La mente en sí misma puede hacer un cielo del infierno
o un infierno del cielo.
J. MILTON.
Dramatis Personae.
- Aida Benyúsuf y Samir El Hakim: matrimonio en peligro de muerte.
- Kamal: hijo de Aida, muerto ahogado.
- Kamal 2: fantasma del hijo ahogado.
- Sundus Benani: farmacéutica, amiga de Aida.
- Farid Benmusa: contable de la empresa del matrimonio.
- Latifa Belgad: criada de la pareja, aficionada a la magia negra.
- Naila Brahim: médium.
- Abdulah Mutawakil: exorcista.
- Salim Cherkaoui: psiquiatra.
- Madani Khalil: inspector de policía.
- Abdenúr Mesrar: exmarido de Aida, exconvicto.
La acción transcurre en Berrechid y los alrededores.
SINOPSIS.
Una encantadora pareja (Aida y Samir) vive felizmente hasta que empiezan a suceder sórdidos acontecimiento programados para aniquilarlos. Su felicidad es amenazada por enemigos invisibles, retratados en la figura de un maleficio diabólico que acecha, sembrando miedo y muerte. Sus amigos (un contable y una farmacéutica) intervienen en la trama para ayudarlos, echando mano de todos los recursos legales, incluso las artimañas y argucias inimaginables, como los médiums y la acción violenta. Pero la lucha contra un cerebro poderoso e inteligente está destinada al fracaso, máxime cuando la conspiración está cronometrada como una infernal bomba de relojería.
UNO.
ERA la primera mañana de septiembre, pura y resplandeciente. La cálida luminosidad se derramaba sobre la nueva localidad turística de Berrechid. La temperatura rondaba los veintipocos grados y el aire estaba impregnado de una frescura inhabitual. Por ser un viernes, la gente se preparaba tempranamente para la oración mayor colectiva del mediodía. Un día especial también para visitar a los familiares y los enfermos, recordar a los muertos y ayudar a los necesitados.
Una mujer aparcó su Mercedes todoterreno, color gris claro, cerca del hospital estatal, se apeó y tomó un largo sendero que serpenteaba por la exuberante vegetación del parque público, en dirección al cementerio. Aida Benyúsuf aparentaba menos de cuarenta años y su silueta recordaba la de una hermosa y deslumbrante modelo de alta costura. Vestía un traje azul de verano, un blazer y una falda ajustados y, para la ocasión, un velo le ocultaba el oscuro y ondulado cabello. Era morena, de piernas largas, una boca de labios perfectos, cintura estrecha y caderas suavemente redondeadas. Lucía zapatos verdes de tacón y su aspecto general sugería honradez, nobleza y respeto.
En el portal del cementerio, por donde salían y entraban los visitantes, un agitado grupo de mendigos, niños y adultos, salmodiaban algunas aleyas del Corán y, al ver a la mujer acercarse, se precipitaron hacia ella, como moscas atraídas por la luz ultravioleta. Distribuyó generosas limosnas, como en otras ocasiones, y continuó su decidida caminata hasta encontrar dos tumbas, una pequeña, la de su hijo Kamal, de ocho años, muerto ahogado en la playa el pasado fin de junio, y otra grande, la de su madre, fallecida recientemente. Se arrodilló ante ambas lápidas con forma redonda y suplicó a Dios, pidiendo misericordia, por las almas de sus dos únicos seres queridos. Algunos pájaros, que trinaban ruidosamente alrededor, cesaron su canto y emprendieron el vuelo, en señal de respeto a la mujer afligida. Aida murmuró una larga y fervorosa oración, interrumpida por algunos sollozos. El cementerio es el lugar metafórico más implacable e inexorable de la muerte que acecha por doquier, destruyendo vidas ciegamente y sin reparo alguno, la prueba concreta y desbaratadora de que cada ser es una ficción, dada la absurda brevedad de su vida. Por eso a Aida no le importaba la muerte como tal, puesto que formaba parte de la vida en tanto como ciclo natural inexorable. Lo que sí le dolía y revolvía las tripas era ver morir a niños inocentes y sobre todo en circunstancias trágicas. Niños sin hogar ni comida. Niños víctimas de todo tipo de maldades y vejaciones. ¡Cómo puede un Ser supremo permitir semejante injusticia! Era absurdo.
