilios de cocina y muchas plantas para mantener fresco el patio.
Supusieron que el imam estaría rezando porque en el reloj del patio sonaba una voz llamando a la oración de la tarde.

El viejo sabio apareció poco después, los brazos abiertos, la sonrisa de oreja a oreja, y los invitó a sentarse, tras lo cual se hicieron las presentaciones. Samir quiso exponer el asunto de la visita, pero el anfitrión lo disuadió.

—No. No diga nada —declaró, alzando los brazos—. Primero hay que refrescarse, tomando unos deliciosos zumos de naranja. Luego podemos hablar de negocios. Porque en la vida importan más la salud y las relaciones humanas que el dinero y el trabajo.

Una jovencita negra y la hija del sabio, ambas de unos 14 años, se acercaron en ese momento, trayendo dos bandejas, una de zumos y la otra, de golosinas.

—Sentimos mucho llegar a una hora tan intempestiva…

—¡Pamplinas! —cortó el mago—. Han llegado a la hora de comer y no hay diablo alguno en el mundo que os pueda echar de aquí. El mektúb no falla, señores —decretó, ostentando una actitud hospitalaria, luego prosiguió, con un centelleo de orgullo en los ojos, al ver que los dos hombres escrutaban, anonadados, la hermosura de la joven negrita—: Esta es mi última esposa. ¿A que nunca han visto semejante belleza divina? Se la quité al mismísimo diablo que una vez la poseyó.

El hombre parecía un verdadero dyín, pero de los buenos, de esos sacados de un cuento de Las Mil y Una noches. Llevaba una barba redonda, los ojos pequeños e inquietantes, el izquierdo más cerrado que el derecho, nariz chata con aletas vibrantes, labios pulposos, maxilar prominente y bien marcado y en la frente el típico callo, la famosa “zbiba” o marca del rezo, una protuberancia que se produce al prosternarse el creyente y rozar la cabeza con la alfombra durante el rezo.

—Como les decía, uno puede hacer todos los planes posibles, pero lo escrito, escrito está.

—Hemos venido precisamente a consultarle sobre…

El sabio interrumpió a Samir y dijo:

—Se preguntarán cómo un pobre imam como yo lleva una vida de opulencia, aunque modesta. La explicación es simple: he salvado vidas y matrimonios sin nunca pedir dinero. Pero Dios, que lo ve todo, sabe a quién recompensar y a quién no. ¿Ven esas cuatro habitaciones enfrente? En cada una hay una esposa. A la izquierda están las habitaciones de mis hijos y nietos, que suman ya veinte, y a la derecha, las de mis sirvientas y ayudantes. Y justo detrás de nosotros está la sala donde le tuerzo el cuello a Iblis. Que sepan que yo nunca utilizo los preceptos preislámicos de la yahilía. No abuso sexualmente de mis pacientes, como hacen algunos colegas, y solo torturo cuando lo exige el remedio. Mi única fuente de tratamiento es el propio sagrado Corán, corroborado por los hadices y nuestros exegetas más conocidos.

Samir iba a abrir de nuevo la boca y explicar su preocupación, cuando vio salir de la cocina a la risueña y bella negrita, trayendo esta vez una enorme tetera de acero inoxidable y servilletas. Se acercó y ayudó a los invitados a lavarse las manos para comer. Aparecieron poco después dos doncellas, también risueñas, empujando una enorme mesa redonda con ruedas. Contenía los preparativos del almuerzo: ensalada variada en pequeños platos y dos grandes fuentes, una contenía un redondo de ternera al horno, con patatas, zanahorias y guisantes, y la otra, unos pollitos asados con aceitunas y almendras. Y de postre, unos bizcochos con miel de abeja y melón troceado, junto con unos gajos de naranja. Había botellas de agua mineral, leche agria y Coca Cola.

Cuando terminaron de comer, se les sirvió té a la menta que degustaron fumando algunos cigarrillos. El anfitrión lanzó dos fuertes eructos y escrutó a sus huéspedes, esperando a que hicieran lo mismo, una señal inequívoca de indicar que la comida estaba exquisita. Ambos amigos captaron el sentido de la mirada y simularon unos falsos y débiles eructos.

—Y ahora, señores —concedió el sabio, con titubeante buen humor, satisfecho de ver contentos a sus invitados—, pueden exponerme el objeto de su visita.

—Se trata de mi mujer —expuso Samir—, oye voces, olvida cosas y tiene visiones.