Un repentino sonido estridente como el batir de unas alas diminutas la sacó de su ensimismamiento. No, no era un pájaro. La vibración provenía de su bolso. Era su móvil, un grueso Alcatel. Lo sacó, levantó la tapa para ver la pantalla e identificar la llamada entrante: no había número. Contacto desconocido. Atendió la llamada, diciendo en árabe: “¿quién es?”. Ninguna voz al otro lado de la línea. Ninguna respiración. Entonces colgó, adivinando quién llamaba de esa forma. Era su exmarido, Abdenúr Mesrar. La primera vez que llamó identificándose, fue poco después del funeral del niño, para responsabilizarla de su muerte. ¿Qué pretendía ahora? ¿Amargarle la vida después de que ella lo denunciara por violencia de género? De pronto acudieron a su mente imágenes atropelladas de su pasado tenebroso con ese individuo, imágenes desfilando a cámara lenta y en desorden.
Lo había conocido ocho años atrás, en una discoteca cerca de la Puerta del Sol, mientras él buscaba ayuda para evitar que lo expulsaran del país. La historia banal del inmigrante clandestino cazapapeles y cazadotes. De estos que llegan a España muertos de hambre y asco, conocen a una mujer rica y creen haber encontrado a la gallina de los huevos de oro. Ella había superado con agallas esa dura etapa, su época de vacas flacas, pero lo hizo de otra forma, sudando la gota gorda, acumulando bastante hiel en su corazón, venciendo penas, amargura y desabrimiento. Se asimiló luego a la población y efectuó trabajos decentes y honestos. Se graduó finalmente en empresariales y, tras invertir sus pequeños ahorros en las máquinas tragaperras, alcanzó una posición social envidiable. Aprendió a ser pragmática y perfeccionista hasta la exageración, pero sin ser engreída de sí misma ni receptiva a las lisonjas. Supo asir las mejores ocasiones, luchando en aras de un futuro glorioso. Y tuvo suerte y éxito. Al principio ayudó al joven a ser un perfecto gentleman. Le enseñó las buenas maneras, a vestir pulcramente y expresarse como un hombre de mundo. Terminó agradando a los amigos con su rostro afable y reflexivo, su amplia frente que denotaba gran inteligencia. Se casaron por amor. Pero poco después de nacer el niño, la relación empezó a flaquear y ocurrió lo que habitualmente provoca una mente enferma. Dejó primero el trabajo para dedicarse a holgazanear, arguyendo tener una mujer adinerada. A Aida se le cayó el alma a los pies al descubrir que él se había transformado paulatinamente en una sanguijuela, decidida a chuparle la sangre. Empezó a frecuentar bares y prostíbulos, a empinar tempranamente el codo para llegar tarde a casa, apestando a alcohol, antes de cambiar por completo de comportamiento: radicalizarse y condenar la cultura y la civilización del país anfitrión, España, país que le había dado techo, trabajo y comida. Esa era su forma de escurrir el bulto. No daba abasto. Luego su físico cambió como por arte de magia; del chico afable que fue pasó a adquirir la fisionomía de un verdadero psicópata: mandíbula prominente, hendiduras en las sienes, nariz de toro, frente retraída, cejas espesas unidas y labios gruesos. Sus ojos relampagueaban sin cesar, su mirada tornó a ser esquiva y su temperamento, dominante y autoritario.
Una lóbrega noche, como las que solo ocurren en las películas de terror, volvía de la mezquita, furioso, con una espantosa expresión de odio dominando sus rasgos y se armó la de San Quintín: decretó que ella tenía que cambiar de comportamiento, cortar sus relaciones sociales con los europeos infieles, llevar el velo y dar instrucción exclusivamente coránica al niño. En caso contrario, él se casaría con otras mujeres, sin repudiarla a ella, y se llevaría al niño al pueblo. Aida era consciente de que la línea que separaba la cordura y la locura ya no existía para él. Sabía que discutir era como caminar en la cuerda floja sobre un precipicio y para salvar el matrimonio, por el bien de su hijo, pensó en agarrar al toro por los cuernos y evitar elegir entre Escila y Caribdis. Inspiró hondo e intentó bajarle los humos, mostrándole que podrían encontrar un compromiso, una sensata dirección a tomar. De nada le sirvió. Él alzó súbitamente el brazo y, con ojeriza desmesurada, lo lanzó hacia delante, descargando un golpe seco y fulminante en su mejilla. Se oyó un crujido como cuando se rompe un hueso. Aida cayó al suelo, semiinconsciente, mientras que en su rostro aparecía una hinchazón, estropeándole el ojo izquierdo. Aprovechando su corta ausencia en la cocina, donde probablemente fue a buscar un cuchillo para degollarla, Aida se incorporó penosamente, envarada y atribulada y logró escapar, saliendo a la calle, ataviada en su pijama. Terminó refugiándose a desgana en un hotelucho de tercera categoría donde rogó al recepcionista que avisara a la policía y llamara a un médico, antes de zozobrar en un shock anafiláctico. Poco después Aida obtuvo el divorcio y la custodia del niño y Abdenúr fue condenado a dos años de prisión por violencia de género y luego a cuatro, por delito de incitación al odio. Aquel matrimonio había puesto su vida patas arriba. Pero esa etapa tenebrosa de su vida era ahora agua pasada. Se volvió a casar a principios de junio y todo parecía salir a pedir de boca, hasta que él apareció bruscamente, como si surgiera de una macabra pesadilla, pidiendo ver al niño. Le concedió la visita por toda una tarde. Pocos días después, mientras su marido estaba en Marrakech por negocios, ella y el niño fueron a Sidi Rahal a tomar un baño de sol. La playa estaba muy concurrida y en un momento de descuido, el niño había desaparecido, engullido por las olas. Un lacerante escalofrío le recorrió la médula espinal al pensar que él pudiese haber estado detrás de ese naufragio. Descartó no obstante la idea, por ser tan monstruosa. En agosto pasado fallecía su madre, al resbalar por las escaleras. ¿Coincidencias? Fuera como fuese, la reaparición de su exmarido era malévola.
Una voz pronunciando su nombre la hizo volver al presente. Era su amiga Sundus Benani, que conoció hacía poco en su farmacia. Aida agitó una mano en señal de saludo y la observó acercándose. Rondaba los treinta y cinco años, era alta, delgada, nariz respingona, no muy hermosa, pero sí guapa y llena de sensualidad. Tenía el pelo rubio y largo, cubierto por un velo, y los ojos garzos e intensos. Vestía una blusa verde oliva donde anidaban unos senos generosos. Su pantalón se ceñía fuertemente a la altura de sus caderas anchas, haciendo destacar unas nalgas incitadoras.
—¡Sundus! ¡Vaya sorpresa!
—¡Hola, Aida! ¿Qué tal?
—Pues aquí, visitando a mis queridos muertos.
—Los míos están en Marrakech. Vivo en Casablanca con mi madre y aquí solo tengo a mi farmacia, como sabes. Y los viernes suelo acudir a dar limosna a los necesitados. Algunos te persiguen como una jauría de tiburones hambrientos, pero no importa, se merecen esta ayuda.
Al salir del cementerio, se quitaron el velo y siguieron comentando cosas. De pronto las abordó una anciana, proponiendo vaticinarles el futuro. Era una obesa de cabello ralo y negro despeinado, ojos castaños saltones y fríos, gruesa nariz y boca redonda por ser desdentada:
—¡Soy Naila Brahim, la vidente más sabia del país! —declaró solemne y teatralmente, luego añadió, alzando la cabeza y mirando encima del hombro, como si temiera que fuerzas malignas la escucharan—: También soy médium.