—Es lo que nuestros psiquiatras de pacotilla llaman paranoia —declaró, echando a reír ruidosa y torcidamente.

—¡Ah! Porque usted lo llama de otra forma —intervino Farid, lamentando luego su intrusión.

—Al contrario, son ellos los que utilizan otra terminología para describir las  manifestaciones 32 de la Bestia. En realidad todas las enfermedades mentales son metáforas de estas manifestaciones. Y, mientras los psiquiatras no lo entiendan, la salud mental irá de mal en peor.

—¿Pero por qué entra Iblis en nuestro cuerpo? —preguntó Samir, la mirada llena de malicia.

—Porque él no tiene cuerpo. Es puro espíritu. Utiliza pues el nuestro para realizar sus perversiones de goce y de maldad.

—Usted ha dicho “goce”. ¿No se dice gozo? —curioseó Farid, algo molesto.

—La gente los confunde, pero hay una gran diferencia, amigo mío. El gozo es un don divino y consiste en placeres, alegrías y disfrutes naturales; mientras que el goce es puramente demoníaco, ya que abarca las pasiones mórbidas y las perversiones sadomasoquistas. En magia el gozo es endorfínico y el goce, adrenalínico.

—¿Y cómo entra la Bestia en nosotros? —farfulló Samir, con un rictus de repulsa.

—Nuestro cuerpo tiene tres ojos, el de la mente o razón; el del corazón y el del cerebro.

—¿El cerebro? ¿Pero este no es el receptáculo de la mente? —espetó Farid, agriamente.

—En absoluto. El cerebro lo tenemos bajo el ombligo. Lo constituyen los órganos de la procreación que, movidos por la testosterona y la progesterona, mantienen vivo el instinto de conservación. Esta es la vía real por donde entra la Bestia.

—Denos un ejemplo concreto de terminología psiquiátrica que usted recusa —pidió Farid, con una mezcla de terquedad y estupefacción.

—Tomemos la palabra “histeria”, que es central en la enfermedad mental. ¿Qué notamos? Que en griego significa “útero”. ¿Curioso, no? Pues la histeria es la manifestación visible de la Bestia que entra en el cuerpo humano para distorsionar y dominar la razón y el corazón. Tengo pruebas que muestran cómo Iblis se introduce en la mujer mientras duerme para poseerla carnalmente, haciendo de ella lo que le antoja: dejarla embarazada o estéril, histérica u homosexual. Los hombres son también poseídos por las esposas de Iblis, a los que causan todos los males conocidos, como la impotencia o el priapismo, la esterilidad o las disfunciones sexuales, los crímenes, el incesto, los robos, la pedofilia, etc.

Un tintineo de vasos los interrumpió. Las muchachas traían otros zumos.

—Nos ha dejado abrumados —reconoció Samir, con voz entre arisca y cortés, luego añadió, envolviéndole con una mirada inquisitorial—: ¿Y cómo rompe usted un maleficio?

—Si el caso es simple, el paciente suele tomar sorbos de agua de Zemzem, mientras yo recito versículos de nuestro sagrado Corán. Casi todos los efectos del “sihr” o magia se desvanecen con tres o cuatro sesiones. Si el caso es complicado, entonces utilizo medios fuertes, como masajes con intensas y férreas presiones o quemaduras en las partes más sensibles del cuerpo. Sepan que cada maleficio tiene su propio contramaleficio —advirtió, acariciándose la barba, dubitativo—. Por eso es mejor que traiga a su mujer para que la examine yo en persona y detecte qué tipo de demonio la posee. Se puede quedar aquí en casa todo el tiempo necesario. Y no se preocupe, estará en buenas manos y muy satisfecha. Le doy mi palabra de sabio.

—¿Quiere decir que la Bestia aparece bajo muchas formas?

—Exacto. Se manifiesta bajo diversas figuraciones. Por eso no es casual que tenga tantos nombres: tenemos a Shaitán, que significa “el adversario supremo”; Iblis o “el privado de toda bondad”; Al-waswās o “el susurrador en el corazón de la gente”; Al-janās o “el esquivo” y Al-rayīm o “el lapidado”. Por supuesto que yo no alardeo de poseer el secreto de identificar fácilmente estos tipos, pero hasta ahora siempre he logrado mantener a raya al diablo, bajo cualquiera de sus formas.

—En Occidente, el diablo no tiene tantos apodos —observó Farid.