Las dos mujeres, sorprendidas e hipnotizadas por la mirada fija y dominante de la anciana, se miraron sin comprender.
—Perdone —apuntó Sundus—, no sabía que hubiera una diferencia entre vidente y médium.
—Una diferencia enorme, querida señorita —aclaró con orgullo—: Una vidente solo es capaz de conocer el pasado de una persona y ver su futuro para mejorar el presente. En cambio, una médium, además de ser vidente, está dotada de facultades paranormales especiales que le permiten entrar en contacto directo con los muertos y los espíritus.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Aida. Sintió una fuerte punzada en el pecho al pensar que podría comunicar con su hijo Kamal. Esperó unos segundos y declaró, con repulsa:
—No, gracias, no me interesa.
—Pero a mí sí que me ha picado la curiosidad. Quiero probar. Por lo menos saber el futuro.
—Tengo la tienda de consulta muy cerca, si quieren acompañarme.
Aida asintió a regañadientes y momentos después ella y su amiga se inclinaron para entrar en una pequeña tienda de campaña familiar y se sentaron en la alfombra en postura del diamante, alrededor de una mesa, siguiendo las instrucciones de la anciana.
—Para prevenir maleficios —expuso—, yo recibo el poder directamente de nuestro señor el profeta Sulaimán a quien Dios Todopoderoso dio la capacidad de hablar con animales y genios y de poseer una sabiduría total. —Hizo una pausa y observó a Sundus—: Deme su fecha de nacimiento y deje que le coja las manos para interpretar los flujos energéticos de su cuerpo y mente —murmuró algunas aleyas, los ojos cerrados, luego añadió—: Soltera, hija única, tres hermanos casados, buena situación económica, futuro resplandeciente. —Abrió luego los ojos y concluyó—: La felicito, una mujer sin problemas. Y ahora le toca a usted —prosiguió, dirigiéndose a Aida.
—¡Oh! No, yo, de veras, no quiero.
—Venga. Es solo un momento.
Desprevenida, Aida vio presas sus manos en las de la anciana quien, los ojos cerrados de nuevo, murmuró:
—Fuerte personalidad, huérfana, casada dos veces… un pasado tormentoso… un niño… Sí, veo que a usted le hicieron mucho daño.
Se calló bruscamente y liberó las manos de Aida, como si soltara una barra de hierro candente. El silencio que siguió era tan absoluto que se podía oír el zumbido de las moscas al volar alrededor de la abertura de la tienda. Las dos mujeres tenían la vista clavada en la anciana, esperando que hablara.
—Hija mía —sentenció al final—, intuyo que alguien intenta hacerte mucho daño. Ignoro quien es, lo que sé con certeza es que es muy peligroso. Necesito otra sesión para descubrir más.
Aida se levantó, sobresaltada y pálida, apoyándose en el brazo de Sundus. Pagaron a la vieja y salieron sin más.
—No lo tomes en serio, mujer —aconsejó Sundus, mientras caminaban por el parque, en dirección al centro—. Al fin y al cabo, todos tenemos enemigos. Lo que urge hacer es evitarlos y si molestan, denunciarlos a la policía, ¿no es verdad?
—Tienes razón, querida… —Se interrumpió y señaló con la mano—: Mira, la calle donde aparqué está cubierta con esteras y tapetes para la oración del mediodía. La gente, por no encontrar sitio en la mezquita, reza en la calle. Lo que quiere decir también que no dispondré de mi coche hasta después de la oración.
—Lo mismo te digo. Todas las calles colindantes a la mezquita estarán bloqueadas. Mira, allí enfrente hay un salón de té con terraza, podemos tomar algo fresco mientras dure la oración.
—Buena idea. Lo necesito, después de esa malograda premonición.
Cruzaron la calle y entraron a la terraza de la cafetería donde se acomodaron y pidieron dos zumos de naranja.
Poco después de llegar el camarero con los pedidos, el móvil de Aida empezó a vibrar. Lo sacó del bolso y miró la pantalla. Era su marido. Desplegó la antena, pulsó un botón y contestó:
—Hola, cariño. Sí, ya he visitado el cementerio y ahora estoy con una amiga en el café La Tulipe, enfrente de Correos. ¿Qué? Vale, dentro de media hora. —Colgó y, viendo que su amiga observaba el móvil, comentó—: Es enorme ¿verdad? Parece un Talky Walky. Bueno, yo lo utilizo para la empresa.
—Sé que es la primera generación de móviles que nos llega al país —comentó Sundus—. Yo pienso comprarme un Nokia sin antena y con posibilidad de mandar varios mensajes. Son muy prácticos, en efecto. Bien, tengo que dejarte, ya que viene tu marido y yo no quiero molestar.
—No me molestas en absoluto. Él y el contable han ido esta mañana a Casablanca a entregar los pedidos de clientes.
—Según me dijiste, vives aquí.
—Sí. Tengo alquilado un apartamento en la residencia Les Orangers, desde que me casé. Pero tengo en construcción un pequeño chalet en Sidi Rahal.
—Y estás por algún negocio, claro.
—Sí. Dirijo un taller de confección textil en el nuevo polígono industrial. Fabricamos una amplia variedad de artículos, ropa de vestir y para trabajo, tapicería, jeans, toldos…
—¡Enhorabuena! ¿Todo esto lo diriges tú sola?
—¡Qué va! Somos cuatro directivos. Yo me ocupo de la administración general y mi marido lleva el servicio de las ventas y compras; la secretaria se encarga de la publicidad y comunicación y el contable, de las finanzas. Un poquitín más complicado que regentar una farmacia, ¿no?
—En efecto, yo no tengo tanta responsabilidad.
—¿Alguna relación seria?
—No. Me quedé algo frustrada desde que tuve una agresión sexual en la universidad.
—¡Cuánto lo siento!
—No es para tanto. Hasta me dio lástima el agresor. Yo llevaba entonces una bomba lacrimógena y le bañé los ojos de laca y lo dejé ciego y con el rabo entre las piernas.
—Te felicito por ello. Se lo merecía. Por cierto, ya que los temas vienen a colación —concedió, guiñándole un ojo—, nuestro contable está soltero por si quieres “echarle el guante”, metafóricamente hablando, claro. Él me había cortejado antes, pero cuando supo que estaba casada me felicitó y me mostró mucho respeto.
—¿Cómo es él?
Aida no contestó porque en ese momento su atención se centró en dos hombres que cruzaban la calle en dirección de la terraza.
—Mira, allí viene mi marido, llevando un paquete envuelto en papel amarillo. El hombre alto que lo acompaña es nuestro contable.
Sundus observó a ambos hombres acercarse. El esposo, Samir El Hakim, representaba por excelencia la imagen del empresario aburguesado y adinerado, con una personalidad fuerte. Vestía un traje gris oscuro de raya. Llevaba el pelo cortado al rape, estilo Telly Savalas, tez morena, ojos vivarachos, nariz aguileña, dientes tan blancos y relucientes como su camisa. El contable, Farid Benmusa, era un hombre de complexión robusta, rostro afable, ojos marrones pensativos, pelo negro repeinado, sonrisa contagiosa y llena de magnetismo, muy pulcro con su apariencia: lucía un traje de sastre diplomático en acorde con su profesión. Como Samir, él parecía tener también ese raro sexto sentido orientado a manejar los tejes y manejes de los negocios.
Las dos amigas se levantaron al llegar ellos y Aida hizo las presentaciones de rigor, antes de volver a sentarse.
Tras presentarse con deferencia al esposo de Aida, Sundus sondeó con sus ojos garzos los marrones del contable. Él hizo lo mismo. Se hizo un silencio incómodo. Luego él la obsequió con una sonrisa afable, pero empalagosa, extendiéndole la mano que ella estrechó con fruición. Advirtió los dedos largos y finos, la muñeca delgada y el interés evidente que había en su apretón.
—Encantada —dijo, sonriendo con gentileza, tardando en soltar su mano.
—El placer es todo mío —replicó él, con una sonrisa felina, la voz suave y atractiva.