—¿Usted lee libros extranjeros? —farfulló el sabio, en tono sarcástico—. ¡Bobadas! Existe solo un libro en el mundo que es imprescindible leer: El sagrado Corán. El libro que supera todos los libros existentes, la enciclopedia total que contiene todos los saberes del mundo y de la vida, tanto científicos, sociales, como metafísicos.

—Admiramos su modestia y su generosidad, señor Mutawakil. Intentaré convencer a mi esposa para que acuda a su consulta. Muchísimas gracias por la tan inolvidable acogida.

Cuando se hubo marchado Samir, Aida se quedó en la terraza, escuchando música, luego fue a ver la tele y finalmente decidió sestear un rato, mientras que Latifa preparaba la comida. Un agudo zumbido la despertó más tarde. Provenía de su celular que tenía puesto en vibración sobre la mesita de noche. Alzó la cabeza de la almohada y alargó la mano y lo cogió. Llamada sin número. Colgó. Samir había llamado previamente para informar que almorzaba en casa del exorcista. Aida intuía que esa visita no surtiría ningún efecto positivo. No porque ella no creyera en la demonología, sino porque se percataba de que estaban haciendo una montaña de un grano de arena. Sabía que de una forma u otra, aquello pronto tendría un desenlace. Era cuestión de días. Latifa apareció anunciando el almuerzo y Aida le pidió que comieran juntas en la terraza, antes de seleccionar en el tocadiscos tres de los cantantes más famosos de la música árabe que marcaron su adolescencia: Asmahan, Farid Al-Atrash y Mohamed Abdel-Wahab.

No bien hubo anochecido, llegaba su marido para contarle el rocambolesco encuentro con el domador de los demonios, sus dotes de exorcista y la pantagruélica comida que les ofreció. Se rieron bastante, comentaron luego los pros y los contras de una posible consulta con el mago y después de sólidos argumentos, corroborados por los atroces casos penales de abusos y torturas sexuales perpetrados por los imames y los clérigos, Aida terminó convenciendo a su marido para que optaran por la psiquiatría.

Salieron a dar el habitual paseo apacible y reconfortante. Al volver comieron alguna que otra fruta y se fueron a la cama. Samir apagó la luz y se acostaron en postura de cucharita. Muy pronto alargó él una mano y le tocó el pecho, acariciando suavemente sus muslos, antes de explorar sus zonas erógenas con sus dedos escurridizos para enardecer su apetito sexual. Ella dejó que la estimulara un largo rato, luego se dio la vuelta, se colocó en cuclillas encima de él y se disponía a cabalgarlo cuando oyó que la voz del niño fantasma se elevaba en la estancia, pidiendo insistentemente ayuda, pero pronto fue ahogada por el delirio del goce.

Al otro lado del parking, una silueta se movió como una furtiva sombra, entreabrió con un mando la puerta basculante y se deslizó sigilosamente por las escaleras de incendio rumbo al apartamento de Aida, sin despertar sospechas a ojos de nadie. Tenía la mente alerta a cualquier percance. No había oído ningún paso ni divisado voces durante su caminata. La residencia bañaba en un silencio absoluto. Pero sabía que andaba sobre hielo resbaladizo, por eso mantuvo los sentidos aguzados. Abrió la puerta sin hacer ruido y entró al piso con una calculada escrupulosidad. Parecía alguien que buscaba un objeto determinado o un lugar particular donde poner ese objeto, quizás una bomba. La débil luz de la luna entraba por la terraza y permitía una tenue visibilidad. Buscó en la cocina, pasó al cuarto de baño y luego al dormitorio principal, donde dormía la pareja. Se acercó a la cama y se quedó inmóvil observando el rostro de Aida. Tenía rasgos de perceptible tensión, aunque dormía. Pudo oír su agitada respiración y sentir su perfume. Volvió al punto de partida. Iba a marcharse con desgana, las manos vacías, cuando de repente, una idea genial dio grandes saltos en su mente, dejándole impertérrito. El tic tac del péndulo le recordó que tenía que buscar en el salón y una sonrisa de triunfo le invadió el rostro.

Salió de la vivienda pocos minutos después, echando a andar calle abajo, mientras entonaba una melodía. Una súbita sensación de bienestar lo embargó. Estaba ahora muy cerca de realizar lo que venía planeando. Quedaba solo un paso a franquear, el más arriesgado. Necesitaba dormir algunas horas antes de hacer de tripas corazón y tomar la carretera de Casablanca.


Texto © Ahmed Oubali
Fotografía © Devin H


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