Sundus inspiró hondo antes de fijar los ojos en los de Aida. Su mirada despidió un fugaz brillo de complicidad al captar el imperceptible guiño que esta le hizo. Al marido le escapó esta discreta y corta parafernalia porque estaba chasqueando los dedos en dirección del camarero. Este acudió de inmediato mostrando buenas maneras y trato cortés y ambos hombres pidieron también zumo de naranja.
Samir sacó un Marlboro, dando unos golpecitos en el paquete, se lo llevó a los labios, lo encendió, dio una calada y rio como un niño, expulsando el humo.
—Bueno —sondeó, mirando a su esposa con una misteriosa sonrisa en los labios—, a que no adivinas qué contiene este paquete regalo que te traigo.
—Ni idea, me tienes en ascuas. ¿Qué es, cariño? —preguntó, ansiosa, el entrecejo fruncido.
Se movieron todos en sus sillas, cambiando de postura e inspirando hondo. Cuando desanudó el paquete y levantó la tapa, se quedaron todos boquiabiertos y con unos ojos como platos: era un flamante reloj de pared circular con péndulo, fabricado con metal y madera, con protección frontal en vidrio.
—¡Qué maravilla de reloj! Gracias —exclamó la esposa, dándole un beso.
—Vale una fortuna. Me lo vendió el famoso anticuario Mulay Ali, en Derb Guelaf.
—¡Enhorabuena! —indicó Sundus—. Es muy original.
En ese momento sonaron los estridentes y ensordecedores altavoces de varias mezquitas, llamando a la oración y las calles se llenaron repentinamente de multitudes de gente para el rezo.
* * *
La residencia privada Les Orangers, rodeada de bellos jardines y de césped de color verde brillante, puntuado con árboles, constaba de ocho edificios de tres plantas con ascensor, algunas con doble fachada, provistas de terrazas con cristaleras dando a una enorme piscina ovalada en el centro, bordeada de ladrillos y losetas. Se accedía a la mansión por dos entradas: el portal principal, con cámara de seguridad y un guardia y las dos puertas basculantes del garaje subterráneo, situado en la parte posterior, al abrigo de las miradas indiscretas.
Aida y su marido tomaron el ascensor y subieron al tercer piso. Les abrió la criada, Latifa Belgad, una despampanante joven de 16 años, alta, pelirroja, divorciada, pecho voluminoso y labios carnosos, algo desgarbada, mirada perversa y dominante que contrastaba con su aspecto de una muchacha sumisa y humilde.
—La comida está servida en la terraza, señora —apuntó, satisfecha, luego añadió—: Aún no son las cinco, pero ¿puedo retirarme, señora?
—Sí. Latifa, puedes irte. Veo que la casa reluce de limpieza y orden. Ven mañana a las 10 y no a las 9. Iremos de compra al zoco semanal.
Apenas se hubo marchado la sirvienta, Samir desempaquetó el reloj y buscó un sitio idóneo para colgarlo. Pensó en el corredor, donde haría juego con los cuadros y los espejos. Pero este formaba un hall independiente oculto al comedor y a las demás habitaciones, y Aida quería que quedara ampliamente expuesto. Por eso le indicó un punto en el salón moderno, a la altura del ala izquierda de la biblioteca, a pocos centímetros encima del tocadiscos automático que había comprado en Madrid. El aparato contenía una lista heterogénea impresionante de las mejores canciones clásicas románticas. No llevaba ranura para monedas. Bastaba con seleccionar un nombre y pulsar un botón. Aida presionó uno y la voz lírica e inmortal de Rita Hayworth resonó en la estancia, interpretando “Amado mío”. Mientras escuchaba, daba un vistazo por las habitaciones. Estas estaban todas decoradas con muebles caros y delicados. El salón moderno con sillones color gris azulado y el tradicional, con mtarbas color amarillo y violeta, ambos con alfombras persas, vitrinas con rebuscada porcelana y lienzos de naturaleza muerta, presidiendo la estancia. El comedor quedaba opuesto a ambos salones, abriendo paso a la cocina. Consistía en una gran mesa de cristal transparente, un mueble a medida donde estaba empotrada la televisión y una lacena para bar. El dormitorio y las dos habitaciones para invitados eran cuadrados, de paredes blancas y con finas alfombras verdes de tejido sintético, cubriendo el suelo.
Momentos después, marido y esposa se desnudaron y entraron al cuarto de baño. Al mismo tiempo que dejaba correr el agua de la ducha, él le acarició su pubis afeitado, suave y tierno, sin dejar de observar su cuerpo esbelto, su pecho turgente y rechoncho y su vientre liso y firme. Se besaron voluptuosamente como dos enamorados y sus lenguas se abrieron paso en sus bocas, saboreando el aroma salado de sus labios.
—Llevo una eternidad en el dique seco por tu regla, nena —le susurró al oído, resollando.
—Esta noche, mi amor… —murmuró ella, excitada, devolviéndole los besos.
Cuando hubieron terminado de ducharse, se pusieron sus respectivas batas y pasaron a la amplia terraza, saliendo por el dormitorio. Admiraron primero el lejano y doble paisaje, rural al oeste y urbano al este. Luego observaron la piscina. Allá abajo, los rayos cálidos del sol se reflejaban en las aguas cristalinas y centelleantes donde nadaban varias personas. Muchas familias seguían disfrutando de la tarde, instaladas cómodamente debajo de los parasoles. Soplaba una leve brisa que algunos gorriones aprovecharon para iniciar su flirteo en pleno vuelo. En medio de la mesa había un enorme tayín o recipiente de cerámica con tapa de forma cónica. A ambos lados, los cubiertos estaban colocados junto a los platos según el decálogo de los modales en la mesa que Aida había enseñado a la criada: a la derecha, la cuchara y el cuchillo, con el filo mirando hacia el plato, y el tenedor a la izquierda, con las puntas hacia arriba. Los cubiertos de postre, en la parte superior del plato. El mantel y las servilletas bien limpias. Y no se debía olvidar, por supuesto, servir la comida por la izquierda del comensal y retirar los platos por la derecha.
—Voy a ver qué sorpresa nos ha preparado hoy mi amada esposa —sondeó, levantando la tapa del tayín y, al ver el contenido, soltó un “uaaaw” de admiración.
Eran muslos de pollo con almendras y limón, cocidos con aceite de oliva y bañados en la salsa Ras Alhanut.
—¡Dios mío! ¡Qué bien huele! ¿Cuántas especias contiene?
—Cilantro, cúrcuma, jengibre, pimentón, canela en rama, nuez moscada, cardamomo, comino, además del ajo, cebolla, perejil y frutos secos.
—Cada día preparas un plato nuevo, querida, además de la ética asombrosa con que llevas la casa. Eres una artista con gustos sibaritas y yo soy el marido más afortunado del mundo.
Ella le sonrió, complacida, guiñándole un ojo:
—Son veinte años de vida en España, tesoro.
Y, sin más comentarios, comenzaron a comer tranquila y cómodamente.
Cuando terminaron, pasaron al salón a tomar café, escuchar música andalusí y comentar asuntos laborales.
—¿Bueno, qué tal tu viaje por Casablanca?
—Fructífero, Aida. Nos han triplicado los pedidos y tenemos posibilidad de exportar nuestros productos a África, además de España.
—¡Qué buena noticia! —exclamó ella, dándole un beso—. Esto nos va a deparar pingües ganancias. Tenemos que ampliar nuestros locales y la plantilla del personal obrero.
—Así es, encanto. Lunes convocaremos una reunión en el taller para estudiar el proyecto.
—Estupendo. ¿Y las obras del chalet?
—He pagado al capataz la mensualidad de los obreros. Faltan solo los acabados. Calculo que nos mudaremos a finales del mes.
En ese momento sonó el móvil de Aida. Miró la pantalla. Llamada privada. Sin número. Mueca de desagrado y profundo asco en su rostro. Hizo ademán de guardarlo sin contestar, pero Samir se lo arrebató, desfigurado por la ira, y vociferó:
—Miserable, sinvergüenza, cobarde de mierda, acosando a una mujer inocente, y casada —gritaba el esposo, al borde de la consternación—. Daré aviso a la policía mañana mismo.
Y colgó, soltando unas obscenas pullas que resonaron en toda la vivienda.
Aida se echó en sus brazos, sollozando, abatida.
Sonó entonces el teléfono fijo. Era Farid. Pedía una partida de dominó. Samir aceptó. Colgó, cambió de ropa y salió, dejando sola a Aida.
“Una siesta reparadora me vendría bien”, se dijo la mujer. Se reclinó en el sofá, estirando las piernas, y cerró los ojos.
Como no lograba dormir, se puso a rebobinar los acontecimientos del día. Mientras lo hacía, le pareció oír la voz de un niño pidiendo socorro:
“¿Mamá, dónde estás? ¿Por qué me has abandonado?”, repetía la frase como en una letanía.
Aida abrió los ojos para decidir si aquello era producto de su propia imaginación o si era real.
“¿Mamá, dónde estás? ¿Por qué me has abandonado?”, decía el niño.
No, no era un sueño. Pero ¿de dónde provenía la voz? ¿Del pasillo? ¿De la cocina o del balcón? No podía saberlo. Parecía que emanaba de todas las paredes. Pensó un instante en el fantasma de su hijo muerto y aquello le provocó un dolor agudo en el pecho, con taquicardia y parestesia. Y una sensación de ahogo y de sequedad en la boca se apoderó de ella. Se levantó, azorada, intuyendo que algo pavoroso se avecinaba, el rostro reflejando un desmesurado terror, como si estuviera a punto de caer en las llamas del mismo infierno. De su frente bajaba ahora un sudor frío. Reprimió un espantoso alarido. Retrocedió hacia el dormitorio, buscó el móvil y con manos temblorosas llamó a su marido. Este llegó poco después, tiempo que le pareció a ella una eternidad.
—¿Aida, qué ha ocurrido? ¡Pero si estás cadavérica! —se quejó, cariacontecido.
—Cariño, pensarás que estoy loca, pero he oído a un niño pidiendo socorro —repuso, agotada—. Parecía la voz de mi hijo.
—Tranquilízate, mujer. Voy a aclarar esto ahora mismo.
Con una acuciante curiosidad, Samir empezó a inspeccionar toda la casa, cada habitación. Entró a la cocina y de allí salió al balcón, luego volvió al salón. Nada. Salió al rellano y vio que todo estaba desierto. Miró por la escalera de incendios. Ni un alma entraba o salía. El único ruido que se oía era el tic tac del péndulo que hacía sonar las nueve, el lejano croar de las ranas y el zumbido de los insectos.
Volvió a tomarla en sus brazos y a calmarla.
—Todo se explica, mi vida. Has pensado en lo que has hecho hoy en el cementerio, con la médium y luego esas llamadas de mierda de tu ex. Tenías metido todo esto entre ceja y ceja y tu imaginación te ha jugado una mala pasada. Así que quítate esa ridícula idea de que tienes un brote psicótico.
—Samir, qué hubiera sido de mí sin tu apoyo. Doy gracias a Dios por tenerte a mi lado.
La tomó de nuevo en sus brazos y besó con ternura sus labios sensuales y perfilados. El beso le provocó un chispazo en todo el cuerpo, sus piernas flaquearon y se dejó caer en sus brazos. Él la llevó en volandas a la cama donde se desnudaron apresuradamente. Le arrancó sus finas braguitas bikini, color fucsia y de suave encaje, pellizcando las nalgas y luego el clítoris, y sus sexos se acoplaron en un armonioso y frenético movimiento. Hicieron el amor con cariño y luego con furia, toda la noche, hasta que la supuesta e imaginada llamada del niño fantasma se borró por completo y se perdió en el olvido. Luego durmieron como unas felices marmotas.
Texto © Ahmed Oubali
Fotografía © Devin H
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